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Hacia el mediodía, Granjas Harmony era un hervidero de polis. Parecía todo un congreso de agentes de uniforme y tipos con corbatas feas. Eso no nos incluía a nosotros, que siempre estábamos listos para aparecer en la portada del semanario Southern Cop Weekly. Ya podía imaginarme el número del mes siguiente, Remy con los bolsillos llenos a rebosar de guantes azules para el escenario del crimen y yo, con jeta de confusión, preguntándome si habría matado al asesino.

—O sea, ¿que no se os ha ocurrido llamarnos primero? —El inspector Abe Kaplan fulminaba con la mirada a Remy—. ¿Antes de entrar a dar un garbeo por nuestro escenario del crimen?

Abe es un tipo de aspecto curioso. Mide uno ochenta y cinco y tiene el pelo rizado que no le crece como es debido en algunas partes. Es medio negro y medio judío ruso. La combinación es una advertencia para que los menos agraciados de ambos grupos dejen de verse en bares oscuros.

Me coloqué entre él y Remy. Hace un par de años yo fui compañero de Abe, y este era capaz de buscar bronca en una casa vacía.

—Dooger ya os lo ha aclarado, Abe, así que vamos a dejarnos de tonterías.

—Bueno, ¿qué demonios hacemos aquí? —preguntó Merle Berry.

Merle es el compañero de Abe, un tipo robusto con una panza gigante y pelo entrecano que se vuelve blanco nuclear por encima de sus orejas. El acento de Merle es propio de las regiones más apartadas de Georgia, un timbre nasal que oía más a menudo de niño que en la actualidad.

—Necesitamos los detalles sobre el incendio —dije—. ¿Quién informó de ello? ¿Cuándo? ¿Y con quién habéis hablado hasta el momento?

Berry se levantó los pantalones tirando con una mano del cinturón.

—Avisó un fumigador de cosechas —contestó—. El viejo vio llamas a eso de las cinco y media de la mañana del domingo. El granjero de aquí había ido a misa.

—¿Habéis interrogado ya al fumigador? —preguntó Remy.

—No —respondió Berry.

Berry era un tipo chapado a la antigua, y Remy podía estar azuzando al oso sin darse cuenta. Me interpuse.

—¿Qué opinión te merece el granjero, Merle? —pregunté—. Remy y yo hemos hablado un momento con él, pero ¿qué os dijo a vosotros?

—Corren malos tiempos, y de todos modos no estaba cultivando ese terreno —respondió Merle.

—No parecía muy afectado —añadió Abe.

Al otro lado del campo arrasado vi a Sarah Raines, la médica forense, con los brazos en jarras. Vestía un mono azul limpio; debido a la llovizna, llevaba remetidos los bajos de los pantalones en las botas de goma negras.

—A ver qué te parece —propuso Berry—. Abe y yo anotamos todos los hechos en marcha, los ponemos en el expediente del caso y te lo dejamos en la mesa para las tres.

—Estupendo —accedí.

Empezaba a formarse una muchedumbre. Algunos eran con toda probabilidad empleados de la granja que llegaban tarde a trabajar. Otros, supuse, eran vecinos de Harmony. Semejante presencia policial en su barrio rara vez era una buena señal, y a menudo quería decir que algo se había torcido.

Volví a mirar a Sarah. Le estaba dejando espacio para que inspeccionara a la víctima. Había puesto al tanto sobre la soga al jefe Dooger y a ella, pero a nadie más.

Fui hacia ella. Conforme me acercaba, reparé en que la tierra cercana al pino taeda estaba sembrada de diminutos cristales verdes secos. Relucían como motas doradas entre la arena de la playa, e hice una fotografía con el móvil.

—Doctora —dije—, ¿alguna idea sobre la causa de la muerte?

Sarah miró a derecha e izquierda para comprobar si podía oírnos alguien.

—Cuando lo tenga en la mesa de exploración podré echarle un vistazo al cuello y verificar el contenido de los pulmones. Sabré si murió ahorcado antes de que el fuego acabara con él o si seguía vivo cuando lo colgaron.

Sarah había apartado las ramas que cubrían la parte inferior del cadáver, y me acerqué para observar con más atención el resto del cuerpo.

—¿Es el chico desaparecido? —pregunté.

—Eso creo. —Señaló una marca en la pierna derecha en la que la piel estaba solo levemente chamuscada—. En el informe de la desaparición se mencionaba una cicatriz en la espinilla de practicar skate.

Sarah se puso en cuclillas junto al chico.

—También me he fijado en esto —dijo.

Había una parte de los pantalones cortos que no se había quemado, y sirviéndose de unas pinzas hurgó bajo el dobladillo inferior y halló una etiqueta blanca.

—SEG Uni —leí el logo de la etiqueta—. Así que estos pantalones cortos forman parte de un uniforme, ¿no?

Cogí el móvil y busqué el sitio web del Paragon Baptist, un instituto de secundaria de Harmony que visitaba todos los años como parte del programa DARE para la prevención del abuso de drogas.

A medida que iba bajando la página, fui viendo imágenes de chicos con el mismo uniforme azul de pantalón corto. Remy vino a mi lado.

—¿Le has dado la vuelta a la etiqueta? —preguntó—. En las escuelas donde llevan uniforme, todo parece igual a menos que le pongas tu nombre.

Sarah hizo girar las pinzas para que viéramos el reverso de la etiqueta, donde había unas iniciales escritas con tinta.

K. W.

Como las de Kendrick Webster.

—Era lo que hacía mi madre cuando yo era pequeña —observó Remy—. Si no, mis amigas se iban a casa con mis sudaderas, y yo, con las de ellas.

Consulté la información de la alerta ámbar sobre Kendrick. Vi lo que ponía en la casilla de la «profesión del padre».

—Vaya, joder —comenté.

Porque en Georgia, ciertos asuntos prendían como barriles de pólvora. La raza era el primero, y aquí ese factor ya había entrado en juego. Pero justo después de la raza venía la religión. Y, según Personas Desaparecidas, el padre de Kendrick era un pastor baptista.

Un policía del sur

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