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I

ILHEM

Aquella mañana se despertó sumamente holgazana, el sol estaba alto en el horizonte y sus rayos se filtraban entre las cortinas de la ventana, dando a la estancia en penumbra una tonalidad dorada. Se estiró en el lecho y dedicó su tiempo a contemplar detenidamente la habitación, su vista recorrió pausadamente la totalidad del perímetro, deteniéndose en los mínimos detalles. El cuadro situado sobre la cabecera de la cama se reflejaba en el gran espejo colocado en la pared de enfrente. Aquel espejo en que se miraba a diario cuando se preparaba y maquillaba antes de salir, y algunas veces, de reojo, un poco avergonzada por su vanidad.

La cómoda colocada a la derecha de la habitación era de madera maciza y labrada a mano. Se acordó de cuándo y dónde la habían adquirido. El sillón, situado en un rincón, era cómodo y mullido. Todo allí rezumaba buen gusto y comodidad, todos los elementos parecían perfectos para el confort y el bienestar. Nada resultaba superfluo en el aposento, el conjunto ejercía la seducción propia de la calidad.

El verano tocaba a su fin y las noches empezaban a ser largas. En aquella región de Europa el clima no era muy placentero, no se parecía en nada al de su tierra natal. Le hubiera gustado más ir al sur, sobre todo a España, donde iba de vacaciones cada vez que podía. Allá la temperatura y sus costumbres se parecían a las de su país, pero fueron los hados y Herman quienes la llevaron a Alemania.

Sin una razón clara pensó en su casa. Aunque no era grande, estaba bien diseñada, tenía las habitaciones necesarias, un gran salón, dos baños, una cocina suficiente y equipada. Se consideraba buena cocinera, le gustaba hacerlo y sin duda era su lugar favorito

—Será que hoy me siento hogareña —murmuró para sí. Y sin saber muy bien la razón, le vinieron a la memoria todos los sacrificios y esfuerzos que tuvo que realizar hasta llegar allí.

Sacudió la cabeza procurando expulsar aquellos recuerdos, desearía poder borrarlos, olvidarlos, sin embargo, ahí estaban y le gustaran o no, eran su vida y gracias a ellos allí estaba. Tampoco intuía el motivo por el que se sentía hogareña. Tal vez era que se hallaba sola, sus hijas pasaban la jornada en casa de los padres de una compañera de clase y no llegarían hasta la noche. Quería levantarse, pero se le pegaban las sábanas. Normalmente, a las siete preparaba el desayuno para ella y las chicas, no obstante, aquel día no le apetecía emprender nada. No era normal en su carácter holgazanear y menos en la cama.

Se estiró voluptuosamente. Se encontraba en buena forma física, iba habitualmente al gimnasio y su cuerpo era robusto y sin grasa, musculoso y bien proporcionado. Se levantó al fin, se duchó y con el albornoz aún húmedo se fue a la cocina a desayunar, calentó un poco de leche, preparó unas tostadas y se sentó junto a la mesa. Sintió un escalofrío y pensó que sería por la humedad del albornoz, empezaba a refrescar.

Fue a la habitación y se abrigó con ropa informal. Pronto tendría que poner la calefacción, las noches empezaban a ser frías. Se sentó de nuevo a la mesa y recordó los hechos que le habían llevado adonde estaba ahora. Pensó en su salida de Marruecos, más de veinte años atrás, en el negocio montado por ella, en sus hijas, en todo lo que le había costado conseguirlo, en lo que todavía debía y cuánto le costaría acabar de pagarlo. Claro que aún tenía las casas de Tánger y Marrakech, eran su seguro de vida. Y pensó, cómo no, en su marido muerto hacía ya algún tiempo.

“Nadie te regala nada. Conseguir lo que quieres en la vida se puede convertir en un terrible reto, o avanzas o te rindes, y entonces sólo puedes culparte a ti misma”, pensó para sí. Al mismo tiempo, sindarse cuenta empezó a recordar su infancia y juventud en Marruecos.

La muchacha que amaba Europa

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