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¿QUÉ ELECCIÓN? UN CASO DE TRANSEXUALISMO FEMENINO

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ANDRÉS BORDERÍAS

El 25 de septiembre de 2014 el diario El País publicaba una noticia relativa al interés de la fiscalía del menor de Madrid por establecer un protocolo de atención a los menores transexuales, encaminado a facilitar su tratamiento hormonal en la sanidad pública. Este tratamiento hormonal, que ya se aplica en otras comunidades, detiene el desarrollo de los rasgos secundarios del menor a la espera de que tenga edad legal para decidir sobre su identidad. «¿Cómo saber si tu hijo o tu hija, que apenas empieza a vivir, es realmente transexual?», apunta el artículo. Por otro lado, se planteaba el derecho de un adolescente a decidir respecto de su identidad sexual civil a partir de su «sentimiento de identidad», así como la existencia de protocolos de valoración psiquiátrica sobre este punto. La noticia transmite la preocupación actual para orientarse respecto a las razones que inciden en la identidad sexual y el lugar que le corresponde a la libertad de elección del sujeto. Pero ¿de qué elección hablamos, cuál es su estatuto cuando introducimos la dimensión del inconsciente?

El debate entre determinismo y libertad es antiguo, conoció momentos especialmente agudos, si recordamos lo que implicó la disputa sobre el libre albedrío. Ese debate se plantea en la época actual bajo otros parámetros. El determinismo social y cultural, junto con el determinismo biologicista, generan nuevas paradojas en la época de la extensión y confusión entre derechos civiles y derechos del consumidor. La influencia de la lógica del mercado y la extensión del derecho al goce parecen borrar que una elección es siempre relativa al discurso que la constituye, y a los términos de la elección. No se elige el sexo como se elige un objeto del mercado, ni es esta una elección del yo, aunque el mundo virtual contribuya a la idea de que se construye una nueva identidad como se construye un avatar, o una identidad en Facebook. La etimología misma del término elección nos recuerda que esta depende de una «lectura» —legere— de lo previamente escrito. En lo relativo a la sexuación, se trata del modo en que el parlêtre «leerá» los Unos del goce escritos en su cuerpo.

Este abordaje, que Lacan despliega en el tramo final de su enseñanza, es anticipado en su Seminario 11 en el que desarrolla la elección forzada del ser en la dialéctica de la alienación-separación. Por su parte, J.-A. Miller señala en Los signos del goce los fundamentos trazados ya allí por Lacan para la inscripción de este Uno en la lógica de la sexuación, lógica que culmina los desarrollos freudianos.

Freud alteró profundamente la idea de una determinación naturalista al introducir la idea de un proceso de identificación en la que el sujeto interviene, con la aceptación o el rechazo de la castración materna. En una dirección parecida, Freud evoca la «elección de la neurosis» cuando habla de las psiconeurosis de defensa, pues la noción misma de defensa implica una posición del sujeto respecto de la pulsión.

Incluso si se mantuvo fiel a la máxima de Napoleón, «la anatomía es el destino», Freud mostró el papel desempeñado por el orden simbólico en el complejo de Edipo, y la idea de un largo proceso, tanto para el niño como para la niña, hasta su acceso a una identificación sexual más o menos estable. El determinismo anatómico quedaba así modulado por un nuevo determinismo simbólico, vinculado al orden paterno.

Pero Freud no desarrolló el acceso a la identidad sexual solo como el resultado de una identificación edípica, que podría interpretarse como el acceso del infans a un determinado «rol social», una identificación a un ideal-tipo. Freud tomó como eje central de su desarrollo el camino seguido por la satisfacción pulsional, desde su modalidad polimorfa perversa en la infancia, asexuada e indiferente respecto al objeto, hasta su articulación con la identidad sexual adulta, homo o hetero. Fue este aspecto de la sexualidad el verdaderamente desdeñado incluso por las corrientes que luchaban por las libertades civiles: el de una sexualidad en su origen fragmentada, autoerótica, indiferente al objeto, previa a su inclusión en los avatares de la significación fálica de la diferencia sexual, incapaz, por tanto, de aportar una identidad de género.

Freud resuelve la articulación entre ambas caras de la identidad sexual, la del goce corporal y la del inconsciente, al proponer la premisa simbólica del Falo como clave —única— de la interpretación del goce pulsional y corporal. El inconsciente conoce un único sexo, posee una única clave interpretativa de los Unos pulsionales, lo que llevó a Lacan a declarar el inconsciente hommosexual. Introdujo Freud así la idea de un proceso evolutivo, el Edipo, encaminado a la adquisición de una posición heterosexual asumida finalmente por el yo. De modo que el sujeto, partiendo del oscuro campo de la pulsión, debía desembocar en el dominio de una identidad, siempre susceptible de verse afectada por los restos de las exigencias pulsionales. En este proceso, Freud otorgó un papel decisivo al sujeto en el momento de su encuentro con la castración, que consideró como clave en el destino del infans.

Así, en el caso del «Hombre de los lobos», Freud afirma: «El sujeto se decidió por el intestino y contra la vagina [...] la nueva explicación fue rechazada y mantenida la antigua teoría, la cual suministró entonces el material de aquella identificación con la mujer, surgida en forma de miedo a morir de una enfermedad intestinal».

Sergei se comportaba como un varón desde el punto de vista de su semblante, y ese era «su sentimiento»; también parecía ubicarse en ese lugar por su modalidad de goce sexual, genital compulsiva, orientada por un rasgo fetichista. Esta identidad coexistía con una identificación con la madre, fijada en la escena primaria del coito a tergo entre los padres, escena interpretada fuera de la lógica fálica, y que operó como núcleo de la sintomatología intestinal y de un empuje feminizante de difícil ubicación para Freud. ¿Cuál es entonces la posición sexuada de Sergei Pankeyev, que Freud no alcanzó a precisar desde la lógica edípica? Nos encontramos aquí con un problema similar al de la asexuación de la pulsión, antes de su captura por la lógica fálica. Este caso es ejemplar para mostrar las consecuencias de la decisión del sujeto en su rechazo forclusivo de la castración: virilidad imaginaria, pero identificado con la madre a partir de una teoría pulsional anal del coito, hipocondríaco, hasta la eclosión de su paranoia.

Lacan propondrá el término sexuación para abordar de otro modo la identidad sexuada. Se trata, en definitiva, de una nueva mirada al final de su enseñanza sobre el problema planteado por Freud. La sexuación introduce una temporalidad lógica en la que debe articularse la anatomía del parlêtre, la pulsión —efecto de lalengua sobre el cuerpo que se inscribe como un Uno—, y el discurso que le precede, vehículo de deseos y errores comunes de interpretación sobre el sexo, ordenado bajo el significante amo fálico. Es el azar de los encuentros el que decide la inscripción traumática de lalengua en el cuerpo. Tampoco decide el sujeto por la respuesta de excitación corporal. Ni sobre el discurso que le precede. Sin embargo, de alguna manera, misterio del cuerpo hablante, el parlêtre juega su partida en «la oscura decisión» de su inscripción —o de su no inscripción— en uno u otro lado de las dos opciones sexuadas. Es así como podemos situar la afirmación de Lacan cuando enuncia: «Tienen elección entre el lado hombre y el lado mujer» y «El ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo... y por algunos otros».

Lacan señala en su seminario ...o Peor que la pasión del transexual es, precisamente, la de querer liberarse del error común, el que no ve que el significante es el goce y que el falo no es más que su significado, de modo que el transexual ya no quiere ser significado por el discurso sexual. Rechazando su sexuación —fálica— demanda y necesita el reconocimiento de su identificación imaginaria, o bien la rectificación real en el cuerpo, cuando la primera no alcanza para sostener su frágil equilibrio.

Este fue el caso de C., una mujer transexual a la que atendí hace casi treinta años y que acudió a mi consulta con la siguiente demanda: «Vengo para adecuar mi cuerpo a mi mente», esperando obtener un certificado que facilitase la operación esperada de cambio de sexo. Su semblante masculino le había servido durante casi treinta años para apuntalar una identidad viril que recordaba «desde siempre», y sobre la que no tenía duda alguna. Desde los dieciséis años había mantenido relaciones con varias mujeres, alguna sostenida en el tiempo durante años. Su versión del amor clásica, basada en el entendimiento, la fidelidad, el respeto. En el cuerpo a cuerpo, para C. lo verdaderamente fundamental era «meter», significación imaginaria del goce, «sentir que su pareja gozaba profundamente». Para que ambas condiciones, de goce y de amor, fuesen posibles, C. necesitaba «ser vista como un hombre por su pareja». La mirada, su imagen ante el espejo y la idea de sí habían pasado a ser el principal punto de preocupación de C., tanto en sus relaciones de pareja como en la vida social, y alrededor de este elemento habían girado durante años sus preocupaciones, y también sus inventos. Evitaba mirarse desnuda en el espejo, se protegía con gafas de sol cuando sentía la amenaza escudriñadora de otros y buscaba rodearse de personas que la «veían» como varón. Del discurso previo, destacaré un elemento fundamental. Su madre quedó embarazada de ella de un hombre ya casado que formuló la siguiente ley, antes de su nacimiento: «Si nace varón, será para mí; si nace mujer, será para ti» (en referencia a la madre). Esta ley, insensata, fuera de cualquier dialéctica del don y de la perversión, es una exigencia del padre de la horda primitiva. C. permaneció más bien capturada en la sombra del deseo materno, sin llegar a separarse de modo efectivo de ella, hasta el momento en que falleció, instante en el que se abrió un serio episodio melancólico, con preocupantes ideas suicidas. Esa fractura se vio agravada por las dificultades que atravesaba su relación con su pareja del momento, una prostituta, que no respondía a su ideal amoroso, y por sus graves dificultades para reubicarse, tras la pérdida de su trabajo a causa del severo episodio depresivo. En esa coyuntura, C. encontró un cirujano ansioso por ser el primero en realizar en España la operación deseada por ella. El resultado de la misma fue, al menos en el tiempo que siguió viniendo a mi consulta, el de una estabilización notable, y C. se encaminó entonces a la obtención de un cambio en su identidad civil.

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