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ОглавлениеRuido de golpes. Y agua. El golpeteo de unos puños pequeños contra el cristal. Pero hoy sonaba más fuerte de lo habitual.
Entonces oí mi nombre de pila. No la palabra «papá», que es lo que por lo general grita Jonas cuando imagino que el coche se precipita al río Tullumy.
—P. T. —escuché—. Paul Thomas Marsh.
Rodé a un lado y me quedé mirando el suelo de madera de la habitación de mi hijo. Oí a Remy gritar. Golpeaba la puerta principal.
Había una botella de Dewar’s a mi lado medio llena y con el tapón enroscado. La hice girar hasta debajo de la cama de Jonas y me levanté. Seguía con la ropa del día anterior. Me centré en lo positivo: menos pijamas que lavar.
Fui hasta la puerta de la casa y la abrí.
Remy me dio un repaso con la mirada.
—Dios —exclamó, escudriñando la vivienda tal como le había enseñado—, creía que estabas muerto o algo así.
Iba vestida con una blusa blanca y un pantalón canela que realzaba sus largas piernas. Dio unos pasos hacia el interior y husmeó.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
La cabeza me martilleaba por haberme levantado más rápido de lo debido.
—Dímelo tú, colega —respondió—. Te he llamado diez veces al móvil. Y tu casa huele como una pocilga.
Fui a la cocina a por agua con hielo. Miré el reloj. Marcaba las 8:03 de la mañana.
—Kendrick tenía los codos rotos —afirmé.
—Sí, me llamaste a las cuatro de la madrugada y me lo dijiste —replicó Remy—. Luego, otra vez a las cuatro y media.
No recordaba haberlo hecho. Me froté la cara para espabilarme.
—¿Qué hay previsto para hoy? —pregunté.
Remy vio debajo de la mesa del comedor una botella de vodka ruso barato.
—Cable aeronáutico —contestó.
El sol que entraba por las ventanas de la cocina era insoportable.
—¿Es eso lo que había atado alrededor del árbol donde secuestraron a Kendrick? —pregunté.
Remy asintió.
—Lo venden en tres sitios de la ciudad. Uno está cerca de la SR-902. A unos tres kilómetros de Harmony.
Me senté a la mesa del comedor. Nuestra casa era pequeña. «Acogedora» era la palabra que usaba la gente. Lena y yo se la compramos a una pareja mayor que se jubiló y se fue a Florida.
La cocina, la sala de estar y el comedor formaban un amplio espacio, y Lena lo había llenado de muebles antiguos que había comprado de segunda mano en viajes por el país con su hermana gemela, Exie.
Remy cogió un plato sucio de la encimera de la cocina con el pulgar y el índice.
Mi compañera tenía carácter. Era un marimacho —dura, no aguantaba gilipolleces de ningún tío—, pero también era probablemente más mujer de lo que podría soportar un hombre como yo.
—Vaya, jefe —dijo—, ¿no has oído hablar de las señoras de la limpieza?
Le cogí el plato a Remy y lo dejé en el fregadero.
La mayoría de los muebles antiguos que Lena había adquirido hacían ahora las veces de percheros. Cuando no estaba trabajando, llevaba las mismas cinco o seis camisetas, las tendía sobre viejas mesas de costura de vidrio o baúles roperos de cerezo llenos de fuentes de plata antiguas.
—Esos comercios —dije—, ¿trabajan con el aeropuerto?
—No, lo de «cable aeronáutico» es engañoso —puntualizó Remy—. Se usa sobre todo en las fábricas. Para levantar maquinaria. Ya he llamado a un tipo. Nos está esperando.
Purvis salió dando tumbos del cuarto de Jonas, y Remy se agachó para masajearle el pellejo arrugado que se le acumulaba en la cara.
Los bulldogs descansan todo el rato, pero Purvis no había estado durmiendo ahí para estar cerca de mí. Había pasado un año, y seguía aferrándose a las esquinas del edredón de Jonas por la mañana, esperando que volviera a casa su mejor amigo.
—Diez minutos —dije, y Remy me contestó que me esperaba fuera.
Me metí bajo la ducha caliente y dejé que me caldeara la piel.
Agua. Puños golpeando. Gritos.
Dispongo de demasiada información sobre cómo les ocurrió todo a mi mujer y a mi hijo el pasado mes de diciembre. Pero no la suficiente acerca de por qué. La batería del viejo jeep había fallado. Las carreteras estaban resbaladizas. Mi suegro se encontraba presente. Lo llamaron para que ayudara. Llegó, pero no hizo más que empeorar las cosas.
Antes de que nadie se diera cuenta, el coche de mi esposa se había salido de la calzada y había ido a parar al río Tullumy, que se lo tragó en cuestión de segundos. El río arrastró corriente abajo el automóvil con mi mujer y mi hijo atrapados en el interior.
Me vestí a toda prisa, poniéndome una chaqueta de sport café claro, unos pantalones negros y una camisa blanca con botones en el cuello. Me agaché y le acaricié a Purvis el pelaje rosa blanquecino del morro, justo debajo de la mandíbula. Jadeó, y salí de casa, ahuyentando de mi cabeza el desastre que era el pasado.
Mientras yo conducía, Remy me habló de una noticia que estaba corriendo como la pólvora por toda Harmony. Habían enviado a casa a dos docenas de chicos del Paragon Baptist con hemorragia nasal, y nadie sabía el motivo.
—Es el instituto de Kendrick Webster, ¿verdad? —pregunté.
Remy asintió.
—Qué raro, ¿no?
—Los centros escolares son como placas de Petri —comenté—. Lo comprobamos con Jonas en preescolar. Se ponía enfermo un crío y de pronto todos lo estaban.
Me desvié de la SR-902 por Stanislaw Avenue. Abandonamos la carretera general y doblamos por una calle de una sola dirección para aparcar delante de un sitio llamado A-1 Industrial. Tenía una enorme marquesina de metal con cuatro camiones debajo, todos cubiertos de vinilo verde neón.
Una vez dentro, nos presentamos a Terrance Clap, con quien Remy había hablado por teléfono. Pasaba de los setenta años, cargaba con más de veinte kilos de sobra en la barriga y llevaba una gorra verde como las de los revisores de tren.
—No recibimos muchas visitas de la policía.
Clap arrastró la última palabra y sonrió, plantado detrás de un mostrador que iba de punta a punta del establecimiento. Tenía la voz profunda, más grave todavía hacia el final de las frases.
Remy le enseñó a Clap un trozo de cable que habíamos cortado de la pieza de doce metros hallada en el lugar donde secuestraron a Kendrick.
—¿Qué nos puede decir de esto, señor Clap? —le preguntó.
Clap se acercó un taburete. Apoyó la barriga en el mostrador y cogió una lupa para inspeccionar el cable.
—Bueno, es cable aeronáutico, como he supuesto por teléfono. —Me miraba más a mí que a Remy—. De ocho milímetros.
—¿Y para qué se suele utilizar? —indagué.
—Bueno, depende —contestó—. Puede ser para algo relacionado con barcos o para la construcción. ¿Qué piensan construir o levantar?
Miré a Clap con los ojos entornados. Remy le había advertido por teléfono que se trataba de una investigación criminal.
—No queremos construir nada —respondí—. Este cable se usó en un delito. Intentamos averiguar qué clase de persona lo tendría a mano.
Clap arrugó el entrecejo. A su espalda había hileras de estanterías abarrotadas de suministros.
—¿Alguien estranguló a una persona con esto? —preguntó.
—No podemos dar detalles —replicó Remy—. ¿Venden este cable aquí?
—Sí, claro —respondió Clap, que se marchó andando por un pasillo y regresó con una bobina de madera de unos dos palmos de diámetro para dejarla caer encima del mostrador.
Remy le dio unos golpecitos. Había probablemente unos sesenta metros de cable idéntico enrollado en torno al centro.
—¿Guardan registros de quién compra esto?
Clap titubeó mientras cogía una petaca de Red Man de debajo del mostrador y se metía un poco de tabaco para mascar detrás del labio.
—Esto es autoservicio al contado o con cuenta, cielo —dijo, mirando aún hacia donde estaba yo—. Si es al contado, tenemos recibos de papel como estos.
Clap sacó también de debajo del mostrador un taco de madera de cinco por diez. Los recibos estaban sujetos a un clavo que atravesaba el taco.
Cogí el recibo superior y leí lo que había anotado en los apartados «Nombre» y «Dirección». Alguien había escrito «Joe». Nada más. Solo Joe. En el siguiente, el nombre era «N/A», de «No Aplicable».
—Parece que son de lo más detallistas, ¿eh? —comenté.
Clap me sostuvo la mirada manteniendo una mueca estúpida en la cara.
Hay veces que despierto por la mañana y me encuentro en la Georgia de 1896. No es mal sitio para mí. Pero para mi compañera es un país extranjero. Un territorio hostil.
Era el primer día de la investigación y en los medios ya corrían rumores sobre la amenaza de que se ocuparían del caso los federales. Había gente a ambos lados de la brecha racial que lo prefería. Algunos meramente por el caos que ocasionaría.
Endurecí el gesto.
—Tenemos entre manos una investigación seria, señor Clap, y me está sonriendo usted igual que un perro con dos chorras. He de decirle que no me hace ninguna gracia. Me da por pensar que esos camiones de ahí podrían empezar a ser multados por todo tipo de razones.
Clap adoptó un gesto solemne.
—Un par de multas de aparcamiento —continué—. Alguna que otra multa por exceso de velocidad. Qué coño, me veo interesándome personalmente por todo su negocio. Registros fiscales de ventas. Declaración de la renta. —Levanté el recibo en el que ponía «Joe»—. Igual parece que este tal Joe compró piezas por valor de diez dólares, pero el estado insiste en que fue por valor de cien porque esa cantidad arrojaría más impuestos. Resulta que al estado le gusta la pasta.
—¿Por qué no empezamos de nuevo? —dijo de manera inexpresiva.
—Sí, vamos a empezar de nuevo. —Levanté el trozo de cable—. ¿Cómo describe esto?
—Bueno...
—Ah, y mire a mi compañera cuando ella le plantee una pregunta.
Me sostuvo la mirada un momento y luego lo dejó correr.
—Lo llamamos un siete por diecinueve —explicó—. Lleva un entramado de diecinueve ramales de cable y alrededor otros seis entramados.
—Y los que lo compran —preguntó Remy—, ¿para qué lo utilizan?
Clap se volvió hacia Remy.
—Aguanta peso —dijo—. Tiene eso que llamamos bajo índice de fatiga. Se usa sobre todo para poleas. Roldanas.
—¿Qué es una roldana? —preguntó Remy.
El viejo se acercó a una caja en un estante y sacó una de esas ruedas acanaladas. Yo las había visto antes, pero no sabía cómo se llamaban.
—Un tipo que compra siete por diecinueve —le dijo Clap a Remy— repara maquinaria industrial. Tiene una grúa. Trabaja en un pozo. Si hay que mover algo pesado, hace falta un cable, una polea, una roldana.
—¿Qué me dice de una grúa de vehículos? —pregunté—. Lleva un torno, ¿verdad? ¿No es más o menos lo mismo?
Clap tamborileó con los dedos unos compases cerca del ombligo.
—Bueno, las grúas de vehículos llevan cable de un grosor específico. Yo no me dedico a eso, pero sí, supongo que se rige por el mismo principio.
Me mordí el labio, pensando en el vínculo que ya había establecido Abe. Vaughn McClure, de cuya casa se había marchado Kendrick, tenía un negocio de grúas. Y Grúas Stormin’ Norman era propiedad de Nube de Tormenta, el grupo neonazi.
—Así que si fuera un tipo que trabaja con poleas o con grúas, ¿sería normal que llevara doce metros de esto en la camioneta? ¿Para emergencias? —pregunté.
Clap se encogió de hombros.
—Supongo que es razonable. Aunque creo que los de las grúas usan cables de nueve milímetros y medio en lugar de ocho.
«Mejor aún», pensé. El grosor de la marca del cable en torno al árbol no era el habitual para las grúas, por lo que si lo encontrábamos en la parte trasera de la camioneta de McClure, sería más irrefutable como prueba.
Entonces se me ocurrió algo que no me había planteado.
Pensé en Kendrick, colgado de aquel árbol, y en «cómo» lo habían izado hasta allí. Quizá quien llevaba ese tipo de cable en el maletero albergase alguna otra intención aparte de derribar a Kendrick de la bici cuando iba por el canal.
—Este sistema que acaba de mencionar —le dije a Clap—. La polea. La roldana. Sería perfecto si tuviera que izar algo de peso hasta lo alto de, pongamos por caso, un árbol, ¿no? Podría atar el cable a una rama y pasarlo por esa roldana...
—Eso es —asintió Clap—. Así, un trabajo para el que tendrían que emplearse a fondo dos personas, con un sistema de polea lo podría llevar a cabo fácilmente una sola.