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I. EL SISTEMA FISCAL ESPAÑOL: ORÍGENES Y EVOLUCIÓN

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Los orígenes de nuestro actual sistema tributario se remontan a mediados del siglo XIX, cuando tuvo lugar la desaparición del conjunto de las «Rentas Reales» procedentes del Antiguo Régimen. Concretamente, fue en la Ley de Presupuestos de 23 de mayo de 1845 cuando, siendo Ministro de Hacienda don Alejandro Mon, y situado al frente de la reforma un prestigioso funcionario del Ministerio, don Ramón de Santillán, se introduce en España, a imitación del sistema francés, un sistema tributario basado en la imposición de producto que sujetaba a gravamen los principales factores de producción que definían entonces la riqueza nacional: principalmente la imposición sobre la riqueza inmobiliaria, el producto de la agricultura y el comercio y, como manifestaciones de la imposición indirecta, el Impuesto sobre Consumos y la Renta de Aduanas.

El perfeccionamiento de aquel sistema se realizaría por la Ley de 27 de marzo de 1900 –obra de don Raimundo Fernández Villaverde– mediante la introducción de un impuesto que gravaba las utilidades de la riqueza mobiliaria o sobre el capital mobiliario, y en el que se incluían también las rentas procedentes del trabajo personal y las de actividades empresariales y los rendimientos procedentes de los beneficios netos de las Sociedades. Del lado de la imposición indirecta, se reestructuró el Impuesto sobre Consumos y aparecieron el Impuesto de Timbre del Estado y el Impuesto sobre el Petróleo, Gas y Electricidad, introduciéndose formalmente el Impuesto de Derechos Reales y Transmisiones de Bienes (aunque, en realidad, este impuesto ya existía desde mediados del siglo XIX, –1859–, habiendo adquirido la denominación indicada a raíz de la Ley de Presupuestos de 26 de diciembre de 1872).

Las mayores críticas vertidas sobre esta última reforma se centraron en el hecho de que había sido profundamente conservadora con el sistema de impuestos reales o imposición de producto, aunque introdujese en ella nuevas figuras que estuvieron ausentes en la de 1845. Quizá fuera cierto que en aquella ocasión debió abordarse ya la implantación de un impuesto sobre la renta de carácter personal, como ya se había producido en otros países europeos.

Tras aquel hito de 1900, se abrió un paréntesis en el que no es posible destacar una fecha como significativa de las trasformaciones operadas en el sistema fiscal. Por ello, cuando se hace mención al conjunto de cambios introducidos desde 1900 hasta 1940, la doctrina suele referirse a la «Reforma silenciosa» y atribuir su autoría a Flores de Lemus, funcionario al servicio de la Hacienda y que aparece como su inspirador.

Durante todo este período, parece deducirse que el objetivo principal de los cambios propuestos o alcanzados fue, para la imposición directa, el de personalizar las cargas fiscales –mediante un impuesto sobre la renta y sobre el patrimonio– y dotarla de mayor progresividad, haciéndola incidir sobre bases imponibles realistas. Y, en relación con la imposición indirecta, la reforma del Impuesto de Consumos fue considerada como meta prioritaria. Sin embargo, los inconvenientes para lograr aquellos objetivos no serían pequeños. Unos actuaron externamente a la fiscalidad, como la existencia de la segunda Guerra Mundial, que supuso un factor de expansión económica para nuestra economía, alejando las necesidades urgentes de su solución inmediata. Otros fueron motivos internos a nuestros hábitos como contribuyentes y administradores. Entre ellos, se suele resaltar la inexistencia de registros contables adecuados por parte de las empresas, y también la ausencia de registros adecuados por parte de la Administración tributaria.

En esta etapa histórica, las haciendas locales conocieron un proceso de transformaciones importantes, debiendo destacarse la reforma de Calvo Sotelo, en la que el conjunto de tributos municipales se fue conformando con la introducción de impuestos como el Arbitrio sobre el Incremento de Valor de los Terrenos situados en el término municipal y el Arbitrio sobre Solares sin Edificar, un conjunto de impuestos sobre consumos específicos (juegos permitidos, casinos y otras sociedades de recreo y el Impuesto Municipal sobre los Consumos de Gas y Electricidad para Alumbrado y Calefacción, así como el establecimiento de recargos sobre contribuciones directas del Estado).

El siguiente hito importante en esta evolución fue la reforma de 1964, inmediatamente posterior a los planes de estabilización económica y de racionalización del sector público de 1957 –período en que se dictaron importantes leyes como la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, la Ley de Procedimiento Administrativo, la Ley de Tasas y Exacciones Parafiscales y la Ley de Entidades Estatales Autónomas–. En esas fechas, la racionalización del sistema impositivo se llevó a cabo mediante dos instrumentos jurídicos especialmente idóneos. El uno, la promulgación de la Ley General Tributaria(28 de diciembre de 1963). El otro, la apertura de un período codificador de las leyes y reglamentos de cada figura impositiva que abrió la Ley de Reforma del Sistema Tributario (Ley de 11 de junio de 1964).

El sistema impositivo quedó configurado, en 1964, con la siguiente estructura:

Impuestos directos:

La Contribución Territorial Rústica y Pecuaria. Tenía una cuota fija que gravaba la propiedad y una cuota proporcional que gravaba las rentas reales o potenciales.

La Contribución Territorial Urbana. Con la misma estructura que la Contribución rústica.

El Impuesto sobre los Rendimientos del Trabajo Personal.

El Impuesto sobre las Rentas del Capital.

El Impuesto sobre Actividades y Beneficios Comerciales e Industriales, con una cuota fija que se aplicaba a todos los empresarios, y una cuota proporcional que solo se aplicaba a las personas físicas.

El Impuesto General sobre la Renta de las Sociedades y Entidades Jurídicas.

El Impuesto General sobre la Renta de las Personas Físicas.

Impuestos indirectos:

El Impuesto General sobre Sucesiones, Trasmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados.

El Impuesto General sobre el Tráfico de las Empresas.

El Impuesto sobre el Lujo.

Los Impuestos Especiales (alcohol, achicoria, azúcar, cerveza y bebidas refrescantes, petróleo y uso del teléfono).

La Renta de Aduanas.

Monopolios fiscales: Loterías, Tabacos y Petróleos.

Por su parte, la Ley 48/1966, de 23 de julio, sobre modificación parcial del Régimen Local, entre otras reformas (como la que afectó a los tributos estatales cedidos, que eran la Contribución Urbana y la cuota de Licencia Fiscal del Impuesto sobre Actividades y Beneficios Comerciales e Industriales), devolvió a los Municipios el Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos («recreado» en 1964) y creó el Impuesto sobre Circulación de Vehículos por la Vía Pública.

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