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Mientras permanecía inmóvil en aquel campo, me vino algo a la cabeza.

Ayer había desaparecido un chico, y se emitió una alerta ámbar. Lo había visto en el periódico de The Landing Patch, pero también en un boletín de la policía que había ojeado en el móvil mientras Remy conducía esa mañana.

—Kendrick Webster —dijo Remy, mirando su móvil.

Me fijé en la foto del anuncio de la desaparición. Kendrick era guapo, con la piel de color caramelo y el pelo corto a lo afro.

—¿Crees que es él? —preguntó Remy.

Me encogí de hombros. En el estado en que se encontraba el cadáver, era imposible saberlo.

Mi primera llamada fue a mi superior, el jefe de policía Miles Dooger. Le conté cómo nos habíamos topado con el cadáver.

—¿Qué edad tiene?

—Si es el chico desaparecido —dije—, quince.

—Jo-der —exclamó Miles, la cadencia de su voz me era familiar después de tantos años trabajando juntos. El jefe fue mi mentor cuando entré en el cuerpo, y estábamos muy unidos—. Los medios nos van a devorar en la comida, en la cena y en el postre, P. T.

Miles me pidió que me ocupara de la investigación del incendio provocado, que ahora sería incendio provocado y homicidio. Él pondría sobre aviso a los inspectores Kaplan y Berry, que vendrían a facilitarnos la información que tuviesen sobre el incendio hasta el momento.

Remy y yo subimos por un sendero de acceso de grava hasta la casa principal de Granjas Harmony y nos presentamos a Tripp Unger, el propietario del lugar.

Unger era blanco y pasaba de los sesenta años, con el pelo castaño rojizo del color de la hierba agostada de las pampas. Poseía el cuerpo de un corredor de fondo y vestía vaqueros viejos y una camiseta verde con el logo de John Deere.

Le explicamos lo que habíamos encontrado, pero omitimos lo de la soga al cuello del cadáver. El granjero se quedó cabizbajo.

—No lo entiendo —aseguró—. Ayer hubo polis y bomberos por aquí jugándose el pellejo. ¿No vieron a ese chico?

—Seguimos revisando los detalles —dije a la vez que buscaba la foto de Kendrick de la alerta ámbar—. ¿Le suena de algo este joven?

Unger negó con la cabeza.

—¿Es él?

—Todavía no lo sabemos —añadió Remy.

Me volví un instante para comprobar la perspectiva que había desde la casa hasta el lugar donde estaba el cuerpo de la víctima. Con respecto a la elevación, la casa de Unger estaba más alta que la mayor parte del terreno circundante. Vi el deportivo de Remy allá junto a la carretera; desde ahí arriba parecía un coche de juguete.

—¿Fue usted quien dio parte del incendio? —pregunté.

—No —respondió Unger—. Mi mujer y yo habíamos ido a misa al amanecer en Sediment Rock. Alguien llamó a emergencias.

Sediment Rock estaba a treinta minutos hacia el este, en el linde de un bosque protegido. El lugar tenía unos asombrosos picos de cuarzomonzonita de los que se servían grupos religiosos.

—¿Van a esa misa todos los domingos? —se interesó Remy—. ¿Están ausentes todas las semanas a esa hora?

Mientras el granjero asentía, miré colina abajo. Teníamos que estar en el escenario del crimen cuando llegaran los patrulleros para acordonar la zona. Antes de que la situación se saliera de madre.

—¿Y qué Iglesia es esa? —preguntó Remy.

—La del Primer Hijo de Dios.

—No he podido evitar reparar en ello, señor Unger. —Señalé hacia la falda de la colina—. La zona quemada está allí abajo en un extremo alejado, sin plantar. ¿Afectará el incendio a su negocio?

—Lo más probable es que no —respondió Unger—. Apenas podemos permitirnos cultivar la mitad de las tierras.

Le dimos las gracias y le pedimos que no hablara con ningún medio.

Cuando bajábamos la colina, un atisbo de relámpago iluminó el campo, enmarcando un imponente roble cercano. El árbol mostró una docena de retazos de musgo de Florida que se mecían a la luz de la mañana igual que una familia de fantasmas. Era una imagen inusual, un árbol así tan hacia el interior. Lejos de lugares como Savannah, donde era más común.

Un momento después, volvió a restallar un relámpago, pero esta vez alcanzó la tierra en seis o siete lugares al mismo tiempo. Una sacudida de electricidad se desplazó por el terreno y se diseminó por mi cuerpo. El hormigueo me llegó a los dedos de las manos y noté en todo el cuerpo una extraña sensación vibrante.

—¿Lo has notado? —le pregunté a Remy.

Pero no contestó. Miraba hacia el lado contrario. Un coche patrulla venía a toda leche por la 903, kilómetro y medio más allá. Otros dos coches seguían al primero.

Regresamos hacia el borde de la carretera y me puse en cuclillas junto al cadáver del chico.

—Haz unas fotos de esto, ¿quieres, Rem? —Indiqué la soga en el cuello de la víctima—. Lo bastante buenas para que sirvan como prueba.

Remy sacó el móvil y empezó a tomar fotos. Yo hice lo propio con el mío.

—Dentro de cinco minutos habrá por aquí una treintena de polis —afirmé.

Remy me miró ladeando la cabeza sin saber adónde quería ir a parar.

—Voy a quitarle la soga —dije—. Con tanta gente... ¿Snapchat? ¿Twitter? Tendremos disturbios en media ciudad antes del anochecer.

—Me parece que ya sé a qué media ciudad te refieres.

Retiré la soga en torno a la cabeza deformada del chico y Remy la guardó en una bolsa para llevar la prueba al coche.

—Esto va a ser chungo, ¿verdad? —comentó a su regreso—. ¿Este caso?

—No —mentí.

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