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Un puño golpeó la ventanilla del lado del conductor y los ojos se me abrieron de par en par. Me precipité a por la Glock 42 y a punto estuve de volarme el pie de un tiro.

Dos globos oculares blancos me fulminaron en la oscuridad.

Horace Ordell.

—¿Estás bien, P. T.? —gritó.

Lo primero que hay que saber de Horace es que tiene el culo del tamaño de una nación pequeña, así que para ponerlo en movimiento es necesario un acto de guerra.

Miré el reloj de mi Ford F-150: las 2:47 de la madrugada.

—Estabas gritando en sueños —dijo Horace. El cuerpo del hombretón se situaba a un palmo de mi portezuela—. Se te oía desde la hostia de lejos.

Se me fue la mirada hacia el taburete de gorila donde residía Horace la mayoría de las noches. Un letrero de neón encima rezaba THE LANDING PATCH, y dos franjas de luz torneadas mostraban de manera muy poco sutil lo que parecían ser las piernas de una mujer que se abrían y se cerraban. Y se abrían y se cerraban otra vez.

Aspiré el olor a plantas de tabaco después de la lluvia. El aroma a tierra de la vieja Georgia.

—¿Todo bien dentro del club? —pregunté a la vez que abría la puerta de la camioneta.

Horace movió arriba y abajo la cabeza calva, su piel oscura como la noche. Había jugado en la línea ofensiva del equipo de Alabama hasta que se jodió la rodilla.

A su espalda, el club de estriptis estaba en una antigua serrería ubicada en territorio protegido del condado a orillas del río Tullumy. Lo que antaño fueran ventanas para la ventilación habían sido cubiertas con letreros de metal oxidado para que no entrara luz. BEBE COCA-COLA, decía uno. COME PATATAS UTZ, se leía en otro.

Me miré en el espejo retrovisor antes de apearme. El pelo castaño ondulado. Los ojos azules enrojecidos.

También vi la parte de atrás del taxi, donde estaba tumbado Purvis. Purvis, qué encanto: mi bulldog de siete años. De un tiempo a esta parte me lanzaba siempre la misma mirada: «Vas dando palos de ciego desde que ella no está, P. T. Agárrate a algo».

Pero yo no soy de esos que se acercan y se agarran. De abrazos, por ejemplo. Nunca he sido mucho de abrazar. Ni siquiera antes del accidente de mi mujer.

Me bajé de la camioneta y Horace siguió murmurando.

—No era que gritaras un poquito, P. T. —dijo—. Era más en plan The History Channel, como esa mierda de flashbacks de los veteranos de guerra.

—Ya puedes volver a tu puesto, Horace —le ordené—. Me encuentro bien.

No me encontraba bien, claro. Estaba como a cinco condados de encontrarme bien.

Horace se quedó mirando el suelo, rumiando algo.

—O igual puedo llamar a alguien, ¿no?

Tenía una expresión extraña. Una sonrisilla nerviosa, quizá.

—¿Como a quién? —pregunté.

—No lo sé. —Se encogió de hombros—. ¿A otro poli? Sé que te has tomado un par de copas. Igual viene y te hace andar en línea recta. ¿Te pone las esposas? —Titubeó—. O puedes darme una propina, ¿no? Mucha gente me deja propina.

Casi sonreí. Un canalla de mierda como Horace amenazando a un inspector que había pasado por lo que yo había pasado. Si los sesos fueran cuero, este tipo no tendría suficiente ni para ensillar un escarabajo.

Me volví hacia el interior de la camioneta y Horace reculó un paso, cauteloso. Entonces vio el vaso de whisky que tenía en la mano. Me lo había traído antes de The Landing Patch y seguía lleno.

Le tendí el vaso y me monté de nuevo en la camioneta. El cielo nocturno era de un tono violeta, con cúmulos de color gris púrpura que parecían cojines con demasiado relleno.

—En vez de propina, te voy a dar un consejo —le dije a Horace—: No confundas la tristeza con la debilidad.

Arranqué el motor y un papel emitió un leve crujido en el bolsillo de mi camisa de franela bajo el cinturón de seguridad. Al desdoblarlo, me quedé mirando una sola palabra mientras Horace se alejaba.

«Crimson».

La caligrafía era de lo más pulcra, teniendo en cuenta que la habían escrito con lápiz de ojos y en la oscuridad.

Le di la vuelta al papel. En el otro lado había una dirección: 426 E, 31.º, «B».

«Maldita sea», dije al acordarme de la estríper y de su historia de la noche anterior. Era una pelirroja con las piernas cubiertas de arriba abajo de moratones. Le había prometido que me pasaría y dejaría que mi placa se viese bien. Acojonaría vivo al mierda de su novio maltratador.

Notaba los globos oculares como flotando y tenía que ir al servicio. Me incorporé a la I-32.

Me llamo P. T. Marshall, y Mason Falls, Georgia, es mi ciudad. No es un sitio enorme, pero ha crecido hasta alcanzar un tamaño considerable en la década pasada. Recientemente llegamos a ser unas ciento treinta mil almas. Buena parte de ese crecimiento se debe a que dos líneas aéreas se establecieron aquí para restaurar aviones comerciales. La mayoría de esos aviones se repintan y se venden de nuevo a aerolíneas extranjeras de las que nadie ha oído hablar. Pero algunos acaban de vuelta en los acogedores cielos que surcan nuestra cabeza. Es algo así como la cirugía plástica en los barrios más favorecidos de Buckhead. Una mano de pintura y unas alfombrillas nuevas, y nadie se percata de lo desgastadas que están las carcasas.

Atravesé las áreas más visitadas de la ciudad. Las zonas en las que, durante el día, los turistas curiosean por las tiendas en busca de jarrones de la época de la guerra de Secesión. En las que los universitarios comen filetes de pollo fritos y se emborrachan a fuerza de cubos de cerveza Terrapin Rye.

Luego, llegaron las calles numeradas y, con ellas, las zonas de la ciudad donde viven los que trabajaban en esos aviones. Los limpiadores, los tapiceros y los pintores.

Dejé atrás la calle Quince, la Veinte, la Veinticinco. Había llovido mientras dormía delante de The Landing Patch y se habían formado algunos charcos en las calles aledañas mal asfaltadas.

Aparqué la camioneta detrás de un establecimiento Big Lots en una bocacalle de la Treinta y me apeé para cruzar a pie el vecindario en penumbra.

Unos minutos después encontré la dirección del papel, una casa deteriorada de estilo bungaló. Habían pintado con espray en el sendero de acceso la letra B y una flecha que señalaba hacia una estructura trasera independiente.

El domicilio de Crimson.

Había unas lucecitas blancas de Navidad en una ventana, el único indicio de las festividades que estaban a punto de comenzar. Me acerqué. El dormitorio tenía una entrada directa desde el sendero de acceso. A través de la puerta mosquitera alcancé a ver a Crimson, boca arriba en la cama.

La pelirroja estaba allí tendida con unos vaqueros cortados y una camiseta con cuello de pico sin sujetador. Las mejillas mostraban magulladuras recientes y la camiseta llevaba el dibujo de la cara de los Georgia Bulldogs de color rosa. Le había dicho que me pasaría en plan oficial, con un coche patrulla, el día anterior.

«No hagas promesas que no puedas cumplir, P. T.».

Lo que oí era la voz de Purvis. Es un bulldog pardo y blanco con la dentadura inferior mal alineada, claro está, y lo había dejado en la camioneta delante del Big Lots. Así que quizá fuera mi voz y su cara. Los caminos del subconsciente son inescrutables. ¿O eso es Dios?

Accedí al interior, apresurándome a comprobar si Crimson estaba viva. Me incliné sobre ella y le tomé el pulso. Le habían dado una paliza de mil demonios, pero aún seguía respirando.

La zarandeé para despertarla y le llevó un momento reconocerme.

—¿Está tu novio? —pregunté.

En la luz tenue, señaló hacia la sala de estar.

—Está durmiendo.

—¿Tienes alguna amiga con la que te puedas quedar un par de horas? A ver si consigo hacerle entrar en razón a ese.

Crimson asintió mientras cogía la sudadera y el bolso de mano.

Pasé a la sala de estar y mis ojos se adaptaron a la oscuridad. El novio de Crimson había perdido el conocimiento sentado en el sofá con una camiseta sin mangas sucia y unos vaqueros.

Había un ladrillo de hierba en una mesita de madera al lado del sofá, y el novio tenía una mano vendada con una gasa. Una franja de sangre reseca cruzaba el tejido.

Esto va así.

Pasas los primeros treinta y seis años de tu vida aprendiendo un sistema de valores. Lo que está bien. Lo que está mal. Y cuándo decir: «Al cuerno con todo», y dejar las reglas de lado.

Pero también acumulas cosas. Una casa. Una hipoteca. Una mujer y un hijo. Y en algún momento por el camino, esas responsabilidades adquieren mayor importancia que el bien y el mal. Porque hay consecuencias. Hacer el bien absoluto puede acarrearte problemas a ti y a tu familia. A tu carrera.

En mi caso, ese era el camino que había seguido. Una esposa preciosa. Un hijo pequeño. Y estaba más feliz que unas putas pascuas siguiendo ese sendero.

Pero vino alguien y me arrebató mis responsabilidades. Me arrebató a mi familia. Y lo único que me dejaron fue la justicia absoluta.

Alumbré el pecho del novio con la linterna. Aparentaba treinta y pocos. Uno ochenta y forrado de músculos. La cabeza rapada y perilla rubia. Llevaba tatuado un 88 en el bíceps. La octava letra del alfabeto, H. Dos haches, de Heil Hitler.

«Así que eres un neonazi que da palizas a estrípers».

El tipo tenía la boca abierta y le colgaba un hilillo de baba por la comisura. Una botella de Jack medio vacía asomaba por debajo de su brazo derecho.

Me senté en una butaca a un palmo de él. Cogí un trapo que había cerca y me envolví el puño con el suave tejido.

—Eh, capullo —dije.

Los párpados le aletearon al abrir los ojos y se incorporó. Miró hacia el dormitorio. Igual tenía un arma allí. O igual se estaba preguntando si yo había visto en qué estado había dejado a Crimson.

—¿Quién coño eres tú? —masculló desorientado. Olía a pomada y tabaco.

—No te preocupes —respondí—. Ha llegado la poli.

Un policía del sur

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