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LA HOMOPARENTALIDAD: ENTRE LA NORMA Y LA INVENCIÓN
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IVÁN RUIZ ACERO
En las calles de Nottingham, una ciudad del middle del Reino Unido, podía verse recientemente una campaña publicitaria, lanzada por su ayuntamiento, con el fin de incentivar la adopción. Algunos de los paneles visibles en la ciudad presentaban a un niño junto a sus padres, dos hombres, de quienes se citaba la siguiente frase: «We wanted to make a positive difference». ¿Qué encontramos hoy en la llamada homoparentalidad? Pues bien, encontramos la diferencia, esto es lo «hetero». El discurso psicoanalítico que sostenemos desde las implicaciones de la última enseñanza de Jacques Lacan nos permite plantear que cualquier forma de familia se constituye como la «función residual» de una diferencia, la diferencia irreductible que Lacan situó entre los sexos. Su conocida frase «Il n’y a de rapport sexual» («No hay proporción entre los sexos») es, entonces, perfectamente aplicable hoy a las sexualidades, ya sean homo o hetero.
Lacan no tenía ninguna ilusión acerca de la familia. «No somos de aquellos que se afligen con un pretendido relajamiento de los lazos familiares»,21 decía en su texto sobre los complejos familiares, que apareció publicado en la Enciclopedie française, en 1938. Allí se refería ya a la «teoría de la familia» elaborada por Freud a partir de la disimetría que se encontraba en «la situación de ambos sexos en relación con el Edipo».22 En efecto, el Edipo freudiano contenía las vías de identificación de un sujeto con el ideal de su propio sexo, la constitución subjetiva con relación a una ley de la que el sujeto solo puede estar en falta, y la elección del objeto sexual con el que orientarse en la vida adulta. Si el psicoanálisis ha sido convocado en ocasiones a defender el Edipo fijado a lo «natural» es porque la sentencia de Napoléon, «la anatomía es destino», fue para Freud un punto de partida. Pero a la vez, fue él mismo quien abrió la vía de la pluralización de la elección de objeto sexual. En sus Tres ensayos sobre teoría sexual, la pulsión y el objeto sexuales no son presentados ya en estricta correspondencia, hecho que sitúa a la supuesta norma sexual en una elección como cualquier otra. Esta no correspondencia entre la pulsión sexual y el objeto sexual, o, lo que es lo mismo, entre las modalidades de goce y la elección de objeto, hace que toda elección sexual sea en sí misma una desviación con respecto al objeto sexual que le convendría.
Pero el Edipo, dirá Lacan más tarde, fue un sueño de Freud. Y eso le permitió ir más allá del Edipo y de su falocentrismo. No hay nada natural, de hecho, para hacer lazo entre un padre, una madre y un niño. Tampoco para hacer lazo entre dos padres o dos madres y un niño o una niña. El lazo que se produce entre un niño y aquellos que ejercen la función paterna o materna no tiene justamente nada de natural porque está profundamente afectado por el lenguaje. En su texto «Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis», Lacan escribe que el Edipo marca «lo que el sujeto puede reconocer de su participación inconsciente en el movimiento de las estructuras complejas de la alianza».23 Es el lenguaje el que permite a un sujeto preguntarse «de dónde vienen los niños», «de dónde vengo yo». Y este enigma que Freud mostró es lo que funda la deuda simbólica que todo sujeto contrae con sus padres. No por el hecho de haberle «dado la vida» sino porque en su función de padres le han transmitido esta falta, la de no poder responder, si no es por medio de la palabra, de la aparición de un ser hablante en lo real.
¿Qué queda entonces del Edipo si los agentes del complejo no deben corresponder necesariamente al hombre y a la mujer? En el volumen El matrimonio y los psicoanalistas, Daniel Roy dice precisamente: «La función paterna indica solo una cosa: ¡La necesidad de la castración! Ya es mucho porque se trata de encarnar una autoridad que no tiene garantía, salvo en la palabra. La función materna indica la necesidad de transmitir la marca de un interés particularizado, es decir, la presencia de un deseo. ¿Entonces, estamos en la casilla de inicio (un papá + una mamá)? Para nada: cada ser hablante puede hacerse el soporte de estas dos funciones, está abierto. La única certeza es que lo hará a su costo. Por este hecho, no es para nada seguro que aquellos nombrados “los padres” hagan la tarea: en ese caso el niño se las arreglará de otra manera».24
Nos encontramos hoy ante nuevas formas jurídicas de la paternidad: familias adoptivas, de acogida, monoparentales, familias mixtas (término acuñado por Irène Théry), homoparentales, etc. Entre todas ellas, las familias homoparentales han sido el centro de un debate encendido. Uno de los más recientes, en Francia, en el que se acuñó la expresión «Mariage pour tous» y con el que un sector amplio de los movimientos gais y lésbicos franceses reclamaban una ley que superase el llamado «Pacto civil de solidaridad» y permitiera finalmente a dos personas del mismo sexo casarse y ser padres. Muchos, también los psicoanalistas, seguimos de cerca este debate, pues algunos colectivos contrarios a la regularización del matrimonio homosexual pretendieron hacer uso del discurso psicoanalítico para defender una supuesta naturalidad a la unión de un hombre y una mujer, y a los perjuicios que tendría sobre los niños no ser educados en una familia que no surgiera de esta unión. Jacques-Alain Miller encabezó la presencia de los psicoanalistas lacanianos en este debate para mostrar justamente cómo la familia es para cada uno la resultante de una invención que contradice la norma, una invención que se sirve de la norma para ir más allá de ella. ¿O es que la presencia de un niño que convierte en unidad familiar a la pareja entre un hombre y una mujer permite a ese niño hablar de su familia como de una familia «normal»? No es precisamente lo que escuchamos de los niños, que lejos de hablar de la normalidad de la unión entre sus padres, de lo que hablan es de lo que no funciona en ellos, del síntoma que ellos, los niños, son para sus padres, y de lo normal, que creen, que sí existe en las familias de sus compañeros de colegio, por ejemplo.
¿Qué despierta, entonces, el rechazo a los modelos de familia entre personas del mismo sexo? La etnóloga francesa Anne Cadoret se refiere así a lo que centra el debate en torno a la homoparentalidad: «Cuando las parejas homosexuales reivindican el reconocimiento de una posición parental para cada uno de los dos miembros de la pareja, no exigen únicamente el reconocimiento de una función de parentalidad (“somos padres tan buenos como los demás”), sino la proclamación de su posición de parentesco y de su acuerdo de pareja, que ya no pasa por la complementariedad sexual, espejo de la complementariedad del engendramiento. No niegan la diferencia de sexo, no niegan la existencia diferenciada de lo masculino y lo femenino, pero rechazan considerarla como el único fundamento del deseo, de la sexualidad, de la familia... de la alianza y de la filiación».25
Sin duda, la movilización sostenida por las comunidades gais y lésbicas ha hecho posible reconocer nuevas expresiones del deseo de ser padre o madre. Ellas han forzado lo que Lacan denominaba «el imaginario callejón sin salida de la polarización sexual» promoviendo en algunos países, como el nuestro, cambios legislativos de peso, haciendo aparecer, como dice Lacan, en esa polarización heterosexualidad/homosexualidad «las formas de una cultura, los hábitos y las artes, la lucha y el pensamiento».26 Pero sabemos también que toda comunidad humana se conforma como un límite al goce. Lo autoriza, busca su reconocimiento en el otro de la ley, pero a la vez lo limita. Es lo que encontramos en las comunidades que reclaman una justicia distributiva del goce que le convendría a cada uno. Si la salida a la norma que pretende regularizar la relación entre los sexos es la profusión de una nueva norma, lo que vamos a encontrar entonces es el borramiento de la diferencia, de lo «hetero» que el sujeto encuentra en el goce del Otro. Y eso hará de nuevo existir lo que Lacan, irónicamente, declinaba como lo normâle (norme mâle), la «norma macho». El debate sobre la regulación legal para todos de las uniones entre los sexos corre el riesgo de solaparse, de nuevo, con lo que cada sujeto puede inventar como su modo de tratar la alteridad radical del goce del cuerpo del Otro.
El caso de Javier ilustra bien de qué modo un niño puede hacer de agente real de la desunión que insiste irremediablemente en la relación entre los sexos, del goce autista que se resiste a la unión, también entre personas del mismo sexo. Javier fue adoptado al año de vida, después de un proceso rápido de adopción nacional, del que los padres, dos hombres, no saben bien las razones. La mayor dificultad para Javier, que ahora tiene seis años, es lo que hoy llaman algunos su trastorno de conducta. Pega en la escuela a los otros niños, se burla de los profesores, los insulta, no obedece a los «límites» —dicen sus padres—, llevando al adulto a una situación sin salida en momentos de suma angustia. Javier ha crecido desde el año de vida con su «papá» y su «papito», así llama él a sus padres. Con su papito, Javier tiene una relación muy intensa. Es con él con quien pasa las tardes después del colegio, de quien obtiene más afecto y con quien las cosas «van bien», hasta que llega su padre, después, para cenar los tres. Sin entrar en el relato detallado del caso, me referiré a una escena que condensa algunas de las cuestiones que he mencionado. Para Javier, entonces, las cosas se complican cuando aparece un tercero que perturba la pareja que hacen él y su «papito». Nada de lo que su «padre» dice sirve de regulador en la relación privilegiada que Javier tiene con su «papito», y el modo como termina la cena es habitualmente con una discusión entre sus padres.
Para Javier, hay una clara disimetría entre su padre y su papito, hecho que le permite elegir mayoritariamente a uno de los dos, aunque a costa de dejar al otro fuera. Es este un rechazo de él al ideal educativo con el que estos padres decidieron adoptar: «Ofrecerle el afecto de una familia en la que, como padres, fuéramos a la una». «Ir a la una» forma parte hoy, de hecho, del ideal de algunas parejas, no solamente homoparentales, eludiendo que el lugar que el hijo ocupa en su subjetividad es, efectivamente, uno, pero uno que no hace dos, o que no lo hace para los dos. Para el «papito» de Javier, la historia del sufrimiento de su hijo antes de la adopción hace que no pueda ejercer desde su función el límite que regule la exclusividad entre él y su hijo. ¿Qué puede entonces servir de regulador del goce del niño que incida mínimamente su cuerpo, si no es la palabra del padre con relación a una ley, la ley que hace función de tercero, por ejemplo, lo que su pareja pueda decir? En eso estamos en el trabajo con Javier, a quien, por cierto, le interesa venir a las sesiones a dibujar niños y niñas, y a explicarme todo aquello que los hace diferentes.
El libro de José Ignacio Pichardo, Entender la diversidad familiar. Relaciones homosexuales y nuevos modelos de familia27 es el resultado de una tesis doctoral para la que entrevistó a un número importante de personas que se prestaron a contar, entre otras cosas, su posición con relación al deseo o no de ser padres o madres. Es interesante destacar de sus historias el modo como las identificaciones, no ya en torno a las figuras de padre o madre, sino a la propia orientación sexual de cada uno, se mueven entre la pertenencia militante a un movimiento de defensa de los derechos de un colectivo hasta el rechazo a cualquier término que los identifique con un tipo de práctica sexual y constriña su libertad individual. Es posible pensar que exista una relación determinada en cada uno de estos sujetos entre el tipo de identificación al o a los significantes que determinen sus prácticas sexuales y el tipo de familia que algunos de ellos han creado o han proyectado para un futuro. Incluso, y es algo que me llamó la atención leyendo las presentaciones que de estos sujetos hace José Ignacio Pichardo, que no hay, apenas, menciones al tipo de familia del que cada uno es producto, por aceptación o por oposición a él. Del trabajo de campo que realizó, ¿se podrían establecer relaciones entre las normas familiares de las que cada sujeto es producto y la invención que algunos de ellos hicieron en la configuración de su modelo nuevo de familia?
Hay además un aspecto también interesante que recorre este libro, novedoso, por cierto, en la literatura existente en castellano hasta el momento. Se trata del término «elección» y que José Ignacio aplica en concreto a las familias: «Una de las características específicas de las familias de gais y lesbianas, si no “la” característica específica de las mismas, es la elección».28 Es cierto que es un término tomado del volumen de la antropóloga Weston Las familias que elegimos,29 pero se puede extraer de la lectura de su libro que cuando la norma «familiarista» se tambalea, cuando se confirma «el declive de la imago paterna», otras formas surgen. Deben ser entonces inventadas y escogidas en el uno por uno.
La cuestión que se plantea, entonces, ante estos nuevos modelos de familia es lo que Maurice Godelier se pregunta en su libro Métamorphoses de la parenté: «Ahí está, que ahora los hombres se proponen crear el parentesco intercambiándose hombres entre ellos. ¿Qué sucederá si las mujeres se ponen a hacer otro tanto intercambiándose mujeres entre ellas? ¿Cómo el niño construirá su identidad con dos padres y ninguna madre, o con dos madres pero sin padre? ¿Y de dónde nacerá el niño, por otra parte, ya que las relaciones entre dos hombres o dos mujeres son estériles? Reivindicándose ser reconocido como un derecho —continúa—, el parentesco homosexual es visto por muchos como una práctica subversiva, incluso terrorista, que ataca los fundamentos mismos de la sociedad y de las ciencias sociales».30 El libro de Godelier, que es una referencia fundamental para la antropología social, es hoy revisado gracias a los cambios sociales que se han producido en los casi veinte años que han pasado desde su publicación.
Podemos sostener, en efecto, que la homoparentidad como tal no existe, que en cualquier forma de familia, el parentesco simboliza la diferencia entre las funciones que cada sujeto ejerce con relación al niño o la niña. Aquellos que temen la desaparición de la castración, es decir, lo radicalmente Otro, en el caso de matrimonios del mismo sexo es porque imaginarizan esta función. Pero la castración es inherente al lenguaje y eso da la disimetría entre los sexos, aunque sean el mismo. Así, la ley del hombre es la ley del lenguaje antes de ser la ley del derecho. Y es en el relato de cada sujeto, que inventa su propia familia, en el que podremos escuchar lo que queda fuera de toda norma, esto es: de qué modo el niño que fue uno se hizo síntoma de la pareja parental, dónde ubica el deseo particularizado y no anónimo, o quién operó el elemento que permitió no quedarse en la relación exclusiva entre el padre o la madre y el niño. En definitiva, de qué modo su familia se hizo soporte del nudo entre el deseo, el amor y el goce.