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CAPÍTULO X
ОглавлениеNo es difícil correr un Tour de Francia. Lo complicado es llegar a profesionales. Son muchos los niños que empiezan en las escuelas de ciclismo y muy pocos los que firman un contrato profesional. Luego, con paciencia y trabajo, es probable que tu equipo acabe por meterte un año en el bloque del Tour. Sin embargo, en ese verano de 2008 las garantías habían saltado por los aires. No había ningún tipo de seguridad. Vivíamos las guerras entre todos los organismos del ciclismo y, al mismo tiempo, los coletazos finales de la Operación Puerto. En nuestro caso, Gigaset era uno de los que podía participar en el Tour, algo que no todos podían decir y que generaba histeria en las marcas. El mejor ejemplo era el de Astana, posiblemente el más potente equipo para vueltas de tres semanas y descartado por la organización francesa.
El conjunto de Kazajistán pagaba los errores de 2007. Los políticos de ese país habían fichado a Johan Bruyneel como nuevo gerente, aunque nadie podía garantizar que Vinokourov no siguiera moviendo los hilos por detrás. Llevaban tres gestores en tres años demostrando que corrían como un pollo sin cabeza. Habían contratado a Alberto Contador, vencedor del Tour de 2007, como jefe de filas en un bloque en el que también figuraban Klöden y Leipheimer. Eran argumentos de peso. Pero ASO cerró las puertas por lo sucedido un año antes con Vinokourov y Kashechkin. En Francia querían dar una lección de ética y demostrar que no iban a aceptar a nadie dudoso. No había espacio para los tibios y, además, después de dos victorias españolas no venía mal cargarse al principal favorito… español. Pero, sobre todo, estaban cansados de bailar cada año con escándalos y querían cortar los problemas de raíz. El Tour de 2008 tenía que ser el más limpio de la historia. Lo decían siempre que empezaba la carrera, pero ahora estaban dispuestos a tomar todas las medidas necesarias. Otra cosa es si los ciclistas estábamos dispuestos a escuchar ese mensaje.
El caso de Astana y Contador no era anecdótico. Otras figuras como Jan Ullrich, Ivan Basso o Floyd Landis también se quedaron fuera. Pero en sus casos por sanciones, así que no podían llorar. A otros como Tom Boonen se les vetó por un positivo por cocaína en mayo. El control había sido fuera de competición, por lo que el belga no podía ser sancionado desde el punto de vista deportivo. Otra cosa es que hubiera quedado como un idiota. El Tour no le dejó correr. Así de rotundos fueron en su sentencia. Para ello buscaron un artículo de redacción ambigua sobre aquellos corredores que pueden perjudicar la imagen del ciclismo. Fue suficiente para darle una patada en el culo.
La primera curiosidad de la carrera llegó en los controles antidopaje previos al inicio de la prueba. El Tour no confiaba en la UCI y encargó todo el diseño a la AFLD, es decir, la Agencia Francesa de Lucha Antidopaje. Por otro lado, la UCI no confiaba en el Tour ni en la AFLD y no quiso compartir con ellos la información que habían acumulado gracias al pasaporte biológico, así que llegamos a la salida con dos organismos peleándose por hacernos el mayor número posible de controles y de la forma más severa posible, pero convencidos también de la importancia de no compartir información. Eso no fue lo peor. Cuando el Tour entró en Italia para la disputa de una etapa, el CONI, Comité Olímpico Italiano, se unió al circo, por lo que ya teníamos una tercera institución que también se involucraba en la guerra de guerrillas. Así de absurdo era el mundo de aquellos años, con tres organismos en contra del dopaje, pero luchando entre ellos en lugar de luchar contra los tramposos.
En la primera etapa del Tour tuvimos la primera victoria española: Alejandro Valverde levantó los brazos después de un esprint portentoso en el repecho final de Brest. Para mí, no fue una sorpresa. En Talavera había jugado con nosotros como si fuéramos niños, así que lo más lógico del mundo era verle ganando apenas unos días más tarde. Sin embargo, Enrique, que ya empezaba a ser perro viejo, tenía otro punto de vista:
—Se le hará largo. Bórralo de la lista. En Dauphiné volaba, igual que en el campeonato y aquí se repite la historia. No aguantará tanto tiempo en forma. En el fondo, Valverde está echando mano del carácter: no le querían dejar salir en el Tour por sus vínculos con la Operación Puerto y están todo el día amenazándole con sacar la puta bolsa 18, que es la que siempre se intuyó que le pertenecía. Así que ha venido a tope para darles en el morro… pero esto no es como empieza sino como termina. Acabará fundido por esa misma rabia que ahora le hace volar. Ya verás.
—Pues si a Valverde se le hace largo, imagínate a mí —le contesté.
—Tú no te preocupes. Rendirás bien. El trabajo está hecho. Hemos entrenado y, sobre todo, descansado. El hematocrito lo tenemos bien alto y los resultados llegarán. No sueñes con ganar la general. No es nuestro nivel. Pero vamos a cumplir. Seguro. José Luis dice que guardemos fuerzas para el final. Pero prefiero dejarme ver desde el principio. Lo que haga ahora, hecho está. Y nos generará confianza.
Y así afrontó el Tour. Enrique fue protagonista en la primera semana metiéndose en todas las escapadas que pudo e incluso subió al podio como líder de la montaña. Los jefes de Gigaset llamaron a José Luis. Incluso los delegados en Francia y el de Alemania se dejaron caer por nuestro coche para seguir la carrera desde dentro. Todos estaban eufóricos. Y eso relajó el ambiente y las dudas con las que nos habíamos presentado en la salida. En mi caso, aquello me permitió centrarme en un objetivo difícil: disfrutar. Es tanta la tensión y los nervios que son pocos los corredores que saborean la sensación de estar disputando la carrera más importante del mundo. Yo lo hice. Al menos, unos días.
Mis padres se habían decidido a venir a verme. Y también Clara. Habían tenido la feliz idea de alquilar una inmensa caravana y seguirme durante todo el Tour. Aquello me parecía extraño. No me imaginaba a Clara durmiendo en la misma caravana que mis padres, la verdad. Ella estaba acostumbrada a hoteles de cinco estrellas. Pero mi novia era una mujer de muchos registros y, cada vez más, se estaba integrando en nuestra estructura familiar y en un deporte, el ciclismo, que es más de alpargata que de Manolo Blahnik.
De todos modos, ver a la familia en el Tour es casi tan estresante como la carrera. Para empezar, la multitud se arremolina alrededor del bus todos los días y a todas horas. En cuanto sales de esa zona de seguridad en la que se han convertido los autobuses, tienes problemas para dar un solo paso, incluso con la ayuda de los auxiliares. En ese primer momento, buscas con la mirada una cara amiga hasta que localizas a la familia, vas hacia ellos, les das un beso y pronuncias un simple hola mientras estás nervioso pensando en que debes firmar.
Cuando vuelves del acto protocolario, ya más calmado, te detienes a charlar con los familiares. Es el momento de relajarte. Pero no puedes evitar que cada veinte segundos una persona se meta por el medio a pedirte un autógrafo o una foto sin respetar a nada ni a nadie. Así es imposible tener una conversación más o menos formal y, mucho menos, una charla profunda. Por eso no podía preguntarle a Clara por su padre y los negocios. Pero no me hacía falta. Sabía que ese verano la economía mundial estaba derrumbándose: el coste del petróleo andaba fuera de control y, al mismo tiempo, cada vez había más parados. Todo aquello debía estar golpeando a Magic Resort. No podía olvidar la última estadística que había visto en la prensa: las grandes constructoras españolas habían pasado de vender 500 millones de euros en el primer trimestre de 2007 a únicamente 20 en el primer trimestre de 2008. Solo viendo su cara y el tono de su voz sabía que tenían problemas en casa. Pero ni ella lo mencionaba ni yo hacía un gesto por saberlo. Aunque fuera egoísta, lo último que necesitas en el Tour son preocupaciones ajenas.
Los dolores llegaron por sí solos. No hizo falta ir a buscarlos. Y ocurrió de la forma más estúpida. En la quinta etapa, entre Cholet y Châteauroux, afrontábamos una jornada llana de 232 kilómetros. Todo debía resolverse al esprint. En principio, es lo que los periodistas llaman etapa de transición. Eso significa que ellos no tienen nada de lo que escribir y nosotros tenemos que darle a las piernas durante más horas de lo normal.
En el kilómetro 150 pasábamos por la zona del avituallamiento. Allí, un corredor del Milram recogió la bolsa y se puso a mirar su contenido. Delante de él, otro ciclista del Liquigas dio un pequeño bandazo hacia la izquierda y la rueda del ciclista de Milram quedó enganchada como por arte de magia, puesto que cada uno quería ir en una dirección y aquello era físicamente inviable. En ese momento, yo había guardado toda mi comida en los bolsillos y estaba atento. Así que mis ojos intuyeron el problema antes incluso de que se produjera lo que en el argot se dice hacer el afilador. Quise gritar. Quise avisarles. Incluso en mi garganta surgió el amago del grito. No me dio tiempo a nada. En apenas un segundo, el corredor de Milram estaba en el suelo y su bolsa había salido volando hacia el cielo. Y lo que es peor, yo estaba con mi rueda delantera pisando el cuerpo y la bicicleta del corredor de Milram. Había intentado esquivarlo. Había intentado frenar. Había intentado saltar por encima de él. En definitiva, había intentado muchas cosas y todas a la vez. Ninguna surtió efecto. El ruido del carbono de los cuadros partiéndose se quedó grabado en mi cerebro. Pero en un segundo, en un maldito segundo, no hay tiempo para más. Solo para que cuajase un fugaz pensamiento en mi cabeza: me caigo. Y eso es lo que pasó.