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VI

Acabó de comer. Le había gustado el estofado, así como los postres. Se felicitó por lo bien que cocinaba.

—Si no te gustas a ti misma, ¿a quién vas a gustar? —se dijo en voz alta, un poco avergonzada por su falta de modestia.

Recogió la mesa, puso los platos sucios en el lavavajillas y decidió descansar. Pasó la tarde tranquila, se relajó un rato en el sofá viendo en la televisión la cadena ZDF, acabó de mirar las noticias y cambió al canal árabe de Al—Yazeera. Le gustaba conocer las noticias desde otro enfoque y, al mismo tiempo, reconoció interiormente su deseo de volver a escuchar su lengua materna. Observó que en Arabia Saudita se estaba produciendo un cambio social; dejaban conducir a las mujeres y les daban más libertad para moverse, montar negocios y poder decidir sin tener un hombre al lado.

Su título universitario no le había servido en Alemania para encontrar un trabajo remunerado al nivel de sus estudios. Ella siempre se reafirmó en el convencimiento de los derechos femeninos y, precisamente por el menosprecio a las mujeres en el mundo profesional, se decidió a trabajar por cuenta propia. “Si te van a explotar, qué mejor que te explotes tú misma”, pensaba. Tenía tres trabajadoras a las que pagaba lo mismo que si hubieran sido del sexo masculino y se consideraba una buena jefa, comprensiva, aunque exigente, compañera de sus empleadas, pero sin olvidar nunca quién era la dueña del negocio.

Mientras salía a dar una vuelta, se acercó a su empresa. Le gustaba pasar algún día de fiesta un rato sola en la oficina, sin el ajetreo diario; bien para poner las cosas en orden, bien para pasear por el almacén, revisando y disfrutando de todo lo que había conseguido. Amaba tocar y observar algunas mercancías para darse cuenta de que eran reales y de que no vivía un sueño que se pudiera desvanecer en cualquier momento. Entró en el garaje y admiró el coche que había comprado. Hizo resbalar su mano por el lateral para sentirlo. Le producía un tremendo orgullo haberlo logrado con su esfuerzo. Hacía ya tiempo que el dinero de Suiza se había acabado y debía arreglárselas sola.

¡Ah! El dinero de Suiza. Le había dado estabilidad, estudios y tranquilidad económica. No obstante, creía que era el causante de toda su falsa existencia anterior, sin él hubiera tenido una vida normal con sus padres, su abuela y el resto de familia. De repente, se le ocurrió que su padre se quedó con ese dinero, sin darle oportunidad a ningún otro posible destinatario. Tuvo la sensación de que lo había robado, sin saber exactamente a quién.

Se sentó dentro del coche, tocó el salpicadero con la yema de sus dedos, acarició el volante. La calidad rezumaba por todos sus rincones, no en vano era el máximo exponente de la clase germánica. Su olor a cuero le gustaba. Además, era cómodo y todo ello le producía una gran satisfacción. Se arrellanó en el asiento, puso en marcha el CD del equipo de alta fidelidad y empezó a sonar Cheb Khaled, con Safy Boutella, en uno de sus discos más conocido, “Kutché”, precursor de la música Raï.

Compró el disco antes de ir a Alemania y lo conservaba como si su vida fuera en ello. Escuchó todas las canciones mientras la música y sus raíces árabes se mezclaban con sus recuerdos. Cuando terminó, recordó que tenía que regresar a casa andando para esperar la llegada de las niñas. Salió del automóvil y miró la hora. Era muy tarde ya, había perdido la noción del tiempo.— ¡Mein gott! —gritó en alemán—, ¡cómo pasa el tiempo!

Se fue a la carrera hasta su casa y llegó antes de que sus hijas, de dieciocho y dieciséis años, abrieran la puerta, contentas y felices por haber pasado un fin de semana con sus amigas. Tras cenar el estofado que había sobrado al mediodía, se sentaron en el salón para hablar de los días con sus amigas.

—Son muy ricos, mamá. Tienen una casa en el campo que parece un palacio, varias personas de servicio y unas caballerizas—sentenció Katia.

— ¡Y hemos montado a caballo!—Hanna, la pequeña, interrumpió a su hermana, que le dio un manotazo para que callara.

—Vaya. Igual que nosotros, ¿eh? —dijo con ironía Ilhem—. Ahora todos los domingos vamos a ir a montar a las caballerizas de nuestro palacio de verano. ¿Qué os parece?

Las chicas rieron con ganas la broma de su madre y siguieron hablando atropelladamente para explicar lo máximo posible, en el menor tiempo.

—¿Os habéis portado bien? Me gusta que seáis educadas y respetuosas con vuestras amigas y sus familias. Cuesta mucho dinero la escuela adonde vais y son todas de clase alta. Es un sacrificio que hago de buena voluntad para que tengáis una beneficiosa educación. Y cómo veo que lo aprovecháis, estoy muy contenta.

—Sí, mamá. Sabes que somos buenas chicas y nos portamos siempre muy bien—contestó la mayor con ironía. La pequeña sonrió.

—Sí, ¡cuando dormís!—les dijo en broma.—

¿Sabéis que yo sé montar a caballo? Hace mucho que no lo hago, pero de joven era una buena amazona—comentó—. Un día podríamos ir las tres si os ha gustado.

—Sííí—dijeron muy contentas.

Al rato subió para darles las buenas noches, las besó y las dejó hablando de las aventuras pasadas.

—No os demoréis mucho en dormir. Es tarde ya. Buenas noches, chicas.

—Buenas noches, mamá—le respondieron.

Ilhem se sentó en el salón, cogió un libro y leyó un momento, pero no conseguía centrarse en lo que leía, su cabeza no estaba por la labor, así que decidió mirar un rato la televisión. Pero tampoco le interesaban las películas, o ya las había visto o eran comedias un poco estúpidas y ella ya no era una adolescente. Sin embargo, no tenía sueño y se le ocurrió repasar las facturas que no había revisado por la mañana. Así despejaría su mente de todos los acontecimientos acaecidos aquel domingo.

Electricidad, agua, gas, teléfono, seguros, hipoteca, tarjetas de crédito, el colegio... Las ordenó y las fue repasando una a una. Implicaban una cantidad considerable cada mes, aunque era lo mínimo necesario para vivir con cierto confort. Se ganaba bien la vida pero también gastaba mucho. De todas formas, se lo merecía después de todo lo que trabajaba.

En su juventud, no tuvo que preocuparse nunca por el dinero y se había acostumbrado a gastar sin mucho control. Cuando se acabó, no tocó más que acostumbrarse a vivir con lo que ganaba. Por suerte, se le acabaron los ingresos cuando su empresa ya avanzaba por buen camino. Le habían durado más de cuarenta años.

Se levantó, ordenó un poco la cocina y el salón y subió a su habitación, pero antes entró en el baño para desmaquillarse y lavarse los dientes, se desnudó y se puso un pijama. Apagó la luz y pasó a su dormitorio, dispuesta a dormir. Sin embargo, no conseguía conciliar el sueño, se le agolpaban los recuerdos de aquel día y prefirió seguir estirando del hilo de los pensamientos, que le llevó irremediablemente hacia su abuela.

Cuando la recordaba le asaltaban sentimientos de pérdida, ya que una parte primordial de su existencia se había ido con ella. Ella misma no era más que el reflejo de la manera de ser de aquella mujer. Los mismos acontecimientos que permitieron su salida de Marruecos no le dejaron asistir a la muerte y sepelio de la persona que fue toda su vida, quien le enseñó a vivir desde una perspectiva librepensadora y laica, sin el lastre de la religión, sin ataduras, con ética y honradez. Cada vez que pensaba en su abuela viajaba veinticinco años atrás en el tiempo, a Marraquech.

Donde había empezado todo.

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