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ОглавлениеHacia las siete y media de la tarde, nuestro técnico de criminalística, Alvin Gerbin, había llegado al campo.
Se había puesto el sol y caían densas sombras sobre el canal de riego sin iluminar donde habíamos encontrado la bicicleta. A lo lejos, las luces de los coches que pasaban por la SR-902 destellaban en los huecos entre las pacanas.
No habíamos encontrado nada más después del cable de metal, pero Gerbin rastrearía hasta la última puñetera huella que hubiera en él, y en la bici también.
Remy se quedó con nuestro técnico de criminalística y yo me acerqué a la autopista.
Mientras iba en un coche patrulla, pensé en las primeras doce horas del caso y en el horror en el que estaban sumidos los Webster.
Alguien había tendido una emboscada a Kendrick en ese campo, pero lo había matado a kilómetros de ahí, en la granja de Unger. ¿Qué había ocurrido entre un hecho y otro?
El coche blanco y negro se detuvo delante de la comisaría y dejó que me apeara. Cuando se alejaba, la luz de alta intensidad casi me cegó.
—Inspector Marsh. —Me llegó la voz de Deb Newberry—. ¿Puede confirmar que el chico muerto hallado en Harmony es Kendrick Webster?
Newberry era una impetuosa reportera de la cadena local de la Fox, y la luminosidad del foco de la cámara me pilló desprevenido. Apenas veía por dónde andaba.
—Dios santo, Deb —dije—, voy a torcerme un tobillo si no me dejáis pasar.
Dejé atrás a la periodista y su cámara, pero me siguieron hasta la puerta principal de la comisaría.
—¿Es cierto que el departamento está muy preocupado por que haya filtraciones sobre esta investigación?
—Nos preocupa que haya filtraciones sobre cualquier investigación.
—Pero no siempre aíslan una sala de reuniones, ¿verdad? —preguntó Newberry—. ¿De sus propios colegas, para proteger las pruebas y la cronología? ¿Y cubren las ventanas con cartulina?
Mi semblante delató la respuesta. La pregunta también me había llevado a cuestionar a todos los que me rodeaban. Abrí la puerta de la comisaría.
—¿Ven el caso como una oportunidad para abordar la insensibilidad racial del cuerpo de policía?
—No hay insensibilidad racial en mi brigada —repliqué—. Todo homicidio es prioritario, independientemente de la raza.
Dejé que la puerta se le cerrara en las narices y accedí a la comisaría, pero seguía dando vueltas a la decisión de quitarle la soga del cuello a Kendrick. Tarde o temprano saldrían a la luz los detalles del linchamiento. Si hasta entonces no habíamos detenido al asesino, gente como Deb Newberry me pondría en la picota. Y me lo tendría bien merecido.
Fui a la sala de reuniones y me dejé caer en una silla junto a Abe.
—Dime que has averiguado algo nuevo sobre Kendrick.
Abe cogió la libreta.
—Bueno, ya sé lo mucho que te gustan las coincidencias, P. T. Así que tengo una para ti. ¿Nuestra víctima, Virgil Rowe, el de las calles numeradas? Tiene la espalda tatuada.
Abe sacó una foto, un tatuaje sobre piel pálida. Un águila sobrevolando una nube negra.
—Es un grupo neonazi local llamado Nube de Tormenta.
—¿Qué sabemos de ellos?
—Empezaron como una especie de tablón de anuncios online en la década de los noventa —explicó Abe—. No llamaron la atención hasta 2005, cuando abrieron un sitio web que negaba el Holocausto. Según declaraciones recientes del fiscal, disponen de un presupuesto de dos millones de dólares.
—Entonces, deben de tener negocios legítimos.
—Ahora sí que has dado en el clavo, colegui —dijo, recayendo en el argot de su juventud. Abe era oriundo de Nueva Orleans, hijo de una camarera de un vapor de rueda y de un trabajador de torres de perforación—. Tienen una empresa de grúas —continuó—. Grúas Stormin’ Norman.
Levanté la vista del tatuaje.
—Vaughn McClure tiene un negocio de grúas —dije—. Vimos uno de sus vehículos en el sendero de acceso.
—Exacto —respondió Abe—. McClure trabaja por su cuenta con cinco grúas. De momento no he encontrado nada que lo relacione con Stormin’ Norman. Pero tiene toda la pinta.
—Y no es muy buena pinta —añadí.
Me retrepé, procurando ordenar mis pensamientos. Había intentado deducir cómo podía saber alguien que Kendrick iba por el canal de riego en ese preciso momento.
No me había planteado una opción distinta. Que mandaron a casa a Kendrick adrede desde el lugar donde tendría que haber pasado la noche. Que los McClure podían haberlo enviado deliberadamente a los brazos de quien le había tendido la emboscada.
—No había nadie en la casa de los McClure cuando fuimos a verlos —comenté—. ¿Has localizado a Vaughn McClure en su negocio?
Abe negó con la cabeza.
—Pon deseos en una mano y mierda en la otra. A ver cuál de las dos se llena antes.
—¿Qué más? —pregunté.
—Bueno —dijo Abe—, tenemos una pista sobre el asesino de Virgil Rowe.
—¿El neonazi?
Abe asintió.
—Una tal Martha Velasquez llamó para dar un soplo. Vive en la calle Treinta de las numeradas. A una manzana de Virgil.
—¿Quién es?
—Orientadora escolar jubilada. Sesenta y tres años. Hispana —respondió Abe—. Su pequinés la despertó el domingo a eso de las tres de la madrugada. Sacó al chucho a mear. Vio a un tipo blanco que venía del bulevar.
—¿A las tres de la madrugada? —pregunté—. ¿Se puede distinguir algo a esas horas?
—Según Velasquez, el individuo entró en la propiedad donde fue asesinado Virgil. Dos minutos después, sale Corinne, la estríper.
Tragué saliva con dificultad.
«Ese eres tú —afirmó Purvis—. Creía que habías tenido cuidado».
—Pues bien, si lo recuerdas, P. T. —continuó Abe—, Corinne dijo a los de la patrulla que estuvo en casa de su amiga desde la medianoche hasta las siete de la mañana. Eso quiere decir que mintió.
Intenté asentir, pero no conseguí más que cabecear un poco.
—Lo que creo es que quien llegó, fuera quien fuese —continuó Abe—, le dijo a Corinne que se largara mientras él mataba a Virgil. Lo que significa que Corinne conoce al asesino.
«Estamos apañados», resopló Purvis.
—Así que envié una patrulla a por la estríper —dijo Abe—. Pero por lo visto se largó de la ciudad.
Yo llevaba en torno a un minuto sin tomar aire.
—¿Así que la hemos perdido? —pregunté.
—No te preocupes —repuso Abe—. Tira de tarjeta de crédito y la tenemos. Además, he solicitado revisar las cámaras de tráfico del bulevar. ¿Cuántos coches crees que circulan por aquella zona a las tres de la madrugada?
Volví a tragar saliva. Tenía el estómago revuelto.
«Respira», me aconsejó Purvis.
—Estoy que no puedo con mi alma. —Abe se puso en pie—. Hay una caja de pollo para microondas Banquet que lleva mi nombre. Y una almohada blandita.
Asentí mientras Abe cogía su vieja bolsa de cuero y guardaba la libreta.
—Se ha pasado por aquí el padre de Kendrick, por cierto. Ha hablado con el jefe Dooger.
—¿Tiene el padre algún dato útil que ofrecernos? —pregunté.
—No quiere que tú te hagas cargo de la investigación —contestó Abe—. Ese es el único dato útil.
—¿Ha dado algún motivo?
—Nada en particular —contestó Abe—. Había investigado por encima tu historial. Ha señalado algunos casos cuyo desenlace no le hacía mucha gracia. Pero, sobre todo, no fuiste a notificarles la muerte de su hijo.
Había una razón por la que envié a dos polis negros ese día. Intentaba mantener esta ciudad bajo control.
—¿Qué ha dicho el jefe? —pregunté—. ¿Quiere que te encargues tú?
Abe negó con la cabeza y me dio unas palmadas en el hombro.
—Miles ha dicho que sigamos haciendo lo que estamos haciendo.
Abe se dirigió a la salida y yo fui a mi despacho.
Abrí el cajón superior de mi mesa y saqué una botella de Thirteenth Colony. Me tomé un lingotazo rápido y dejé que el whisky de centeno me impregnara la garganta.
Debajo del licor había una foto enmarcada de mi hijo sentado en el porche delantero.
Jonas.
Pasé las manos por el cristal de la foto.
Mi hijo tenía la piel de color meloso, y su pelo corto a lo afro era una mezcla de mis ondas castañas y los preciosos rizos negros de su madre.
Pensé en el reverendo, quien daba por sentado que yo no era la persona adecuada para dar con el asesino de su hijo. Qué coño, igual no lo era.
Pero había pasado por más de lo que Webster se imaginaba.
Había entrado en tiendas. En restaurantes. Había ido a actos escolares con Jonas de la mano y sido objeto de esa mirada. Esa mirada de «¿Qué hace ese con un niño negro?».
También había enterrado a Jonas, en un ataúd tan pequeño que me partió el corazón en mil pedazos. Los esparcí desde las montañas del norte de Georgia hasta las llanuras litorales cubiertas de pastos.
Me tomé otro trago de whisky y me metí un chicle en la boca, y luego guardé la botella y la fotografía enmarcada. Después, regresé a la planta baja del edificio, al despacho de la médica forense.
Sarah Raines estaba sentada en un taburete en su laboratorio, con los zapatos planos encima del borde de un fregadero. Sujetaba una grabadora digital con la mano. Una sábana cubría el cadáver a su lado.
—Tú por aquí —dijo a la vez que ponía en pausa la grabadora y bajaba los pies—. ¿Cómo van las cosas por esa zanja?
—Lentas —comenté—. Tenemos que obtener algún otro detalle antes de que pueda irme a la cama más o menos tranquilo.
Sarah señaló el cadáver.
—Bueno, igual lo tengo yo.
Cogí una silla de una mesa próxima y la acerqué. Bajo la bata de laboratorio, Sarah iba vestida con una camiseta roja sin mangas y unos pantalones negros de yoga que realzaban su esbelta figura. Entre el cabello rubio hasta los hombros asomaban mechones castaños.
—Kendrick tenía quemaduras de tercer grado en el setenta por ciento del cuerpo —me indicó, remontándose a la primera parte de su informe.
Saqué el móvil y lo anoté. Era una buena información, aunque no en plan «Eureka».
—La causa inicial de la muerte fue envenenamiento por monóxido de carbono —precisó Sarah—. Pero en esta última hora he extraído suficiente hollín de sus pulmones para cambiarla por edema químico.
—Asfixia —dije.
Ahí estaba: había hollín en los pulmones de Kendrick.
Había estado agarrando el borde de la mesa sobre la que se encontraba el cadáver de Kendrick; mis nudillos estaban blancos.
—Entonces, ¿seguía con vida cuando lo quemaron?
Sarah asintió con los labios trémulos. Siempre me han dicho que soy una persona difícil de interpretar. Ella era lo contrario: en su rostro asomaba hasta la última emoción.
—¿Alguna otra cosa? —la insté—. ¿Heridas de bala? ¿De arma blanca?
—Sí —afirmó Sarah—. Hay otra cosa, pero no es una herida de arma blanca ni de fuego. Por eso quería hablar contigo en persona.
Se levantó, pero no dijo nada. Aunque alargó la mano como si fuera a retirar la sábana, tampoco lo hizo.
Entonces caí en la cuenta de que se estaba viniendo abajo; le relucían las mejillas. No sé por qué me sorprendió que los forenses lloraran.
—Eh —dije, posándole una mano en el hombro—, todo va a ir bien.
—No —replicó—. Es peor de lo que crees. Lo torturaron, P. T.
Vacilé, sin acabar de entenderla.
—Kendrick tenía los dos codos rotos —señaló Sarah.
Parpadeé.
—No lo entiendo. Pensaba que lo habían colgado por el cuello, no por los brazos. La soga que retiré...
—Así fue —puntualizó—. Esto otro, lo de los codos, ocurrió antes. Antes del linchamiento.
Me dolía la cabeza.
Sarah estaba hablando de dos lesiones distintas. El ahorcamiento final del que yo había visto indicios y luego otra maniobra en la que habían tirado hacia atrás de los codos de Kendrick hasta rompérselos.
—Espera un momento —dije—. Eso de que se rompan los codos, ¿no ocurre de una manera natural en los incendios? ¿Que se rompan los huesos, por la presión?
—Puede ocurrir —respondió—. Las altas temperaturas hacen que los músculos se contraigan. Pueden flexionar extremidades y partir huesos. Los incendios pueden poner al cadáver en lo que denominamos pose pugilística, como alguien peleando.
—Pero ¿en este caso no? —pregunté.
—Ni por asomo —respondió Sarah, pasando unas páginas para enseñarme una radiografía—. ¿Ves cómo está fracturado el olécranon?
Asentí.
—¿Eso es post o ante mortem?
—Ante —contestó—. Ocurrió antes de que muriera.
Asentí para asimilar lo que eso significaba. La secuencia de los acontecimientos.
Alguien había tendido una trampa para capturar a Kendrick, haciéndolo caer de la bici. Luego, lo secuestraron. Lo llevaron a algún sitio y le rompieron los codos. Y después, mientras seguía vivo, lo ahorcaron por el cuello, lo colgaron de un árbol y le prendieron fuego.
Ya no veía el cadáver de Kendrick. Veía a mi hijo, su edad acelerada hasta los quince años. Sus ojos como los míos. El pelo más parecido al de su madre. Y los que hicieron esto..., se lo hicieron a mi hijo.
Procuré atenuar la respiración.
¿Era cosa de McClure? ¿Era un cabrón racista que se había librado de Kendrick para enviarlo a los brazos de sus colegas nazis?
No teníamos ni remotamente las pruebas necesarias para obtener una orden de registro del domicilio de los McClure, y me vino a la cabeza otra posibilidad. La de que quizá pudiera localizar al propietario de las grúas yo mismo, hacer lo que fuese necesario para que el mundo se convirtiera en un lugar mejor sin él. Lo único que me impedía hacerlo era el recuerdo persistente de Virgil Rowe. Lo que podía haberle hecho. Lo que eso podía costarme.
Un relampagueo blanqueó el cielo del otro lado de la ventana. Se avecinaba más lluvia y confié en que Remy hubiera terminado ya en el canal de riego.
Sarah se enjugó las lágrimas de la cara con el dorso de la mano.
—Tienes que encontrar a ese hijo de puta, P. T. Para que no vuelva a hacerle esto a ningún chico.
Nunca había oído a Sarah maldecir.
—Lo encontraré —dije—. Y cuando lo tenga, me aseguraré de ver cómo le clavan la aguja en el brazo.