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SEXO Y CAPITALISMO: LA NUEVA ERÓTICA DIGITAL

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JOSÉ R. UBIETO

«La codicia es buena» (Greed is good), lema del Gordon Gekko de la película Wall Street, anunciaba en los ochenta la era del darwinismo social. Richard Sennett lo corroboró más recientemente al declarar de manera contundente que el capitalismo en los últimos veinte años se ha hecho completamente hostil a la construcción de la vida.

La exacerbación de ese lado salvaje se inicia con la desregulación de los años ochenta, liderada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, como nos lo ha mostrado de manera rigurosa Thomas Piketty (2014). En nombre de ideales democráticos y de progreso (libertad, autonomía, crecimiento), y con el apoyo de las nuevas tecnologías, se enmascara esa voluntad de goce que no conoce límites y cuyo resorte pulsional y entrópico es evidente: no tiene otra finalidad que ella misma.

Hoy ya percibimos con claridad que no solo se trata de liquidar formas de trabajo o de creación, sino de constatar que el propio sujeto consumidor es ante todo un consumible.

Esta tesis ha sido dicha de muchas maneras y uno de los que la anticipó a finales de los sesenta fue Jacques Lacan cuando señaló los rasgos de este discurso que ambiciona la anulación de cualquier pérdida —de allí su pasión por reciclarlo todo, incluida la protesta— y tiene la convicción cínica de que en la vida finalmente se trata solo del goce. Por ello el amor —que siempre presupone la existencia de una falta, de un anhelo— no tiene lugar en el discurso capitalista, salvo en su condición de mercancía consumible.

Esta es la lógica que parece imponerse en nuestras vidas: la obsolescencia programada de bienes y sujetos, sacrificados en el altar del dios money. Al falso dilema de la desregulación o el furor de la normativización —propia de una moral victoriana que solo halló alivio en la carnicería de la Primera Guerra Mundial— habría que oponer una fórmula que, como el propio papa Francisco declaraba, no alimente «la cultura del descarte». Regular es aceptar una pérdida (pagar impuestos, consensuar normas colectivas) y ese límite es constitutivo de un lazo civilizado. Lo otro —digamos las cosas por su nombre— es la jungla salvaje de la pulsión de muerte.

Esta lógica se hace visible en los avatares de la sexualidad contemporánea. Cada época tiene su erótica con sus objetos y sus ficciones acerca de la pasión amorosa. La erótica cumple una función básica: velar la inexistencia de la relación sexual, llenando ese vacío con palabras, imágenes y objetos que lo cubran. El amor cortés o el romanticismo son hitos en esta historia, ficciones donde cada uno de los sexos tiene asignado un rol.

Hoy la erótica es múltiple, se sirve a la carta y a la medida de la fantasía de cada uno. Hay tantas como fantasmas sexuales: voyeristas, masoquistas, sádicos, incluso sexless, aquellos que exigen precisamente la ausencia del acto sexual.

Dentro de esta diversidad hay una característica común: la incidencia de la lógica capitalista confiere hoy a toda erótica su carácter de producto, su condición de mercancía existente en el mercado. El oficio más antiguo del mundo se disfraza para ello con eufemismos como el beneficio mutuo31 o bajo lemas pseudomasoquistas como el exitoso Grey o la web de manservants32 donde el hombre-criado sirve a la señora con su código de caballero moderno.

En la web de citas <www.seekingarrangement.com/es> los sugar daddies (papis chulos), varones maduros con recursos y miembros de la élite, prometen «relaciones de beneficio mutuo» a sugar babies, jóvenes estudiantes «atractivas, inteligentes, ambiciosas y orientadas a sus metas». Bajo el eufemismo del beneficio mutuo se oculta una práctica de prostitución que bien pudiera considerarse como la forma actual del derecho de pernada feudal. Aquí son los padrinos quienes lo ejercen, velado por esas buenas intenciones y el consentimiento de las jóvenes: «Sabes —les exhortan desde la web— que te mereces salir con alguien que te consienta, que te haga crecer y te ayude tanto mentalmente como en el ámbito emocional y financiero».

La iniciativa goza de gran éxito en muchas ciudades de Estados Unidos y en otros países. También en Cataluña donde la proporción de chicas por padrino es de 5 a 1 y como se señala en la web: «¿Qué otro sitio para hombres ricos tiene números tan impresionantes como estos?». Ni Étienne de La Boétie (2010) hubiera imaginado una servidumbre voluntaria tan genuina.

Como todo producto, su acceso debe regularse por un contrato y tanto si se trata de prostitución encubierta como simplemente de web de citas, la clave está en eliminar la sorpresa, minimizar el riesgo del encuentro sexual, que cada uno sepa exactamente qué puede esperar del otro y limitar así el rechazo.

Una de las webs más exitosas llega de Francia, donde tiene más de cinco millones de usuarios registrados y ahora ya en versión española: <www.adoptauntio.es>. El concepto es simple: «El cliente manda y, en este caso, las clientas. ¡Las damas primero! En el supermercado de las citas, las mujeres encuentran buenos chollos». Su símbolo, presente ya en muchas estaciones de metro, es un carrito de supermercado donde las mujeres van tirando los chicos «chollos». La metáfora de la compra no es solo —como pretenden— una broma ingeniosa, sitúa la relación bajo la lógica del mercado.

La novedad es que aquí, como en la web de manservants, son ellas quienes eligen aunque paguen ellos. Sus promotores no dudan en presentar como uno de sus objetivos fundamentales «la igualdad de género» [sic]. Ahora ellas dan el primer paso: «Deja a un lado los prejuicios, complejos, miedos y saca ese poder de seducción que todas las mujeres poseemos. Tú eres quien lleva las riendas».

Esta nueva erótica parece concebir la relación sexual como una transacción comercial: fácil, rápido y seguro. Ya Lacan (2013) describió al capitalismo como contrario al amor por el hecho de que no deja ningún margen para la falta, que todo en él, sexo y ternura incluidos, aparece reciclado en mercancías-fetiches.

«En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo cualidades y habilidades que se exigen a todo producto de consumo». Esta afirmación del sociólogo Z. Bauman (2007) explica muy bien esta nueva violencia a la que se ve sometido el cuerpo y el sujeto, que exige convertirse en un producto.

ADOLESCENTES GEOLOCALIZADOS

En el caso de los adolescentes, los nuevos semblantes sexuales, muy ligados al enjambre digital, nos interrogan acerca de su función con relación a ese punto de partida: no hay relación sexual.

Esta verdad, atemporal, ha estado más velada en otros momentos por una serie de significantes amos que ofrecían sin ambigüedades un perfil claro de los tipos sexuales, una respuesta a las preguntas de cómo ser un hombre o cómo ser una mujer. Ahora constatamos una crisis en la masculinidad, rebote del propio declive de la imago paterna y un aumento de los estilos viriles entre las féminas.

La tesis de Serge Cottet (2008) nos sirve de guía: hoy lo reprimido no es el sexo sino la confesión amorosa, ya que las palabras no existen más que para «decir bien» esa inexistencia. El sentimentalismo y la historia de amor, que la recubrían, siguen funcionando como ficciones pero con menos fuerza. Podemos decir que eso va por barrios y que en los nuestros vemos cómo cierto tipo sexual, bien encarnado por algunos jóvenes latinos, tiene éxito por remedar ese sentimentalismo, obsoleto en otras clases sociales, a veces acompañado de actitudes de dominio y/o violencia incluso.

En el lugar de ese vacío lo que vemos es un cortocircuito de la palabra y la proliferación de objetos, entre ellos el propio sexo como performance contable. La App Tinder, especialmente usada por adolescentes, es un buen ejemplo de este funcionamiento. Montada al calor del éxito de Grindr (App para homosexuales), se trata de una aplicación que permite localizar a otros usuarios de la red social que se encuentran cerca. En la pantalla aparecen los usuarios cercanos y cada uno puede aprobar o rechazarlos. Cuando hay aprobación mutua se abre la posibilidad del encuentro.

Aquí no hay amigos ni followers, aquí solo se trata de conectar —a partir de una imagen— a los lazy singles para que ellos decidan qué hacer después. Los usos son por supuesto diversos y particulares a cada uno. Muchos de ellos no llegan nunca al contacto real y se dedican tan solo a mirar, hablar o intercambiar las fotos con otros usuarios. Una joven paciente, usuaria habitual de Tinder, me explica que «lo que me gusta es que me puntúen, saber a cuántos gusto, lo del sexo no me interesa».

La popularidad contabilizada es un rasgo común a todas estas propuestas, donde se produce una sucesión metonímica en la que fácilmente se puede saltar, con un simple touch, de un perfil a otro, casi sin lugar para la palabra. Otro usuario, esta vez varón, me cuenta cómo comparte las «conquistas» con sus amigos al comprobar que en algunos casos tienen, dice, «cromos repetidos» para aludir al hecho de que hay chicas que los han aprobado a varios de ellos.

Realizar el acto sexual no es, pues, la finalidad última y única de estas Apps ni, sobre todo, del uso off label que hacen muchos de los jóvenes. Hasta tal punto que los responsables de estas aplicaciones animan a sus usuarios a testimoniar sus encuentros reales para que los otros usuarios del servicio se convenzan de que la App sirve para el propósito para la que fue creada.

Incluso existe ya, con éxito en Estados Unidos, una especie de Tinder para acurrucarse sin que haya sexo de por medio: Cudder. Inspirada en los cuddle parties, fiestas muy populares que nacieron en 2004 donde se ofrece cariño sin sexo.

¿Qué estatuto dar, entonces, a estos usos y encuentros digitales? Podríamos tomarlos como ficciones, semblantes digitales, que, como otras eróticas analógicas, tratan de bordear el agujero de la inexistencia de la relación sexual. Ficciones marcadas por la idea de concebir la relación sexual como una transacción comercial: fácil, rápido y seguro, pero ficciones al fin y al cabo.

En ellas se observa, como estrategia general, la evitación de la castración tratando de eliminar la sorpresa, minimizar el riesgo del encuentro sexual, que cada uno sepa exactamente qué puede esperar del otro y limitar así el rechazo al multiplicar las oportunidades. Como si se tratase de un cásting amoroso (Ons, 2012) donde prima la evaluación del sujeto reducido al fetichismo de la mercancía. En cierto modo «limpiar» lo sexual de sus impurezas, convertir lo que podría ser deseo oscuro en una transparente voluntad. La App Good2go,33 creada por una madre de estudiantes, se propone como una herramienta para tener relaciones sexuales consensuadas «previniendo o reduciendo así el abuso sexual», lo que incluye un test de sobriedad y el «sí quiero» explícito.

Incluso el propio acto sexual tiene esa función de velo. Un paciente relata un triple encuentro sexual con usuarias de Tinder en el intervalo de un «finde». En el trasfondo de esa metonimia está la novia que ha dejado por no traspasar el tabú de la virginidad. Hacerlo con otras, desconocidas, le permite mantener la ficción de esa armonía entre los sexos.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

BAUMAN, Z. (2007), Vida de consumo, México, Fondo de Cultura Económica. Cottet, S. (2008), «El sexo débil de los adolescentes: sexo-máquina y mitología del corazón», revista Virtualia, n.º 17. [Consultado el 11/03/2015]<http://virtualia.eol.org.ar/017/default.asp?dossier/cottet.html>. LA BOÉTIE, É. de (2010), Discurso de la servidumbre voluntaria, Madrid, Tecnos.

LACAN, J. (2013), Hablo a las paredes, Buenos Aires, Paidós.

PIKETTY, T. (2014), El capital en el siglo XXI, Madrid, Fondo de Cultura Económica de España.

ONS, S. (2012), «Casting amoroso», revista digital El Sigma [Consultado el 11/03/2015] <http://www.elsigma.com/columnas/casting-amoroso/12500>.

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