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ОглавлениеRecibí la llamada a las ocho de la mañana mientras aún seguía durmiendo.
—Tenemos uno de los buenos —dijo Remy Morgan.
Remy es mi compañera, y suelo decirle que huele a leche. Es la manera que tengo de darle a entender en broma que es joven. En torno a veinticinco años. También es afroamericana, por lo que a veces me advierte: «No digas leche chocolateada, P. T., o te pateo el culo».
Retiré las sábanas que me cubrían la cabeza.
—¿Qué caso es? —pregunté por el móvil con voz ronca. Seguía con los vaqueros puestos, aunque no llevaba camiseta ni la camisa de franela.
—Tenemos un tipo muerto —contestó Remy.
Miré a mi alrededor en busca de la camisa, pero no la vi. Me sacudí a Purvis de encima de las piernas. Sería el tercer caso de homicidio de Remy, y aprecié en su voz la emoción del inspector novato.
—¿Un tipo muerto o un tipo malo muerto?
—Un tipo malo muerto —puntualizó—. Y con toda probabilidad golpeado hasta morir por otros tipos malos. Paso a recogerte.
En cinco minutos me había duchado. Me puse unos pantalones grises y me remetí los faldones de una camisa blanca con botones en el cuello.
Entreabrí la nevera en busca de algo para comer. Estaba siguiendo una nueva dieta a base de comida rancia, moho y un montón de cereales calientes al instante. Noté que se avecinaba algo gordo. O quizá no fuera más que un virus estomacal.
Un coche tocó la bocina fuera y miré a través de las cortinas azules que mi mujer, Lena, había colgado antes de Acción de Gracias del año pasado. Eso fue cuatro semanas antes del accidente.
El Alfa Romeo Spider de 1977 de Remy estaba junto al bordillo. Me apresuré a salir y me acomodé como mejor pude en el asiento del acompañante.
—¿Dónde está el escenario? —indagué.
—En las calles numeradas —dijo.
Lloviznaba por el camino, y los árboles en la mediana de Baker Street se combaban bajo el peso del agua. Remy me contó que durante el fin de semana había quedado en segundo puesto en una prueba de atletismo extremo por el barro.
—¿No es emoción suficiente ser poli durante la semana? —pregunté—. ¿Tienes que pagar para que alguien te ensucie y provoque explosiones falsas?
Remy arrugó el entrecejo. Tenía los pómulos esculpidos como una modelo de pasarela.
—No me seas antiguo, P. T.
Ya sabía lo competitiva que era Remy.
—Bueno, si tú quedaste segunda, ¿quién ganó?
—Un bombero de Marietta.
Remy se encogió de hombros antes de esbozar una sonrisa.
—Ganó dos veces, en realidad. Le di mi número.
Sonreí al oírlo mientras abría un poco la ventanilla de mi lado. El tiempo lluvioso había comenzado el domingo, y la humedad entre una tormenta eléctrica y la siguiente había teñido el azul del cielo de Georgia y lo había tornado todo de un apagado gris de campaña.
Cuando nos acercábamos a la calle Treinta vi el Big Lots donde había aparcado la noche anterior, y se me empezó a hacer un nudo en la garganta. En parte porque no creo en las coincidencias. Pero sobre todo porque no hay coincidencias.
Estacionamos delante de la casa de Crimson, en la Treinta y uno, y el aire húmedo que entraba por la ventanilla me obligó a tragar saliva. La casa tenía peor aspecto incluso a la luz del día. La fachada había perdido más pintura de la que le quedaba.
Remy se apeó del coche. Llevaba una blusa de raya diplomática y pantalones negros. Intenta disimular lo atractiva que es con unas gafas de empollona y trajes de oficina. Pero entre los dos formamos la pareja de inspectores más interesante de la ciudad. En la sección de homicidios solo hay otra, claro, pero menos es nada.
Remy me tendió unos guantes de látex azules y enfilamos el sendero de acceso. Dejamos atrás la letra B y la flecha.
—¿La víctima es hombre o mujer? —pregunté.
—Hombre —respondió Remy—. De veintinueve años.
«Cuando te fuiste de aquí, P. T., seguía vivo».
Calla, Purvis. Debo concentrarme.
—¿Tenemos algún testigo que presenciara el asesinato? —la interpelé.
—De momento no —contestó Remy—. Pero el día no ha hecho más que empezar. Todavía no hemos ido puerta por puerta.
Miré a mi alrededor. La casa del vecino de al lado tenía las ventanas laterales cubiertas con madera contrachapada. Había gruesos nudos oscuros empapados de lluvia por los que se arqueaba la madera.
Saludé con un ligero movimiento de cabeza a Darren Gattling, que estaba junto a la puerta de entrada. Darren es un poli de uniforme al que le había hecho de mentor cinco años atrás.
—¿Está la médica forense? —pregunté, buscándola con la mirada.
—Dentro —dijo Gattling.
Crucé la puerta principal y vi la habitación desde una perspectiva diferente de la de la noche anterior.
El cuerpo del novio muerto de Crimson se encontraba sentado, igual que cuando me fui. Tenía círculos azules y negros en torno a ambos ojos. La sangre reseca le taponaba las fosas nasales.
Examiné la estancia, reparando en detalles que no había visto en la oscuridad. Había grandes bolsas llenas de basura por los rincones. Junto a la ventana, colgaba del techo un saco de boxeo Everlast.
Inclinada sobre el hombre estaba Sarah Raines, la médica forense del condado, que iba vestida con el mono azul de la policía científica.
—Inspector Marsh —saludó la forense sin levantar la vista.
Sarah rondaba los treinta y cinco y era rubia. Había tropezado en el pasillo conmigo hacía un par de semanas y me había invitado a cenar. Desde que yo había rehusado amablemente la propuesta, no la había visto mucho por mi ala del edificio.
—Doctora —saludé.
Remy se incorporó junto a mí. Tenía un iPad mini en el que tomaba notas y con un dedo enguantado las iba ojeando.
—Se llama Virgil Rowe. —Remy indicó el cadáver—. Cumplió siete años en Telfair por agresión con agravantes. Llevaba once meses en libertad, sin trabajo.
Alargué una mano enguantada y cogí el ladrillo de hierba. Pesaba algo menos de kilo y medio.
—Parece que trabajaba por su cuenta —observé—. ¿Qué valor crees tú que tiene esto en la calle, Rem? ¿Dos de los grandes?
Remy lo cogió.
—Más bien tres mil quinientos. —Arqueó una ceja—. Pero el que lo mató, sea quien sea, no se lo llevó.
Me volví hacia Sarah.
—¿Tienes una hora aproximada de la muerte?
La forense llevaba el cabello rubio recogido hacia la nuca con una cinta púrpura, pero le caían unos cuantos mechones sobre la cara.
—Yo diría que ha muerto hace entre cuatro y seis horas.
—Así que entre las dos y las cuatro de la madrugada.
Remy tecleó en el iPad.
Me tomé un momento para calcular a qué hora me había ido de allí anoche. Debían de ser las tres y media.
—¿Quién lo ha denunciado? —pregunté.
—Corinne Stables —dijo Remy, que me enseñó una foto en la pantalla—. Es la novia de Virgil.
Me quedé mirando el iPad. Corinne era el nombre legal de Crimson, lo que convertía a Crimson en su nombre artístico.
—¿Está aquí? —me interesé.
—Sí, está aquí. Y le han dado una paliza de aúpa —respondió Remy—. Parece que Virgil le dio un buen repaso. Y luego alguien se lo dio a él.
Mi reflejo se combaba sobre las vetas doradas de un espejo en mal estado en la pared del fondo. ¿Había vuelto Corinne después de marcharme yo y se había cargado a su novio? ¿O se había quedado más de lo que yo recordaba?
El patrullero Gattling estaba parado en el quicio de la puerta.
—La tenemos en un coche patrulla en la calle, P. T., pero ya ha pedido un abogado.
Dios mío. ¿Corinne estaba fuera?
—¿Y Rowe? —Miré a la forense—. ¿Qué sabemos de sus heridas?
—Tiene la nariz partida. Unas costillas rotas. —Sarah rodeó el sofá por detrás—. Y está esto. —Indicó su cuello—. La C5 y la C6 fracturadas. Sabré algo más cuando lo tenga en la mesa de exploración, pero yo diría que lo estrangularon.
—Entonces, ¿dos tipos? —pregunté—. Uno golpeándolo desde aquí. ¿El otro estrangulándolo por detrás?
Sarah se encogió de hombros.
—También podría haber sido uno solo. Le rompe la nariz y unas costillas. Luego, una vez tiene a Rowe noqueado, viene aquí atrás y lo remata.
Debajo de la mesita de centro asomaba la esquina de un encendedor amarillo. Era el mismo con el que yo había prendido el ladrillo de hierba hacía cinco horas.
«Tus huellas están en ese mechero».
—¿Ha registrado el dormitorio la patrulla? —pregunté.
—Han echado un vistazo —respondió Remy.
Cuando se dirigió hacia el dormitorio, oculté debajo de la mesa el encendedor con la punta del mocasín.
Entré en el dormitorio con Remy y me fijé en que Corinne lo había ordenado un poco.
—La señorita Stables ha pasado toda la noche en casa de una amiga —leyó Remy de las notas de la patrulla—. Ha llegado a casa hacia las siete y ha encontrado a su novio así. Ha llamado a emergencias a las siete y tres minutos.
Desde la ventana del dormitorio vi que Alvin Gerbin, nuestro técnico criminalista, entraba por la puerta principal. Gerbin es un hombretón, rubicundo y de Texas. Por lo general se alcanza a oír su voz un minuto antes de que llegue a cualquier parte.
Gerbin se dejó caer en la butaca en la que yo me había sentado hacía cinco horas. Vestía unos pantalones de color caqui y una camisa hawaiana barata.
—Si has terminado —le dijo a la forense—, voy a ponerme a tomar todas las putas huellas de esta casa. Empezando aquí mismo, en el epicentro.
Salí por la puerta lateral al sendero de acceso.
—¿Algo no encaja? —preguntó Remy.
Volví la vista hacia la casa. La botella de Jack de anoche había desaparecido. Alguien había pasado por allí después de marcharme yo. Mató a Virgil y luego se llevó el whisky, pero no la hierba.
—Hay muchas cosas que no encajan —dije, y di unos pasos sendero abajo hacia la calle.
Me quedé allí un minuto entero. Corinne estaba encorvada en el asiento de atrás de un coche patrulla, su cuerpo menudo en el vehículo blanco y negro.
—Jefe —gritó Remy, y me volví.
Mi compañera había recorrido el sendero de acceso en sentido contrario. Tenía abierta la puerta del garaje y estaba en cuclillas poniéndose unos guantes nuevos.
Tenía que contarle a Remy lo de la estríper antes de que el asunto se complicara demasiado.
—Hemos de hablar —dije, caminando en dirección a ella.
Pero, al acercarme, el olor a gasolina me produjo un escozor en las fosas nasales. Había nueve bidones de veinte litros de gasolina alineados nada más traspasar el umbral.
—Cinco están llenos —observó Remy—. En los otros no queda ni una gota. —Miró a su alrededor—. No hay cortacésped. Ni generador de gasolina. Nada que requiera tanto combustible.
Detrás de los bidones de gasolina había litro y medio de aguarrás. Algo de queroseno. Y seis latas de butano, del mismo tamaño que los espráis de pintura.
Remy cogió una lata de butano y la agitó para que yo comprobase que estaba vacía.
—¿Has visto las noticias de este fin de semana?
—Tengo la tele averiada —dije, cosa que en teoría era cierta. La había atravesado de una patada como respuesta a un programa de reconstrucción de actuaciones policiales que me había recordado la muerte de mi mujer.
Señalé sendero abajo.
—La conozco.
—Ayer hubo un incendio provocado cerca de la estatal 903 —continuó Remy—. Un fuego originado con gasolina, con butano como acelerante. Ardieron diez acres.
Había leído algo acerca del incendio. En los servicios de The Landing Patch estaba el Mason Falls Register y había ojeado los titulares. Incendio en una granja cercana. Chico desaparecido. Roban de Walmart una remesa de dispositivos electrónicos.
Pero entonces Remy se acordó de lo que había dicho yo antes.
—¿A quién? —preguntó—. ¿Conoces a la estríper?
Estaba intentando ganar tiempo. Pensando.
Recordaba haber golpeado dos veces a Virgil Rowe. Pero luego nada más hasta que me había llamado Remy hacía una hora. Cuando desperté, habían desaparecido la camiseta y la camisa de franela. También se había esfumado la botella de Jack Daniel’s de Virgil Rowe.
«¿A qué te suena eso?», preguntó Purvis en el interior de mi cabeza.
Ya sabía a qué se refería mi bulldog. Alguien a quien le gustaba la priva, pero que no hacía ni caso de la marihuana. Y que quizá me había quedado más rato de lo que recordaba. Había estrangulado a Virgil hasta matarlo mientras saboreaba su whisky de Tennessee.
—P. T. —dijo Remy—, ¿conoces a Corinne Stables?
—No, a la forense —contesté a la vez que señalaba hacia la casa—. Sarah me invitó a salir hace un par de semanas. No quería que se diera una situación incómoda... si no tenías conocimiento de ello.
Remy me miró con la cabeza ladeada y casi sonrió.
—¿Estáis saliendo tú y la forense?
Me notaba mareado y necesitaba comer algo.
—No estaba preparado —dije.
Mi compañera asintió arrugando el ceño sin acabar de entender por qué demonios lo había mencionado entonces.
—Ese tipo muerto podría ser nuestro pirómano, P. T.
Remy tamborileó sobre uno de los recipientes vacíos.
—Igual hay más implicados..., uno de ellos quiso asegurarse de que no se fuera de la lengua después del incendio. Vinieron aquí. Lo estrangularon.
Tenía la cabeza hecha un lío.
—No lo sé —respondí.
—No son más que conjeturas. —Remy se incorporó, su voz vacilante de pronto—. Siempre me has dicho que elabore una teoría del crimen. Pero que esté abierta a cambiarla.
—No, está bien —contesté.
Vi un cubo de basura junto al garaje y me acerqué, pensando en la botella de Jack y en la camiseta desaparecida.
«No pierdas los nervios, P. T. Tu camisa no está en ese cubo. Tú no mataste a ese capullo».
Abrí el cubo de basura, y Purvis estaba en lo cierto. No había ninguna camiseta ni camisa de franela dentro. Ni una botella de Jack Daniel’s.
—¿En qué piensas? —preguntó Remy.
—Intento que encajen todos estos detalles —dije—. Le has visto el tatuaje, ¿verdad?
Me quité los guantes, los tiré a la basura y volví a entrar.
—Neonazi —dijo—. Sí.
—Y el ladrillo de hierba —añadí—. El que lo mató, fuera quien fuese, ¿no se lo llevó?
Me dirigí a la sala de estar con Remy tras mis pasos.
—Sí —afirmó—. Aún no le he encontrado sentido.
Me senté en la butaca al lado de Gerbin, el técnico de la científica.
—¿Estás bien? —preguntó—. No tienes buen aspecto.
—No me siento bien —repuse.
Apoyé los codos en las rodillas y agaché la cabeza mientras contaba hasta tres. Luego, alargué la mano y recogí el mechero. Lo dejé encima de la mesita de centro. Apoyé las manos en el borde de la mesita, al lado de Gerbin, y esperé.
—Jefe —dijo Remy—, ¡los guantes!
Gerbin se me quedó mirando fijamente.
—Joder —exclamé—. Me los he quitado fuera. Estaba mareado y tenía que sentarme.
Gerbin lo estaba catalogando todo.
—Has tocado el encendedor, el tablero de la mesa, los brazos de la butaca. Probablemente el pomo de la puerta lateral.
Pensé en todas las zonas con las que había tenido contacto anoche.
—Lo siento —me excusé con Gerbin.
—Alvin puede excluir tus huellas, inspector —dijo Sarah, la forense.
Remy me entregó unos guantes nuevos y me los puse.
—¿Por qué no vas a que te dé un poco de aire fresco, inspector? —dijo Sarah—. Siéntate en un coche patrulla. Pon bien fuerte el aire acondicionado.
Miré el ladrillo de hierba y pensé en Corinne.
—Estoy ahí fuera —dije.
Salí por la puerta y fui sendero abajo hasta donde se encontraba el coche patrulla. Remy estaba confusa. No sabía si seguirme o no.
—Registra hasta el último cajón, Rem —le aconsejé a mi compañera—. Encuentra algo sobre esta chica.
Remy asintió, y me volví hacia el agente junto al coche patrulla.
—Date un garbeo, ¿quieres, colega?
Ocupé el asiento del acompañante del vehículo.
Corinne Stables estaba en el asiento de atrás con las manos esposadas por delante. Era el protocolo en situaciones de violencia doméstica.
A la luz del día, los moratones tenían peor aspecto que por la noche. Bajo un leve maquillaje, le vi una marca púrpura encima del ojo derecho. Olía a una mezcla de Chanel Nº 5 y vaselina.
—Confío en que no esperes que te dé las gracias. —Corinne me fulminó con la mirada.
Había diferentes maneras de tomarse el comentario, pero ninguna buena.
—Yo no le hice eso a tu hombre —aseguré—. Solo hablamos.
—Bueno, yo tampoco —repuso Corinne—. Así que, a no ser que quieras acabar aquí atrás conmigo, más vale que me libres de estas esposas.
Me volví para mirar hacia delante, comunicándome con Corinne a través del espejo retrovisor.
—¿Cuánto hace que vives aquí, Corinne? —pregunté.
—Dos años.
—¿Figura tu nombre en el contrato de alquiler o el de él?
—Los dos —respondió Corinne, que no veía adónde quería ir a parar.
Hice una breve pausa. Me mordí el labio.
«Vaya fiasco», pensé. Y me refería a mí mismo, no a ella. Tendría que haber ido a que me revisaran la cabeza por creer que iba a poder ayudar a esa chica. Me contó un cuento triste mientras me fumaba un pitillo en la puerta de un club de estriptis. Mientras tanto, ¿estaba enamorada del paleto racista de su novio y tenía un contrato de alquiler a medias con él?
—¿Entiendes las normas que atañen a la posesión de marihuana frente a la venta en el estado de Georgia? ¿Desde cuándo se encuentra en tu casa un ladrillo de ese tamaño?
—No es mío —aseguró Corinne.
—Da igual —dije—. Semejante cantidad de hierba supone intención de distribuir para cualquiera que figure en ese contrato. Condena por delito grave. Un año como mínimo. Diez como máximo. Una fianza de cinco mil dólares.
—La hostia —exclamó.
—Exacto. La hostia. —Señalé la casa—. ¿Quién es el propietario?
—Un tipo a un par de manzanas de aquí —contestó—. Randall Moon. La casa roja de la esquina.
—Voy a tener que ser yo quien hable con él —repliqué—. Para preguntarle por el alquiler de la propiedad.
Corinne lo captó.
—¿Es un tipo listo, Corinne? ¿Sabe moverse en la calle?
—Sí.
—Porque voy a decirle que si me presenta un contrato con tu nombre su apartamento pasará a considerarse un punto de venta de droga. Su propiedad quedará clausurada un año durante el juicio, lo que supone que no recaudará nada de alquiler.
—Pero ¿y si solo está el nombre de Virgil en el contrato? —indagó Corinne.
—Bueno, Virgil ya no está para ponerle pegas, y eso significaría que tú habías venido a pasar la noche. Y ya no eres un camello camino de la cárcel. ¿Sabes lo que le harían a una monada como tú en la cárcel de mujeres de Swainsboro?
—¿Qué quieres? —preguntó Corinne.
—No me conoces de nada.
—Por mí, encantada —respondió.
—Y lárgate de la ciudad —añadí—. Si eres de alguna parte, regresa allí. Si eres de aquí..., es hora de marcharse.
Sus ojos castaños no se despegaron de los míos en ningún momento. Yo seguía dándole vueltas. «¿Lo hice? ¿Lo maté?».
—¿Tienes alguna pregunta?
Titubeó.
—¿Para ti? ¿Por qué iba a preguntarte nada? Si no eres más que un madero cualquiera. No te conozco.
—Bien —afirmé, y me apeé del coche.