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DIFERENCIA SEXUAL: DESENCUENTROS ENTRE CIENCIA Y SUJETO

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ELISA GIANGASPRO

Hablar de diferencia sexual partiendo de lo biológico permite afirmar que nos diferenciamos muy poco de los animales. Como ellos, nos reproducimos sexualmente y esta modalidad favorece la diversidad de nuestra especie, dado que tiene lugar un encuentro entre dos. El ser humano es el resultado de la unión de dos dotaciones cromosómicas haploides, las cuales a su vez son portadoras de una variedad añadida en cada una de ellas por el proceso de recombinación meiótica. Además, como en otras especies, efectuamos uniones en las que desempeña un papel la atracción de los individuos y formamos familias —frecuentemente monógamas— que facilitan el crecimiento y la maduración de la descendencia. Se establece muy precozmente en la vida fetal un dimorfismo sexual que puede conocerse mediante el estudio cromosómico del corion con tan solo nueve semanas de vida del embrión, y ha avanzado notablemente el conocimiento de la reproducción humana en todas sus etapas. Sin embargo, la sexualidad humana va más allá de la función reproductora, y el uso de medidas anticonceptivas, cada vez más eficaces, evidencia el papel relacional del sexo y la búsqueda de un placer desligado de la reproducción; se aprecia en este sentido una especial atención a la educación sexual desde la infancia.

Como el sexo no es solo fuente de placer sino también origen de trastornos, la ciencia se permite intervenir, tanto para explicar como para buscar soluciones. Valen de ejemplo los estudios de los trastornos del desarrollo sexual, amplio abanico de patologías originadas por anomalías en alguna de las etapas del desarrollo embrionario y fetal, las cuales resultan imprescindibles para el desarrollo normal del sexo genético, gonadal y/o genital —interno o externo—. Por su baja frecuencia, se las ha incluido dentro de la definición de «enfermedades raras», entendidas como poco frecuentes, y su etiología es genética y monogénica en su mayor proporción.

La determinación del sexo genético se produce en el momento de la fecundación, en tanto que la determinación del sexo gonadal y genital se produce durante la vida fetal. Cada etapa está sujeta a posibles alteraciones que pueden causar anomalías en todos o en alguno de los tres niveles de diferenciación sexual: cromosómico, gonadal y genital. Dentro de las anomalías de la diferenciación sexual (ADS), se llaman estados intersexuales a aquellos donde la diferenciación genital externa es ambigua o discordante con el sexo genético o gonadal. Comporten o no un estado intersexual, estas anomalías han sido clasificadas de diversas formas y hay una clasificación en uso —derivada de un consenso internacional alcanzado en Chicago en 2006— en la cual se evitan los términos de hermafroditismo y pseudohermafroditismo masculino o femenino. Se formulan asimismo algoritmos para las actuaciones diagnósticas y se insiste en el interés de equipos multidisciplinarios para la terapéutica.

Por recomendación de los expertos, la sustitución terminológica evita el significante hermafroditismo, ya que existe una incertidumbre en el momento de estudiarse la determinación sexual, que se acompaña de una importante angustia parental. A pesar del dramatismo social y cultural que comportan estos diagnósticos, esta actitud paternalista parcial —ya que no se oculta la información sino determinados significantes— no sabemos cuánto beneficio, en verdad, es capaz de proporcionar a cada situación particular. Diferencia sexual e identidad sexual están íntimamente relacionadas, pero cualquiera que sea la diferencia sexual existente, nunca puede asegurarse por ella la identificación sexual que tendrá lugar en cada sujeto y esto amplía el horizonte para pensar la sexualidad más allá de cualquier voluntad científica o de cualquier anatomía.

El enfoque biologicista de la sexualidad no se conforma con sostener que somos sexuados para tener hijos, que cualquier alteración de la reproducción es una enfermedad y que las alteraciones de la diferenciación sexual han de tratarse respetando la norma del dimorfismo sexual: masculino o femenino. Avanza también en las diferentes áreas de la identificación sexual y de las conductas sexuales realizando investigaciones genéticas y estudios funcionales cerebrales —que ciertamente abundan en serias publicaciones científicas— para dar cuenta de cuestiones como la homosexualidad, la reproducción, la atracción sexual y hasta la fidelidad en la pareja. La homosexualidad sería una enfermedad que tratar, aunque no haya ninguna confirmación al respecto, y si ha dejado de considerarse así y ha desaparecido del DSM como trastorno, lo ha sido por la presión social de los colectivos homosexuales y no por la ausencia de demostraciones científicas. También se han explorado algunos genes, responsabilizándolos de codificar estructuras genitales y cerebrales, que harían elegir la mejor pareja según la complementariedad genética y el resultado inmunológico en la descendencia. Asimismo se han vinculado genes y neurotransmisores a la promiscuidad, y en parejas, sin otra causa evidenciada de esterilidad, se ha relacionado la misma al tamaño del pene, a la disfunción eréctil y a la disfunción sexual femenina, relacionando esta última con alteraciones cerebrales y no obviamente con la anatomía de los genitales.

El biologicismo ha devenido en la religión de nuestra época, en la que el pecado y la culpa del cristianismo se sustituyen —en el caso de la sexualidad— por la genitalización del sexo, el determinismo genético y las enfermedades que tratar. Es fácil comprender lo bien que cuajan las explicaciones científicas y los avances de la técnica con el momento neoliberal actual, donde el poder y el saber que le sirve se aplican a los desarrollos que sean de necesidad para el secuestro de los sujetos y la producción de nuevas subjetividades, empujando conductas dirigidas al máximo rendimiento y competitividad y propugnando una vida en relación con todo lo que excede.

Aunque inauguramos el texto tomando el toro de la biología por los cuernos, es interesante debatir —sin dejar de lado la complejidad, la preocupación y la intensa angustia que produce el diagnóstico de una anomalía de la diferencia sexual— que no hay una sexualidad humana normal ni siquiera en el caso de una correcta anatomía. Excepto en pocos casos, como el de una hiperplasia suprarrenal congénita, capaz de producir la muerte de un neonato, no hay una urgencia real para la intervención médica y para decidir medidas radicales que son irreversibles y que se demuestran sobradamente ineficaces a largo plazo en la literatura al respecto. Los cuerpos ficticios que puedan construirse no resuelven una conmoción que se produce a múltiples niveles y los apremios en actuar no tienen otro fundamento que el adecuar lo anómalo al imperativo categórico del dimorfismo sexual que se impone como norma. Contra él han luchado y luchan diferentes colectivos como el feminista, el de lesbianas, gais, transexuales y bisexuales (LGTB) y las multitudes queer, aunque su intervención desde una posición sociológica podría comportar —más allá de su deseo— un nuevo «para todos» en la sexualidad humana. La ciencia y el derecho —a través de sus actores— deben apoyarse en su saber para intentar, cuanto antes y si es factible, un diagnóstico cierto de las anomalías a las que se enfrentan, pero se hace muy difícil dejar de escuchar que —al mismo tiempo— siempre estará presente un no saber que no puede ignorarse.

No somos monos y aunque muchos de nuestros semblantes bien poco nos separen de ellos, carecemos del instinto que aporta genéticamente al animal las representaciones necesarias y las respuestas a la necesidad, a la sexualidad y a los fines de la vida: nacer, crecer, reproducirse y morir. En el ser humano cada uno de estos conceptos es origen de un conflicto individual, es una pregunta donde la respuesta de otro no sirve, y allí donde hay un vacío de significación el hombre puede responder con un síntoma o generando una invención, lo que es siempre resistente a dejarse nombrar por cualquier discurso. Se podría decir quizá que los hombres, en su evolución, han transformado el objeto específico en causa, en motor de creación, y la necesidad en deseo.

Los seres humanos hablamos, lo cual subvierte las leyes de la naturaleza porque modifica sus fines naturales y, así, la ley sexual natural es transformada por las palabras que recibimos de los que nos trasmitieron el lenguaje y que vehiculizan destinos, designios, anhelos e ideales. En tanto que seres de lenguaje habitamos un cuerpo que goza de forma totalmente singular, lo cual lo hace inclasificable e inatrapable en su totalidad por el saber, por mucho que este progrese. La ciencia segrega lo más íntimo del sujeto —su forma de gozar— que podríamos considerar éxtimo, siguiendo la topología propuesta por Lacan, y el lenguaje se resiste a la norma que intenta colocar fuera lo absolutamente singular, por mucho que insista la biología. El modo de goce excede la ilusión de que la sexualidad puede elegirse conscientemente y aunque podemos optar por cómo nos vestimos, cómo nos llamamos e incluso a qué género queremos pertenecer, sin embargo, no podemos elegir cómo gozamos. Concluiremos diciendo que el ser humano —en tanto que ser de lenguaje y sujeto de un goce singular— escapa al afán normativo de la ciencia y a su pretensión de un universal para la sexualidad humana, es decir, el ser humano es siempre a-normal en su sexualidad.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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