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CIENCIA, DERECHO Y DIFERENCIA SEXUAL

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por

ANTONI VICENS

Cuando de un recién nacido no se puede decidir a simple vista si es un niño o una niña, se activan, junto a los prejuicios identitarios, una serie de resortes médicos y tecnológicos dirigidos a zanjar la duda. Ahí aparecen dificultades de todo tipo que exigen tratar cada caso como algo singular. Al mismo tiempo, y asociado a lo anterior, está el problema de la inscripción legal del bebé, que suele exigir una decisión inmediata en la atribución del género.

Todo esto no se produce sin apremio para los profesionales ni sin angustia para los progenitores. No siempre es fácil hacer un diagnóstico y tampoco la aceptación por parte de los adultos llega de una manera inmediata. Y surgen aún nuevas dificultades. Por ejemplo, la urgencia de ciertas intervenciones, que serán irreversibles, impide esperar, no ya a que llegue la mayoría de edad del sujeto, sino siquiera a que tenga uso de razón.

Más adelante puede surgir otro problema, cuando el sujeto, en pleno uso de razón, decide cambiar su inscripción sexual. Una vez más, se trata de un problema médico y jurídico. En ambos casos hay que tener confianza, ora en la ciencia, ora en el derecho civil, para resolver la cuestión.

Pero ¿quién tiene capacidad de decidir? ¿Dónde está la certeza? ¿Cuál es la garantía del resultado de un cambio de sexo? Todos los esfuerzos dedicados a elaborar categorías, definiciones, criterios y protocolos para diagnosticar las ambigüedades, así como el auge en la investigación y desarrollo de nuevas tecnologías biomédicas para corregir ese «no saber», revelan la inquietud que provoca dentro de nuestro orden sociocultural la ambigüedad y lo inclasificable de nuestra relación con el sexo.

En algunos casos, diagnosticados como «dimorfismo sexual», resulta obligado disponerse a actuar sobre el cuerpo y a reconstruirlo según un orden que ya no puede ser considerado del todo natural —si es que el orden natural existió alguna vez—. Los expertos a los que se apela para resolver la cuestión utilizan un amplio despliegue de intervenciones tecnológicas en busca del sexo «verdadero» que estaría detrás de la ambigüedad. Cuando interviene la decisión del sujeto respecto de su cuerpo, los juristas resuelven la cuestión proponiendo al legislador posibilidades de inscripción nueva. Pero ahí intervienen diferencias de civilización. En los países con regímenes más liberales se puede sostener el derecho a elegir cualquier tipo de goce del propio cuerpo; en el otro extremo, en los regímenes tiránicos, se aplican castigos corporales, se obliga a mutilaciones o incluso se castiga con la pena de muerte a quienes se desvían de la norma. Por supuesto, nos ponemos del lado del primer caso; pero queda aún por saber cómo es subjetivada esta libertad. Nuestra experiencia nos demuestra que la ciencia y la técnica no tienen respuesta para esta cuestión; y que la libertad de mercado no puede aparecer ahí como un señuelo organizador de la diferencia de los sexos.

La genética, la anatomía, la endocrinología son ramas de la ciencia a las cuales se apela generalmente, pero que no siempre pueden dar una respuesta definitiva. Los espectaculares progresos de la cirugía nos llevan a veces a creer en una omnipotencia creadora casi divina. Por su parte, la legislación, en su modo actual de confundir la fuerza de la ley con el universo de las normas, alimenta la creencia en un campo de posibilidades casi infinitas de reacomodación de lo real.

Y, sobre todo, queda siempre sin resolver, porque no lo está para nadie, la relación entre la sexualidad y el amor. En este, la cuestión no está en el cuerpo anatómico ni en el registro legal, sino en una relación con el Otro en la que todo está por escribir.

A la hora de inscribir la diferencia sexual, parece imponerse una base natural a la vez que un fundamento jurídico que definirían la posición de hombre o la de mujer. El cuerpo, con toda su complejidad, es portador de signos y de particularidades anatómicas que lo hacen expresión, con mayor o menor claridad, de una determinación sexual. El código civil arrastra el peso de los fantasmas que han querido leer en él una justificación, y muestra siempre estar por detrás de una liberalización que no acaba de encontrar el discurso que la haga hegemónica.

Quizás el psicoanálisis pueda aclarar alguna cosa en esta complicación; la enseñanza de Lacan nos dejó la magnífica constatación de que, para los seres hablantes que somos, la cosa sexual no tiene formulación natural, que la diferencia entre los sexos no guarda ninguna proporción, que entre el hombre y la mujer no hay trato sexual. Más aún, el intento de imponer cualquier tipo de normalidad es una manifestación de partidismo masculinizante, según el juego de palabras que Lacan acuñó, y que dice bien la cosa de la que se trata: la normalidad es norme-mâle, norma macho; lo que significa que excluye las posibilidades variadas de reinvención de la sexualidad femenina.

Y si ni el cuerpo biológico ni el código jurídico pueden registrar una razón última de la diferencia sexual, se impone la necesidad de tomar los casos uno por uno, sin juicios previos de existencia ni de atribución. Ser hombre o ser mujer proviene de una decisión más que íntima, inconsciente, insondable (para seguir términos propuestos por Lacan), que encuentra siempre obstáculos para desarrollarse en un espacio simbólico e institucional bien regulado. La queja sobre las discordancias del primero puede tomar la forma de síntomas que demandan una interpretación. Las instituciones, por su razón misma de ser, siempre quedan más acá o más allá de la demanda del sujeto que espera encontrar en ellas algún reconocimiento.

El psicoanálisis reconoce que el primer obstáculo proviene de la naturaleza. Nacer con atributos viriles o femeninos es una determinación sobre la cual, o contra la cual, el sujeto debe ejercer su libertad; pero la naturaleza no es siempre tan sabia como suponemos, y puede dejar en cierta vaguedad la realidad anatómica u hormonal que determinaría la atribución del sexo. Por su parte, y en el mejor de los casos, el legislador intenta recoger ese espacio de libertad que, de manera más o menos militante, más o menos traumatizada, uno por uno realizamos en nuestra vida sexual.

De manera sumaria, podemos introducir algunas de las determinaciones que, en el tema que nos ocupa, debe tener en cuenta cada sujeto. A pesar de los intentos de recuperar las formas reaccionarias del machismo, tanto la que impone una dominación sobre el llamado sexo débil como la que propugna de manera paternalista una falsa simetría, las decisiones de los sujetos de nuestra época evidencian más y más las variaciones que pueden realizar en la sexualidad y en temas conexos, como la constitución de la familia, la procreación de nuevos seres, o el otorgamiento de un apellido a estos.

La primera determinación debería venir del aspecto exterior del recién nacido, como respuesta a la pregunta que se formula inevitablemente: ¿es niño o niña? Si ahí surge una duda, la situación es embarazosa para todos los que están presentes en el parto. En este sentido, las gónadas pueden estar más o menos desarrolladas, y aparecer como testículos (visibles) u ovarios (que no se ven a simple vista); algunas variaciones serán modificables quirúrgicamente, pero otras más difícilmente; en ambos casos se inscribirán como obstáculos para una identificación que se quiera presentar como natural. Más secreta aún es la presencia de la matriz; el descubrimiento de su eventual ausencia puede quedar aplazado hasta la pubertad, cuando la ausencia del período lleva a un examen médico más preciso. Una peculiar variedad en la disforia de género es el llamado síndrome de Morris, que consiste básicamente en tener un cariotipo masculino, pero caracteres sexuales externos femeninos. También existen variaciones hormonales en la distribución de los estrógenos y de los andrógenos (como la testosterona); en estos casos, la intervención médica puede comportar una medicación de por vida de esos sujetos. Todas estas variaciones, que no son sumamente excepcionales, exigen una intervención médica, tanto en lo que se refiere al momento del nacimiento como posteriormente. A menudo la intervención debe hacerse cuando el sujeto es bebé, o menor de edad; se plantea entonces el problema legal del consentimiento. Y, en cualquier caso, el legislador exige una inscripción en la certificación del nacimiento —varón o mujer—, que va a pesar en la identidad del sujeto como un acto que difícilmente será rectificado si llega el caso.

Habría que suponer que la sociedad liberal ha aflojado la presión sobre la distinción radical hombre/mujer, en la cual todos los marcadores coincidirían; pero lo cierto es que se mantiene una urgencia sobre la identificación. Lo que proponemos es prestar atención, más que a la identidad, a la elección de género que cada sujeto, sea cual sea su realidad fisiológica, ha efectuado. Esta elección es de orden inconsciente, y corresponde a formas de goce cuya inscripción el psicoanálisis puede descifrar e interpretar. A esa elección, que es la de cada cual, uno por uno, pueden añadirse las complicaciones que hemos mencionado más arriba. Pensemos, por ejemplo, en cómo vive su sexualidad una mujer que no puede concebir un hijo; no es imposible, naturalmente, pero algo de su cuerpo se inscribe de manera particular en ella y en su partenaire, a partir de la forma de don de amor que es la concepción misma. Vemos también los estragos que comporta fiar toda la situación a un problema identitario; la segregación, la marginación, incluso la condena, pueden llegar a hacerse insoportables. En los casos en los que la cirugía se hace imprescindible, y a pesar de sus progresos, hay que subjetivar el rastro que deja. Cuando la elección sobre el cuerpo de un niño, incluso un bebé, está en manos de los médicos o de los padres, y sobre todo para estos últimos, se pueden encontrar ante la urgencia inesperada de una decisión que no estaba en el programa y para la que estaban más o menos preparados. Luego, en la escuela, en los juegos, en los deportes, en el uso del retrete, puede hacerse presente una mirada, cuando menos, de incomprensión. Si durante la adolescencia hay que intervenir quirúrgicamente, la decisión, que es de mucho peso, recae sobre un sujeto que está en ese momento envuelto en los problemas de la identificación de género.

El psicoanálisis no es una doctrina fabricada para siempre de una sola pieza. A los psicoanalistas nos interesa lo que las personas que han tenido que luchar con un cuerpo y con una sociedad para defender una identidad sexual —o sea, que no han tomado la imagen de su cuerpo en su valor facial— nos enseñan sobre la capacidad de invención de la que es capaz el ser humano, a través de los actos y de la palabra. Estas personas pueden hablar de su travesía del desierto con mucha propiedad. También podemos atender a las expresiones de quienes han sufrido heridas en la lucha por el reconocimiento de su identidad. De otro lado, atendemos también a las obras, o actuaciones, de los artistas contemporáneos. Algunos de ellos se dedican de manera esforzada a explorar el campo de las transformaciones corporales, en las que suele hacerse presente, a veces de manera dramática, la discordancia, que se acerca a lo imposible, entre el cuerpo y el sexo.

Para el psicoanálisis, la escucha de las demandas, de las quejas, o incluso de la angustia que se presenta como respuesta muda a estas situaciones, son los pasos que hay que dar. En primer lugar, se hace presente el discurso del Otro. Aquí está formado por todo lo que se presenta como orden simbólico para cualquier sujeto, además de las peculiaridades que hemos mencionado más arriba. En el campo del Otro, donde el sujeto decide y encuentra su deseo, es decir, aquello que lo hace vivo y defensor de su existencia, la ciencia y el derecho nos enseñan a reconocer las singularidades como nuevas inscripciones posibles, y no solo como maldiciones.

Frente a ese Otro siempre renovado, el sujeto encuentra las vías de su deseo: las formas en las que se hace deseable para otro y en las que el deseo del Otro no le resulta enemigo. Nuestro tiempo presenta formas nuevas con las que un sujeto puede hacerse atractivo para otro; más que nunca, nada es natural ahí, sino obra de la decisión más íntima que podemos reconocer. Y es a través de la exploración por la palabra de ese Otro como se encuentra el límite donde la determinación puede pasar de ser tomada como una condena a ser leída como expresión radical de la libertad del sujeto. Es ahí donde la diferencia de sexo o las modalidades del género entran a formar parte de la responsabilidad de un sujeto que se conducirá según su identidad y conforme a los modos de goce que haya elegido, sin que haga falta apelar a un derecho a gozar, siempre equívoco cuando se trata del sexo.

Elecciones del sexo

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