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HETEROELECCIONES
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MIQUEL BASSOLS
Elecciones del sexo es, en efecto, el título de nuestras XIII Jornadas de la ELP. Y me parece un título muy bien escogido para poner al día nuestras investigaciones sobre el tema tan de actualidad.
Cuando supe que este era el título recordé, en primer lugar, el tema que nos convocó hace ya algún tiempo —nada menos que veinticinco años— en las que fueron las Sextas Jornadas del Campo Freudiano en España, realizadas también en Madrid. Algunos de ustedes recuerden tal vez el título: «Elección de objeto y condición de amor». Fui entonces uno de los responsables de la redacción del documento de trabajo preparatorio y al revisarlo ahora me ha dado la medida del cambio de perspectiva que hemos experimentado durante este tiempo en la investigación y la experiencia clínica de esta comunidad epistémica que llamamos Escuela.
De un título a otro, la temática queda, sin embargo, declinada de otra forma. Se repite el término «Elección», pero pasamos del singular al plural. Y si me permiten una lectura equívoca, podemos decir incluso que el título de este año implica que el sujeto agente de la elección es el sexo mismo, y no tanto lo elegido. «Elecciones del sexo», como quien dice: es el sexo quien me elige. Hacia ese punto me gustaría acompañarlos en esta intervención, sobre el fondo de lo que hemos aprendido desde la que les evocaba con el otro título, mucho menos equívoco de «Elección de objeto».
Tratábamos entonces sobre las condiciones que determinan la elección de un objeto, las condiciones que Freud designó con el término de Liebesbedingungen, y que puede traducirse como «condiciones de amor» o como «condiciones de goce». El término Liebe mantiene, en efecto, esa ambigüedad en el texto freudiano: puede ser tanto el amor como el goce, aunque el término Begierde venga muchas veces a modular el campo que solo Jacques Lacan distinguirá como tal: el campo del goce como distinto, incompatible incluso muchas veces con el vínculo de amor. El goce no hace vínculo, repetimos ahora, para comentar esa perspectiva lacaniana según la cual el goce es lo menos adecuado para la existencia de la relación sexual, la reciprocidad entre los sexos. La elección del objeto de amor se encuentra entonces muchas veces en franca contradicción con las condiciones que determinan el goce, la satisfacción de la pulsión, para el sujeto. Se ama en un lado, se goza en otro: esa es la degradación de la vida amorosa contemporánea que Freud diagnosticó ya en su época y que no parece cambiar mucho, especialmente del lado masculino pero también hoy del lado femenino, siguiendo la famosa cuestión planteada en el Eclesiastés: ¿cómo gozar de aquello que amo? ¿Cómo amar aquello de lo que gozo? Señalemos, sin embargo, que siguiendo el fenómeno que hemos designado en nuestro campo como «la feminización del mundo contemporáneo», esa condición se acompaña también con la misma disyunción que se encontraba del lado masculino. También hoy escuchamos, cada vez más, la disyunción entre amor y goce como una condición del lado femenino. Puede parecer una paradoja que cambiaría la localización del goce y del amor en los ejes de coordenadas señaladas en los años cincuenta por Lacan: fuerza centrífuga (hacia afuera) del lado masculino en la pulsión que se separa del objeto de amor, fuerza centrípeta (hacia adentro) del lado femenino que hace gravitar ese objeto hacia la fuerza de la pulsión. ¿Debemos resituar los ejes de coordenadas para dar cuenta de este desplazamiento que va a la par de las nuevas formas de identificación sexuada que se convierten en formas del llamado «género»? Es en todo caso una cuestión que trabajaremos en estas jornadas.
En los años ochenta se anunciaba ya una reordenación de las mascaradas en el baile de las identidades sexuales, pero no es seguro que el eje de coordenadas que Lacan había elaborado la década anterior, repartido entre el eje del Goce Fálico y el Goce del Otro, haya cambiado mucho. Encontrábamos entonces esas condiciones de amor y de goce en lo que la experiencia analítica nos enseña a aislar en la lógica y en la construcción del fantasma, verdadera máquina de metabolizar el goce para hacerlo adecuado a esas condiciones. La pulsión no tiene, en efecto, un objeto predeterminado, ni por la naturaleza ni por la misma educación. Hace falta el marco del fantasma para ofrecerle un objeto que será siempre un semblante, un trasunto que viene al lugar del objeto perdido, del objeto que falta por definición en la adecuación entre los sexos.
Para Freud y su teoría falocéntrica, el mundo simbólico que organiza esas condiciones de goce y de amor en el fantasma y en la trama de identificaciones sexuadas se daba en efecto a través de lo que se conoció como el Complejo de Edipo, regido por ese Nombre del Padre cuyo poder vemos fenecer, pero que a la vez se pluraliza en una serie de nuevas invenciones sintomáticas que intentan ordenar el goce, en una serie siempre infinita y sin una ley previa de nuevos símbolos. Encontramos hoy esta paradoja: la diseminación y multiplicación de símbolos que se proponen para ordenar el goce, serie resultante del declive del Nombre del Padre, no sigue por sí misma una ley, es una lawless sequence, como se define en lógica una serie que se desarrolla sin ley previa. Las contingencias de lo simbólico convergen aquí con la condición de un real que hemos aprendido a definir con Lacan como un real sin ley.
De modo que cualquier proyecto o protocolo para adecuar el goce a la no relación sexual se demuestra de entrada destinado al fracaso, pero a un fracaso distinto y mucho peor que el que el psicoanálisis tiene como punto de partida, porque se anuncia como un éxito, terapéutico o pedagógico, incluso en lo que el cientificismo propone hoy como una modificación del cuerpo del ser sexuado que estaría más de acuerdo con sus ideales de armonía en la relación entre los sexos. Veremos el tema en varias de las intervenciones de estas jornadas.
En el marco restringido de la teoría freudiana del Edipo, retomada por Lacan en los años cincuenta, la cuestión se planteaba en efecto de un modo simple: es la estructura simbólica del Complejo de Edipo, comandada por el significante del Nombre del Padre, la que provee a cada sujeto de las identificaciones para la elección de un objeto que no está dado de entrada, ni para el hombre ni para la mujer. Y el significante del falo es el pivote, el punto central de las significaciones que ordenan la sexuación del lado masculino y del lado femenino. Ese marco, aunque restringido, sigue dándonos una orientación muy precisa en muchos fenómenos de la clínica, pero agota sus virtudes en buena parte de los nuevos fenómenos que estudiaremos en estas jornadas. Basta con ver el programa.
Recordemos el campo que hizo estallar ese marco en la enseñanza de Lacan y que Freud había designado como el «continente negro» en su obra: el goce llamado femenino y la pregunta ¿qué quiere la mujer? Es la cuestión de lo femenino, y la de su lugar en el campo del goce abierto con ese término por la enseñanza de Lacan, la que plantea un nuevo paradigma para dar cuenta de los fenómenos de la nueva clínica. Al igual que la teoría de Newton de la gravitación universal se vio sobrepasada y subsumida a la vez en el nuevo marco de la teoría de la relatividad de Einstein, podemos muy bien decir que la teoría edípica y falocéntrica freudiana se vio sobrepasada y subsumida a la vez por la elaboración lacaniana de su última enseñanza, desbrozada por Jacques-Alain Miller, con la pluralización de los Nombres del Padre, la orientación hacia lo real sin ley y la reordenación del campo del goce resultante de esa nueva elaboración.
La llave de vuelta del goce femenino ha sido precisamente el tema de las tres recientes jornadas, tan exitosas las tres, en nuestras escuelas de la AMP. La NEL (Nueva Escuela Lacaniana) realizó en Lima el pasado mes de octubre sus jornadas con el tema «Lo femenino, no solo asunto de mujeres». La ECF (École de la Cause Freudienne) lo ha abordado en sus jornadas de noviembre en París por el lado de la maternidad, «Être mère». ¿Hay una maternidad que pueda derivarse de lo femenino en su disyunción con el deseo de la madre? Finalmente, la EOL (Escuela de la Orientación Lacaniana) acaba de realizar en Buenos Aires el fin de semana pasado sus jornadas sobre «Bordes de lo femenino. Sexualidades, maternidad, mujeres de hoy». En efecto, lo femenino da que hablar en la clínica actual en la medida que hace presente la alteridad radical del sexo y sus elecciones.
Tal como Jacques Lacan lo situó en su «Alocución sobre las psicosis del niño» en 1968: «Hay en el psicoanálisis una [presencia] que se suelda a la teoría: la presencia del sexo como tal, que hay que entender en el sentido en que el ser hablante lo presenta como femenino».1 El ser hablante, ese parlêtre de la nueva clínica del inconsciente real que encontraremos en el tema del próximo Congreso de la AMP en Río de Janeiro en 2016, ese cuerpo hablante hace presente el sexo como femenino, lo femenino como la alteridad radical del goce.
Y es una alteridad ante la que tanto la masculinidad como la feminidad quedan confrontadas de manera tan asimétrica como fuera de toda reciprocidad posible, según la idea lacaniana que sitúa a la mujer no solo como Otra para el hombre, sino como Otra para sí misma como lo es para él. Una joven me lo decía sabiamente hablando de su experiencia en el baile del tango, una experiencia en la que se confronta con su propia soledad, la de su cuerpo, con el otro. «Un hombre baila el tango con una mujer. Una mujer baila el tango con ella misma». Todo el problema de la elección del sexo es cómo se sitúa cada uno, hombre o mujer, ante esa alteridad radical del goce del cuerpo que en la frase queda designada por ese «ella misma».
El tango parece moverse, en efecto, más allá del falocentrismo, en el espacio femenino entre centro y ausencia, para retomar la expresión que Lacan toma a su vez del poeta Henri Michaux y que hemos comentado en otra parte.
La teoría freudiana sobre lo femenino partió de un supuesto que se ha denominado, con razón, un falocentrismo. La lógica del falo, binaria, siguiendo la lógica del significante entre presencia y ausencia, define y ordena una buena parte del territorio de la vida sexual del ser que habla, de la significación fálica de sus elecciones, de sus impasses.
Es Jacques Lacan, como se ha señalado también en numerosas ocasiones, quien ha ido más allá de la lógica fálica, de la lógica del Edipo en la que todo se debería ordenar según el par falo y castración, 1 y 0, presencia y ausencia.
Más allá del falocentrismo de la teoría freudiana, se plantea en efecto el lugar de los bordes de lo femenino. Ni la maternidad, ni la encarnación del falo en el hijo o en el sexo del partenaire, ni ninguna de las diversas formaciones simbólicas donde el velo fálico sugiere, y solo sugiere, Otro goce, el goce como alteridad, ninguna de esas formaciones agota el territorio de lo femenino. Terra incognita para Freud, continente negro lo llamó para intentar hacer su topografía.
Más allá del falocentrismo, de la figura de un universo circular en el que los cuerpos gravitan alrededor de un único punto, el falo simbólico, Lacan acude al poeta para realizar una segunda revolución copernicana, si podemos decir así, segunda con relación a la primera realizada por Freud con el descubrimiento del inconsciente.
Más allá del falocentrismo, lo femenino plantea un universo en el que los cuerpos giran en una trayectoria elíptica, siguiendo la figura de la elipse que, como es sabido, tiene dos focos. Esos dos focos son el falo como centro y el goce del Otro como el Otro punto ciego, como también se llama al segundo foco. Se trata en el otro foco, o el Otro lado, del goce del Otro, el que no sería el goce fálico, el goce que haría falta que no o que no haría falta, según la expresión de Lacan en su Seminario Encore.
Entre centro y ausencia, se abre así un espacio que no puede ya funcionar según la lógica de la presencia y de la ausencia, del 1 y el 0. Entre el Uno y el Cero, hay un espacio imposible de recorrer. Hay el Uno y el Cero, sí, hay el lado del Uno y el lado del Otro, pero entre Uno y Otro hay un espacio que no se puede recorrer con la lógica binaria del Uno y del Cero.
Recordemos la paradoja de Aquiles y la tortuga: Aquiles que sigue paso a paso el espacio métrico con sus pasos que siguen la contabilidad de los números naturales 1, 2, 3..., los números naturales, infinitos pero contables, y del otro lado la tortuga que camina en Otro espacio, el de lo real que anida entre 0 y 1, pero también entre 3 y 4, donde viven por ejemplo seres tan extraños e irrepresentables como el famoso número pi.
Entonces, una versión de la relación sexual que no existe es esta relación imposible entre Aquiles y la tortuga que se mueven en espacios del goce distintos. Aquiles se mueve en el espacio ordenado por el goce fálico, que sigue la lógica binaria del significante, Uno-Cero, S1-S2. La tortuga se mueve en ese Otro espacio que llamamos, siempre provisionalmente, el espacio del Goce del Otro (o de la Otra), más allá o más acá del falo como significante que lo simboliza.
Pero hay más, hay algo más, algo más todavía, encore. No solo Aquiles no puede alcanzar a la tortuga con la lógica métrica del falo, no solo la pierde en una ausencia tan irreparable como irreductible —solo la alcanza en la infinitud, dice Lacan—. Pero esa constatación no deja de ser tributaria de la propia lógica fálica: o presencia o ausencia.
El verdadero problema, como indica Lacan, es que la tortuga es tortuga para ella misma, es que ella también se ve sometida a la misma paradoja que el hombre Aquiles al intentar atraparla. El verdadero problema —mejor dicho, el problema real— es que la mujer, en el terreno de lo femenino, es Otra para sí misma como lo es para él.
Hay que imaginar entonces a la tortuga siendo tortuga para ella misma (¡qué suprema lentitud y qué arte de lo instantáneo a la vez!). Y hay que intentar imaginarlo —en realidad es imposible— en cada sujeto. Porque esa tortuga, Otra para sí misma, es la que habita en cada uno, en cada sujeto de la experiencia analítica, ya corra como Aquiles o no, ya se sepa tortuga o no para sí misma. En realidad, uno siempre es tortuga para sí mismo cuando se trata de lo real del goce, más allá o más acá del goce ordenado por el falo.
Entonces, el espacio de lo femenino se produce, ex-siste, entre centro y ausencia, entre el centro simbolizado por el falo, por el goce simbolizado por el falo, y la ausencia más radical, la que se produce especialmente en la soledad del goce femenino, cuando el sujeto queda confrontado a su propia ausencia, la ausencia que resulta de ser tortuga para sí misma, en una soledad, si se me permite decirlo así, elevada a la segunda potencia. En realidad, es una ausencia para nadie, porque es para otra ausencia que es ausencia, porque es una ausencia para alguien que ya no está ahí tampoco. Esta ausencia elevada a la segunda potencia es también un modo de entender la relación sexual que no existe, que no puede escribirse en lo real.
A veces puede parecer o resultar un poco trágico, y tenemos múltiples ejemplos en la experiencia analítica de la dimensión trágica de este espacio del goce «entre» centro y ausencia. Antígona, sin ir más lejos, y su experiencia en el espacio definido por Lacan como el espacio entre dos muertes.
Pero como dice muy bien Woody Allen, «comedy is tragedy plus time», la comedia no es más que tragedia añadiendo un poco de tiempo (más o menos, solo hay que saber esperar un poco).
Entonces esta versión trágica de la no relación sexual se parece un poco a aquella inolvidable escena de los hermanos Marx en la que los dos hermanos espías, Chico y Harpo, deben seguir el rastro de un tal Firefly. Se ponen a trabajar enseguida y al final le pasan un informe al jefe, que dice así: «El lunes vigilamos la casa de Firefly, pero él no salió, no estaba en casa. El martes fuimos al béisbol pero nos engañó: no se presentó. El miércoles fue y nosotros le engañamos a él: no nos presentamos». El malentendido es fabuloso, pero el día más interesante, el más cómico también, es el jueves. «El jueves fue por partida doble: nadie se presentó», ni ellos ni Firefly. Ese día es precisamente el día del Goce del Otro, el día en el que finalmente la relación sexual podría existir, pero es precisamente el día en el que cada uno está ausente para sí mismo, en el que cada uno es tortuga para su propio ser de tortuga. Es el día del Goce del Otro... si existiera, porque ese día, como ustedes pueden comprender ahora muy bien, puede ser cualquier día, a condición de que ese día nadie se presente, por supuesto. La relación sexual que no existe, la que no puede escribirse en lo real, es de este orden, al estilo hermanos Marx.
En las relaciones sexuales que sí existen, en realidad cada uno se presenta a la cita con su fantasma, cada uno hace el amor con el marco y la escena de su fantasma, un fantasma que viene al lugar del Otro, del goce del Otro... si existiera. Y esta relación sexual que no existe, que no puede escribirse en lo real, pero que a la vez hay que intentar escribir en cada acto que se pretenda acto verdadero, esta relación no existe gracias a (más que por culpa de) lo femenino, de lo femenino que habita ese extraño lugar de la elipse entre centro y ausencia. Es lo femenino, más allá o más acá del goce fálico, lo que introduce la no relación sexual, la relación que no puede escribirse, «entre centro y ausencia».
Digamos entonces que lo femenino como alteridad irreductible a la lógica significante de los géneros y de las identidades sexuales reordena cada vez de nuevo todo su campo marcando el paso, siempre a contrapié, en su baile de máscaras.
Esas identidades se multiplican en una serie que tiende al infinito. Facebook, en su edición argentina, propone hoy 54 opciones para definir el género «personalizado» para un sujeto que ya tenía cierto trabajo con las dos clásicas (masculino/femenino): «Trans», «torta», «trans femenino», «trans masculino», «transgénero», «transexual», «transgénero femenina», «transgénero masculino», «trava», «travesti» son diez de las opciones a las que se accede cliqueando solo la letra T. Sorprende que en la profusión de géneros, siempre «más uno», la diferencia masculino/femenino subsista como irreductible. Parece que la cosa no puede dejar de ser cosa de «ellos y ellas»: «C’est bien d’eux qu’il s’agit dans le langage?», insistía en preguntar Lacan marcando el equívoco de la palabra «d’eux/deux»: «¿Se trata siempre de ello(a)s/dos en el lenguaje?».2 En otros lugares, tal vez siempre un poco más pragmáticos, las opciones se agrupan en tres, en lo que parece casi una nueva tópica freudiana: Él, Ella y Ello. Him, Her and It. Pero todo el mundo sabe que el relativo éxito de la película Her hubiera disminuido notablemente si se hubiera titulado Him o It.
Se trata en todo caso de intentar escapar de la diferencia de la alteridad del sexo, del goce femenino como tal, multiplicando esa diferencia al infinito. En realidad, es un intento de rellenar esa diferencia que se abre entre el 0 y el 1, ese real imposible de simbolizar que sella para siempre los encuentros y desencuentros de Aquiles y la tortuga, y de la tortuga consigo misma, la diferencia de «ellos dos», los genericemos como queramos.
Una vez llegados a este punto, podemos entender muy bien la línea que atraviesa la enseñanza de Lacan de cabo a rabo y que distingue la elección de objeto, las identificaciones que determinan también su género, de la posición de goce del sujeto, y de lo femenino que anida en cada posición como esa porción de goce que escapa al goce fálico y a su métrica, a su lógica binaria. Señalemos solo dos momentos de esa enseñanza para ver las consecuencias fundamentales de esta línea para el tema de nuestras jornadas.
Primer momento. Seminario I, junio de 1954. Estamos en el inicio de la enseñanza de Lacan cuando comenta las condiciones de la elección de objeto a propósito de la perversión. Y evoca el caso de Marcel Proust en los siguientes términos: «Recuerden ustedes el prodigioso análisis de la homosexualidad que desarrolla Proust en el mito de Albertina [personaje central de la novela En busca del tiempo perdido]. Poco importa que este personaje sea femenino, la estructura de la relación es eminentemente homosexual. La exigencia de este estilo de deseo solo puede satisfacerse en una captura inagotable del deseo del otro...».3
La naturaleza y estructura de la elección de objeto no viene entonces definida por el «género» de ese objeto. En realidad, veremos que para Lacan el objeto, en su estructura más íntima y fundamental, es siempre el objeto a-sexual. No son los caracteres secundarios del objeto, como se suele decir, los que definen la estructura de la relación, la posición de goce del sujeto, sino lo que Lacan llama aquí, de un modo tan sutil como evocador, «la exigencia del estilo de deseo». Y, en efecto, hay que recorrer el texto de En busca del tiempo perdido para situar ese rasgo de estilo del deseo y del goce de Marcel Proust que define las condiciones de su elección. Se puede comprender entonces que es posible para un hombre elegir una relación homosexual con alguien del género opuesto.
De hecho, parte del problema puede entenderse si diferenciamos dos modos gramaticales de la clásica expresión: «elección de objeto». Existe la «elección homosexual de objeto», o bien la «elección heterosexual de objeto», pero tanto la una como la otra pueden ser distintas estructuralmente de lo que entendemos por una «elección de objeto homosexual» o una «elección de objeto heterosexual». ¿Dónde recae el rasgo del adjetivo calificativo? Lo que define la posición del sujeto no es la naturaleza del objeto, sus caracteres de género, sino la posición de goce que el sujeto sostiene con respecto a este objeto.
No estará de más recordar aquí, intercalada entre los dos momentos en la enseñanza de Lacan, una sutil observación de Freud, ya en su obra Tres ensayos sobre teoría sexual, de 1905, en una nota a pie de página, añadida cinco años después, a propósito de las condiciones de amor en la posición del sujeto como respuesta a la pulsión. Escribe allí: «La diferencia más honda entre la vida sexual de los antiguos y la nuestra reside, acaso, en el hecho de que ellos ponían el acento en la pulsión misma, mientras que nosotros lo ponemos sobre su objeto. Ellos celebraban la pulsión y estaban dispuestos a ennoblecer con ella incluso a un objeto inferior, mientras que nosotros menospreciamos el quehacer pulsional mismo y lo disculpamos solo por las excelencias del objeto».4
Cada vez es más cierta esta condición de la vida erótica y de las elecciones de sexo bajo sus distintas formas: cantamos las excelencias del objeto intentando pintarlo con todos los colores posibles del arcoíris, inventando todo género de imágenes y rasgos para situar la alteridad radical del goce, sin conseguir apenas un pequeño paso de Aquiles sobre la tortuga. Y es que el color sexual de la libido, tan formalmente mantenido por Freud en la «celebración de la pulsión» que ennoblece cualquier objeto, ese color es, como indicará Lacan en otra sutil expresión, «color-de-vacío: suspendido en la luz de una hiancia».5 Resigamos por los rasgos de ese color de vacío en cada objeto: encontraremos los rasgos mismos de ese Goce del Otro, más allá o más acá del Goce Fálico, de ese Goce del Otro... si existiera.
Segundo momento en la enseñanza de Lacan. Dieciocho años después, en su complejo texto de 1972 L’étourdit, traducido como «El atolondradicho»: «Lo que se llama el sexo [...] es propiamente, por sostenerse en notoda, el Eteros que no puede saciarse de universo. Llamemos heterosexual, por definición, a lo que ama a las mujeres, cualquiera que sea su propio sexo. Así será más claro».6
El sexo de la elección, digamos incluso el sexo como causa de la elección, es según esta fórmula siempre heterosexual en la medida que ama esa alteridad encarnada por las mujeres, aún sin saberlo —y sobre todo sin saberlo—, en lo femenino más allá del falo, más allá del «paratodos» de la lógica fálica. La traducción mantiene muy bien el sujeto de la elección: «llamemos heterosexual a lo que ama» (ce qui aime les femmes) y no «a quien ama» (celui ou celle qui aime). Es la Cosa neutra, el objeto a-sexual el que está como causa de la elección del sexo, más allá de la naturaleza o género del objeto. Por supuesto, después se trata de saber cómo localiza o no esa posición el significante fálico en el Otro, en el partenaire de esa elección. Y decimos bien, el partenaire es partenaire de la elección de sexo del sujeto, es su «partenaire sinthome», como decimos a veces siguiendo la última enseñanza de Lacan. Lo que quiere decir que se hace síntoma de esa elección.
Así, podemos muy bien concluir con el rasgo de la elección señalada por este párrafo de Lacan y que ha dado título a mi intervención para abrir el trabajo de estas jornadas. Una elección de amor es, por definición, una heteroelección, más allá de la naturaleza del objeto, más allá incluso de su carácter siempre algo narcisista, más allá del ideal de fusión narcisista con el objeto, elección de objeto narcisista que es siempre una suerte de homoelección. Una elección de amor lacaniana, si me permiten la expresión, es entonces una heteroelección en la medida en que apunta a lo femenino que hay en cada ser que habla, en ese cuerpo hablante que nos convoca ya para el Congreso de la AMP en Río de Janeiro para el año 2016.