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CAPÍTULO V
ОглавлениеClara abrió la carta de su padre, la leyó con mucha atención e incluso subrayó dos líneas mientras parecía recitarlas en voz baja como si de una oración se tratase. Luego, fue hasta la máquina trituradora de papel que tenía en el despacho y pasó el folio por las cuchillas hasta dejarlo convertido en virutas ilegibles. Seguí todos los gestos desde la distancia. También en silencio. Ella había sido tajante y debía respetar su criterio.
—No me preguntes. Cuanto menos sepas, mejor para ti. Voy a buscar los vuelos a Panamá —como siempre, la cabeza de Clara funcionaba a mil por hora.
El viaje a Andorra fue rápido y lleno de facilidades. En realidad, no supe muy bien qué hacíamos en el país de los Pirineos y me limité a ejercer de ciclista en busca de puertos mientras esperaba a que Clara resolviese todos los problemas en los que andaban metidos. Para mí, fue una oportunidad de conocer nuevas ascensiones, debido a que lo difícil allí era encontrar terreno llano. Ese cambio de rutina incluso me sentó bien desde el punto de vista mental.
Unos días más tarde, regresamos a España e iniciamos el viaje a Panamá, un país que nos recibió con calor y humedad. Para muchos europeos, Panamá es un pedazo de tierra pegado a un canal. Pero en realidad tiene el tamaño de Castilla y León y más bancos que niños en la provincia de Teruel. Desde el principio, comprobé que el viaje no iba a ser sencillo. O, al menos, no para mí. Un coche oficial nos esperaba en el aeropuerto, cortesía de Jorge Páez, exmarido de Clara. Sinceramente, me dolían ese tipo de detalles. Hubiera preferido que la relación entre ambos estuviera rota. Pero pronto tuve que asumir que no era así y que nunca lo iba a ser. Jamás he sido celoso, pero esa cordialidad exquisita me superaba.
La primera mañana en Panamá arrancó con la visita de Jorge Páez a nuestro hotel. Lucía el mismo bronceado y la misma sonrisa que le recordaba de nuestro anterior encuentro, cuando coincidimos durante la presentación del equipo Magic Resort. También mostraba, como en aquella ocasión, un destacable don de gentes, así como la virtud y la paciencia de detenerse con todas las personas que le querían saludar. Ser el hijo del presidente de Panamá hacía que la vida de Páez no tuviera un atisbo de anonimato en ninguno de los pasos que daba por el país. Vivía en un escaparate continuo y disfrutaba de ello.
Con nosotros estuvo encantador. Fue respetuoso y no dijo ni hizo nada que me pudiera sentar mal, por mucho que estuviera esperando cualquier gesto fuera de tono para lanzarme sobre su yugular. Era evidente que Clara le había pedido que nos ayudara en Panamá y él estaba dispuesto a ejercer como el perfecto anfitrión. El plan que nos había diseñado era sencillo: coches a nuestra disposición y visitas bien coordinadas a los diferentes bancos y abogados. Todo estaba preparado y se cumplió con puntualidad propia de Suiza.
Comimos en el hotel y justo cuando apurábamos las infusiones, Jorge Páez volvió a hacer acto de presencia. En este caso, para invitarnos a una cena en la casa de su padre, es decir, el palacio presidencial. Resoplé. Aquello era demasiado. Por un lado, era una experiencia que me apetecía. ¡Por supuesto! Pero no era el presidente de Panamá. En realidad, era el exsuegro de Clara. Y no quería situaciones incómodas. Mi novia, como es lógico, contestó en su nombre… y en el mío y dijo que era un honor visitar al padre de Jorge. Yo respondí con el silencio. Asumí que la discreción formaba la esencia de mi papel.
La cena, sin embargo, fue agradable. Entre plato y plato, comprobé que los panameños saben escoger la palabra adecuada. Y los panameños que se dedican a la política son especialmente hábiles en ese arte. De nuevo, me marché con la frustración de que nadie había lanzado ninguna pullita sobre el pasado común de Clara y Jorge. Todos habían sido exquisitos en las formas y el fondo. En nuestro hotel, uno de los mejores de la ciudad, me decidí a contarle a Clara cómo me sentía.
—No te preocupes. Son así. Por eso me enamoré de la familia Páez. Cuando quieren, son encantadores. Como has visto, cuando estás con ellos, todo es maravilloso. Te dicen lo que quieres escuchar.
—No como yo.
—Exactamente. No son como tú. De ti me enamoré por lo contrario: me dices lo que no quiero escuchar.
—No sé si eso es bueno.
—Claro que sí, Lucas. No siempre es agradable, pero es bueno, muy bueno. ¿Cómo te lo explicaría? Bien, puede valer: el azúcar en pequeñas cantidades es maravilloso. En grandes… crea diabetes. Y eso es lo que me pasó con Jorge: me creó un mundo tan maravilloso como irreal. Todo era fachada. No teníamos nada en común, aunque me dijera que su vida dependía de la belleza de mis ojos. Eso suena muy bonito al principio, cuando vives deslumbrada, pero llega un punto en el que dejas de creer en las palabras y empiezas a creer en los hechos. Y la realidad es que Jorge empleaba las mismas palabras con cientos de mujeres. Además, no creas que fui la única que quiso parar la relación. A él le sucedió lo mismo, pero por motivos diferentes: decía que yo era demasiado ácida, que no tenía palabras de cariño, que pensaba en negocios y no en crear una familia, que no tenía paciencia para tejer redes de conexión con otras mujeres de empresarios panameños… Y tenía razón en todas sus críticas. Intenté adaptarme, pero fue imposible. No quería esa vida.
Por primera vez borré mis inseguridades de lo más profundo de mi cerebro y pude concentrarme solo en ser feliz durante el viaje a Panamá. Al parecer, lo más importante ya se había hecho: la familia Pellicer había reorganizado su entramado empresarial y el dinero había pasado de unas sociedades a otras. Además, Clara había desaparecido de los documentos oficiales y, por tanto, podía estar más relajada.
De camino al hotel después de la última visita, iba pensando en cómo entrenar, aunque solo nos quedaran dos días en Panamá. Clara tenía otro pensamiento en su cabeza. Y me lo planteó justo cuando yo me bajaba del taxi y cuando era evidente que ella no lo iba a hacer.
—Lo siento. Tengo que hacer un recado. Prepárate porque esta noche nos vamos a casa. He conseguido adelantar el vuelo. Pero me queda por arreglar un pequeño problema de un amigo. A mediodía nos vemos en el restaurante del hotel y comeremos con ese amigo. ¿Te parece bien?
Y Clara Pellicer desapareció de mi vista con la misma velocidad con la que había sembrado un torbellino de dudas. Había costumbres que no cambiaban.
Llegué puntual a la cita en el coqueto restaurante del hotel. La mesa había sido decorada con esmero: mantel de tela tan fina como blanca y servilletas de un color beis especialmente elegante. No había ninguna cara familiar, así que opté por sentarme en una mesa con buenas vistas, pedir una botella de agua con gas y limitarme a esperar. La tardanza de Clara fue breve. Un par de minutos más tarde aparecía en el salón. Su rostro desprendía felicidad en esa mañana y su sonrisa era capaz de iluminar todo el salón.
—Perdona el retraso, Lucas. ¿No llegó nuestro invitado?
—No. Bueno, tampoco te lo puedo confirmar. No sé quién es.
—Lucas, por favor, claro que sabes quién es.
—Vale. Sé quién es… si me dices el nombre.
—De verdad, ¿tengo que dártelo todo mascadito? ¿No lo adivinas?
Negué con la cabeza. Los golpes de efecto de Clara me sacaban de quicio y ya intuía que algo en aquella adivinanza no me iba a sentar bien.
—Verás, nuestro amigo me pidió ayuda. Tiene dinero y no quiere depositarlo en España. Por un lado, empieza a ver los problemas del pinchazo de la burbuja y tiene miedo de una quiebra bancaria. Además, ese dinero… cómo te lo digo, es dinero de empresas extranjeras y que no ha pasado por España… —Clara se tomó unos segundos para pensar sus palabras—. Es un poco complejo y, al mismo tiempo, es demasiado fácil: no quiere pagar impuestos.
—Me estás generando estrés. ¿Quién es? —pregunté temiéndome lo peor.
—Nuestro amigo necesita un lugar donde colocar ese dinero
—replicó Clara ignorando mi pregunta—. Y le he ayudado con mis contactos aquí. Todos hemos salido ganando. También tú.
—¿También yo?
—Sí, también tú. Por cierto, hablando del rey de Roma.
Sorprendido por las palabras de Clara y el cariz que había tomado la conversación, me di la vuelta y vi cómo en el restaurante había entrado… José Luis Calasanz, mi jefe y mánager del equipo ciclista Gigaset.