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IV

Sentada aún a la mesa se dio cuenta de que la bebida se había enfriado, mientras que las tostadas en el plato esperaban a que las untara. Había quedado prendida en un mundo de recuerdos que le habían hecho perder la noción de la realidad. Se levantó, encendió el fuego y colocó el cazo en él. Se volvió a sentar y mientras esperaba a que se volviera a calentar, untó las rebanadas ya frías con la mantequilla y mermelada. Al cabo de poco, puso la leche ya caliente en un vaso y se sentó.

—Esta vez no me voy a despistar —murmuró y empezó a tomarla en pequeños sorbos evitando quemarse. Mordisqueó las tostadas e hizo un esfuerzo para comerlas ya que, frías como estaban, no apetecían en absoluto.

Buscó unas facturas que debía examinar y mientras las ojeaba se acabó de beber la leche. Pero las dejó a un lado, no tenía ganas de preocuparse por ellas en domingo, ya se las miraría cualquier otro día de la próxima semana. En este instante, al cabo de casi veinticinco años, todavía se le erizaban los pelos pensando en lo que había representado aquel taxi para ella.

Se levantó y abrió la ventana de la cocina y la del salón para ventilar la casa, miró a la calle y a la gente que paseaba; parejas cogidas de la mano, matrimonios con niños. Pocos coches. Un viento flojo movía las hojas de los árboles, que se mecían lentamente con un acompasado ruido sordo, que le recordó el rumor del mar cuando iba a la playa de Essaouira.

Decidió salir a pasear para alejarse de sus recuerdos. Fue a la habitación a cambiarse y al abrir un cajón de la cómoda buscando ropa con la intención de arreglarse un poco, se vio, con su marido muerto hacía unos años, en una foto medio escondida bajo un foulard. La cogió con cariño, la miró y la apretó contra sí. Con los ojos llorosos cerró el cajón y sentándose en el canto de la cama empezó a llorar amargamente, abrazándola con desespero como intentando fundirse en ella. Abrazada a la fotografía, perdió la noción del tiempo mientras disfrutaba con el recuerdo de su compañía.

Herman fue el único hombre que conoció que estuvo a su altura. Era un pozo de cultura y educación. Sin aparente esfuerzo, consiguió hacerle superar el dolor por la pérdida de su primer amor. Recordó cómo se conocieron, su matrimonio, la ternura y la pasión que se profesaron, sus charlas sobre cualquier tema; los viajes que habían realizado juntos, el nacimiento de las niñas, su crianza…y también la enfermedad que acabó por llevárselo.

Las más de dos décadas de diferencia de edad acabaron pasando factura, ya sospechaba que sería demasiada en un futuro, pero al fin y al cabo se había enamorado. Él le daba seguridad y confianza, no esperaba que un cáncer se adelantara en el tiempo y se lo llevara a los sesenta y ocho años. Tenía aún mucha vida por delante para disfrutarla con ella, sin embargo, no pudo ser. Ilhem intentó contrarrestar su pena recordando todo lo bueno acontecido, a pesar de que los dos hombres que amó estaban muertos.

Le gustaba ser positiva y pensó que el balance final no podía ser mejor. Sólo le pesaba que, con el propósito de llegar adonde se hallaba ahora, tuvo que dejar muchos “cadáveres” por el camino.

Quería salir, despejarse, pero su memoria volvía una y otra vez al taxi que había cogido. Estaba enmarañada en una telaraña de recuerdos de la cual no podía escapar y que le retrocedía a Marrakech y a aquella noche aciaga. Al final, se levantó, dejó la fotografía encima de la cómoda, se enjuagó los ojos llorosos, se arregló un poco y salió.

El aire frío de la mañana la reconfortó y empezó a andar por la calle sin dirección fija. A medida que andaba, los años fueron retrocediendo en sus pensamientos, por lo que su paseo se convirtió en un viaje en el tiempo. Cada paso que daba la transportaba, año tras año, al origen de toda la odisea, la salida de Marruecos.

Paró de andar intentando no llegar donde sus reflexiones le llevaban, pero sus recuerdos continuaban retrocediendo en el tiempo: la discoteca de Marraquech, aquel taxi, su madre, Tánger, la fábrica textil, su primera experiencia sexual... cuyo recuerdo le produjo una instantánea humedad entre las piernas. Su existencia pasaba rauda a pedazos entrecortados, marcados siempre por los rápidos pasos de su caminata.

Había llegado sin darse cuenta al río y estaba acalorada. La velocidad de sus pasos fue aumentando sin control al ritmo de sus recuerdos y ahora se sentía cansada, resoplando como un caballo de carreras. Se sentó en un banco junto al río para recuperar el aliento. La corriente era fuerte pero plácida, no levantaba olas, aunque en los márgenes se veían pequeños remolinos y algunos patos nadaban evitando ser arrastrados por ellos, hundiendo su cabeza en el fondo en busca de alimento. El color oscuro y el frío aspecto de aquellas aguas, que bajaban directamente de las montañas y de la nieve que aún quedaba en sus cumbres, no invitaban en absoluto al baño, sin embargo, a ellos no parecía importarles.

Observó alrededor a las personas que paseaban tranquilamente, familias con niños, parejas jóvenes y mayores, gente sola, unas andando, otras corriendo en un ejercicio dominical que los días laborables seguramente no se podían permitir. Su mirada tenía una intensidad y un objetivo especial, miraba intentando averiguar qué podía haber detrás de aquella normalidad aparente. Su vida anterior la había marcado de tal manera que creía percibir peligro en cualquier comportamiento normal de su entorno.

“Qué tonta soy, aún creo que estoy en peligro,”, pensó.

Cuando se relajó, decidió seguir con su paseo a una cadencia más tranquila mientras pensaba en sus hijas que echaba en falta, y eso que no hacía aún ni veinticuatro horas que habían salido.

—Esta noche las veré —murmuró.

Se levantó y empezó a andar flanqueando del río. Era agradable pasear por la orilla, la húmeda hierba hacía que sus pies se hundieran en ella y le parecía caminar sobre una mullida moqueta. Florecillas silvestres daban colorido al conjunto, que confería una sensación de paz y tranquilidad, acompasado por el rumor del agua al rozar los márgenes del río. El camino debía tener unos cuatro metros de ancho y lo iba siguiendo mientras pasaba bajo los puentes que lo cruzaban. Los pocos coches que circulaban a corta distancia pasaban sin molestar por el poco ruido que hacían.

Pasó por delante de una iglesia y pensó en que nunca se le había ocurrido entrar a rezar. Sin embargo, con su educación laica y su carácter, no lo echó en falta. Recordó otra vez el taxi y se le erizó de nuevo el vello pensando en aquella época; había pasado mucho tiempo, le parecía una eternidad por todo lo sucedido. Al fin y al cabo, Hasan la había avisado, sólo que ella no se pudo imaginar lo duro que podría llegar a ser, ni el miedo que llegaría a pasar. Ahora, después de todas las experiencias y visto el resultado, sabía que tuvo mucha suerte, permanecía viva y había conseguido lo que desde pequeña siempre deseó. ¡VIVIR EN EUROPA!

No estaba segura si actualmente, conociendo el riesgo, casi treinta años después, con sus hijas y su vida actual, lo volvería a hacer. Su vida la condicionaba hasta el extremo de renunciar a toda aventura, aparte de ir de picnic un domingo con ellas y algunos amigos.

Miró el reloj y vio que era ya casi hora de comer. Estaba lejos y tenía hambre, así que dio media vuelta y empezó a desandar el camino. No quería que sus recuerdos le sirvieran de excusa para andar sin destino, como en la ida, y apretó el paso intentando llegar lo antes posible. Aún debía cocinar el almuerzo y también la cena de las niñas. Dejó la vereda del río y subió a la acera de la calle, atravesándola y cortando en dirección a su casa. Ya no paseaba, era un retorno en toda regla.

Ya en casa, peló unas patatas, troceó un pedazo de carne y verduras e hizo un estofado. Mientras se cocinaba a fuego lento, aprovechó para darse otra ducha, había llegado sudorosa y se sentía incómoda. Se vistió con ropa confortable, preparó la mesa, abrió una botella de vino tinto y se sentó a comer su guisado. Encendió la televisión, pero miraba sin ver, oía sin escuchar y al final la apagó porque no se enteraba del programa. “Lo que quede me servirá para esta noche cuando lleguen las niñas. Será más sabroso después de reposar unas horas”, pensó mientras degustaba con fruición el estofado.

Probó el vino y le gustó, era seco con un aroma de sensación contundente. Le pareció elegante y estructurado, por lo que decidió comprar más la próxima vez que fuera al supermercado. No era una gran experta en vinos pero su marido le había enseñado, entre otras tantas cosas, a saborear y reconocer las diferentes sensaciones en boca. Además, simplemente le gustaba.

Por su cabeza aún rondaban los últimos recuerdos de su paseo matutino y de repente pensó en sus padres, en por qué la dejaron con su abuela y en cómo habían actuado. En aquella época, no tenía ni idea de quién eran, creía que podrían estar en Europa, trabajando y mandando un dinero que le permitiera estudiar y vivir sin problemas económicos. En su candidez pensaba que, tarde o temprano, vendrían a por ella o regresarían a Marruecos para pasar tranquilamente su jubilación.

No podía imaginarse cuán equivocada estaba.

La muchacha que amaba Europa

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