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MARRAKECH
Pocos recuerdos le quedaban de su infancia en Marrakech; el de su madre era altamente borroso, casi tenía la impresión de no haberla conocido, no se acordaba ni de las visitas que le hizo, que suponía no eran muchas porque siempre viajaba. A su padre tampoco lo veía demasiado. En su ignorancia, pensaba que debía estar en un país lejano y creía recordar que iba a verla de vez en cuando. No sabía qué hacía, ni dónde residía, sólo que las pocas veces que fue a verla era de noche y por unos minutos. Su mente no identificaba su cara. Comprendía que les mandaba dinero cada mes, regularmente, pero no conocía ni el cómo ni cuánto. Era una cantidad notable, se dio cuenta al ser mayor, ya que le permitía vivir holgadamente y estudiar sin problemas económicos.
La crio su abuela, una mujer dulce y cariñosa. Su infancia no difería de otras niñas marroquíes, jugaba en la calle cuando podía y ayudaba en las tareas de casa. En el colegio despuntaba por encima de la media, según decían, por su inteligencia, su voluntad y su deseo de querer averiguar siempre más sobre cualquier cosa. A los cinco años hablaba perfectamente el árabe; a los diez, leía el francés y lo escribía con soltura; a los catorce se expresaba correctamente en alemán, idioma que escogió porque le pareció difícil. (No podía imaginarse cuánto le serviría esa lengua en el futuro).
Analizaba todo libro que caía en sus manos, estudiaba lo que descubría en su mundo a diario, pues a todo le buscaba explicación, y no le avergonzaba preguntar por lo que no acababa de entender. Era de las primeras alumnas en el Lyceé Français y los profesores la tenían en gran estima. Incluso una de las profesoras se ofreció a darle clases particulares y así ayudarle a avanzar en lo que pudiera.
A Ilhem le gustaban mucho los deportes, practicaba natación e iba al gimnasio a diario. Era una niña excepcional también por su aspecto, demasiado alta para su edad y casi rubia, con ojos claros. Nada delataba su origen marroquí y en su imaginación pensaba que sus padres eran europeos y un día se la llevarían a Europa.
Marrakech, la urbe que había dado nombre al reino de Marruecos; la ciudad roja, llamada así por el color ocre de sus casas, tenía un límpido cielo azul y un sol inclemente en verano.
El Atlas, de cimas nevadas omnipresentes en el horizonte, junto con la que tal vez fuera la plaza más famosa de África, la Jemaa—El Fna, formaban el centro turístico del país. Sus encantadores de serpientes, sus chiringuitos de comida y bebida, sus espectáculos callejeros y su apabullante vitalidad nocturna daban al conjunto el aspecto perenne de una postal turística.
Para Ilhem todo ello era normal, vivía allí, en ella transcurría su vida. Sin embargo, aquella ciudad que otros admiraban le resultaba poco menos que asfixiante hasta el punto de parecerle prácticamente una cárcel. Su pensamiento volaba siempre más allá de Marrakech, más allá de Tánger, mucho más allá de Marruecos, para deslizarse raudo por cielos de un azul brillante y mares de aguas tranquilas y transparentes a la lejana Europa. Europa, objetivo de la mayor parte de los magrebíes. ¡Europa, donde atan a los perros con longanizas y la fortuna cae de los árboles! ¡Europa!
Todos los emigrantes, cuando volvían por vacaciones, conducían coches grandes, no muy nuevos, eso sí; y si podían, Mercedes, para ellos la máxima calidad reflejada en los vetustos taxis marroquíes que en muchas ocasiones superaban el millón de quilómetros. Se paseaban con ellos por los bulevares fanfarroneando y restregándoles a sus vecinos y amigos lo bien que les iba. Hablaban de las maravillas y fortunas que ganaban, omitiendo la vida que llevaban en sus cuchitriles, del duro trabajo, del desprecio general por su religión, vista como una fábrica de terroristas, ahorrando para poder volver.
No obstante, esto Ilhem lo ignoraba y pensaba que a su padre no le debía ir nada mal, ya que el dinero llegaba siempre sin problemas y en cantidades importantes. Era una niña sin otros motivos que vivir, crecer y marchar.
—Yo algún día viviré en Europa y dejaré este país —decía siempre, absolutamente convencida ya a sus diez años.
—No sueñes despierta, Ilhem. Siempre serás marroquí, por más lejos que te vayas tus raíces están aquí —le decía su abuela.
—Sí, mamá —siempre le llamaba así—, pero me voy a ir. Seré marroquí, pero fuera de aquí. Este país no tiene ningún futuro para las mujeres que quieren ser algo en la vida.
Su abuela dio un respingo al oírla hablar de aquella manera, pensó que era demasiado despierta para su edad y que podría acarrearle muchos disgustos.
—Debes conformarte con lo que tienes, esforzarte para ser mejor y trabajar duro, el resto irá llegando progresivamente, nunca fuerces los acontecimientos.
Ilhem siempre escuchaba sus consejos, sin embargo, pensó que si no forzaba los acontecimientos, si no iba en su busca, nunca conseguiría nada. Ella veía de una manera muy diáfana muchas cosas, lo que no intuía era cómo realizarlas. Esperaría, disponía de tiempo y paciencia y sabía perfectamente lo que deseaba. A los catorce era ya muy bella, desarrollada y espigada, parecía que tuviera cuatro o cinco años más, aunque su inocencia delataba su juventud. En su cabeza iba madurando la idea de irse del país y siguió estudiando y creciendo hasta los dieciocho años, cuando se convirtió en una maravillosa mujer que levantaba pasiones por allí donde pasaba.
Era alta y muy bien proporcionada, con unos senos generosos y cintura escasa. El óvalo de su cara quedaba enmarcado por una rizada melena castaña clara que, en contacto con el sol, se convertía en dorados reflejos que la convertían en rubia. Tenía los ojos claros, con una mirada penetrante y dulce a su vez. Su nariz, un poco respingona, le proporcionaba un aire gracioso. Su boca grande, de labios carnosos, enmarcaban unos blancos y perfectos dientes. Podría haber nacido en el norte de Europa, su aspecto no era magrebí en absoluto.
Su abuela fantaseaba en su imaginación con un pretendiente y futuro marido. No obstante, ella no quería ni oír hablar de ello, buscaba mantener su libertad y autonomía, cuestión harto difícil en la patriarcal sociedad musulmana.
En la tradición árabe existe la rigurosa separación por sexos y no era de su potestad cambiarla; hasta la mayoría de edad no tuvo libertad de obrar como le placiese, siempre dentro de un orden, por lo que los escarceos con chicos fueron inexistentes. La mujer no puede actuar del modo que le venga en gana en Marruecos e Ilhem lo sabía. Y aunque se rebelaba contra esa costumbre, era consciente de que no podía solucionarlo. Era virgen, tal como mandan los cánones del Corán para poder casarse con un hombre musulmán, pero no lo deseaba en absoluto. Acabó los estudios del Lycée, aprobó el “brevet” e inició la Licenciatura de Empresariales. Si pretendía crear una empresa, le sería imprescindible.
Todos los problemas que se le presentaron al querer llevar la vida que le gustaba los fue superando a base de tesón y esfuerzo. Seguía yendo diariamente al gimnasio y a la piscina, aprendió esgrima y a montar a caballo, le atraía cualquier tipo de reto que poder superar.