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PRÓLOGO

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Es hora de darle sabor a la vida. La frase quedó grabada en mi cerebro desde el mismo instante en que el cocinero nos presentó un plato de macarrones con trufa. O eso decía él, porque sinceramente nadie notó la menor diferencia entre la pasta de esa noche y los miles de platos de macarrones que habíamos probado antes. Eso sí, le dijimos que estaban buenísimos y que jamás habíamos degustado un manjar tan delicioso. Y nos fuimos a dormir. La carrera no había hecho más que empezar y por delante teníamos una veintena de días. Todo el mundo necesita ánimos. También los cocineros. No solo los ciclistas disfrutan del aplauso.

Tres semanas más tarde, conseguía imitar a mi ídolo, Marco Pantani, y proclamarme vencedor final de una gran carrera. Tantos años soñando con ser como él y, por fin, lo había logrado. ¡Era el mejor ciclista del mundo! Desde el peldaño más alto del podio pude tocar la gloria y sonreír a mi novia, mis padres y mi suegro, quienes habían viajado para disfrutar conmigo de la cara más amable del deporte. En ese instante mágico entendí que era el hombre más feliz del planeta.

A partir de ese día, el móvil no dejó de sonar con nuevas propuestas de patrocinio. Es curioso: jamás me habían propuesto nada que no fuera darme un par de zapatillas. Y ahora todas las marcas estaban dispuestas a pagarme cifras astronómicas. Pero a pesar del ruido, eso no formaba parte de mis preocupaciones. Mi cabeza estaba obsesionada con un tema: los controles antidopaje. Nunca había pasado tantos como en esa última carrera. Sabía que era normal. Siempre sucede en las pruebas de tres semanas, sobre todo, si estás en la pomada de los que pelean por el triunfo. Pero había visto movimientos extraños y mi tensión había subido enteros: pasé controles a última hora de la tarde y también a primera hora de la mañana siguiente; los tuve antes, durante y después del día de descanso… Era obvio que me estaban siguiendo de cerca y que los médicos de la Unión Ciclista Internacional (UCI) no confiaban en mí. No entendía el motivo cuando todos usábamos las mismas armas.

Tal vez a los gerifaltes de la UCI no les gustaba mi historia, la de Cinderella, tal y como repiten con entusiasmo los americanos. O dicho con nuestras palabras, la historia de una cenicienta humilde y andrajosa que después de correr en Portugal, ficha por un equipo español de nivel medio y, en su debut, se convierte en la reina más bella del baile. También era posible que nada de eso sucediera y que los controles fueran los habituales. La imaginación me podía estar jugando malas pasadas. A esas alturas me había vuelto paranoico y empleaba la mayor parte de mi vida escrutando sombras. La alternativa, mirar de frente hacia la luz de la verdad, no era viable. ¿Por qué? Si lo intentaba, no podría soportar el reflejo que mis ojos verían en el espejo.

Esa mañana me levanté y, como siempre hacía, empecé descargando el buzón del correo electrónico. El primer mensaje me heló la sangre. Venía de la UCI y llevaba como tema una numeración: «TF53.08». Aquello no pintaba bien. La UCI jamás escribe a un ciclista. Y si lo hace, no es para felicitarle. A ellos hace mucho tiempo que dejó de preocuparles el deporte. Solo piensan en dinero y poder. Y el dopaje también es una forma de alcanzar dinero y poder. Con ese mal presagio, me puse a leer mientras mi cuerpo empezaba a temblar:

Dear Mr. Castro.

Please find attached a letter addressed to you which you will

also receive by mail promptly.

We remain at your disposal for any additional information

you may require in this regard.

Yours sincerely

No me dio tiempo a traducir mentalmente aquel texto ni a abrir el documento adjunto. Una llamada entró en el móvil. Miré la pantalla. Había un +41 y detrás aparecía un número bien largo. Por debajo podía leer una palabra: Suiza. Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla. Me faltaba el aire y ni siquiera había contestado. Intenté calmarme. Mi mano temblaba. Le di a la tecla de responder.

Al otro lado sonó la voz del jefe de los servicios médicos de la UCI, Giorgio Corloni. Hablaba un español más que correcto, aunque mezclado con términos italianos. A esas alturas, por desgracia, empezaba a asimilar lo que iba a suceder. Mi cuerpo ya sudaba y mi cabeza estaba a punto de estallar. Al final, llegó la palabra maldita: eritropoietina. Luego, ese término quedó convertido en tres siglas: EPO. Las lágrimas corrían por mi rostro. Me sentía al borde del desmayo. La habitación entera daba vueltas. No podía ser. ¿EPO? No lo podía creer. La sensación de asfixia se había convertido en insoportable. No podía respirar. Dejé el teléfono sobre la mesa y grité con todas mis fuerzas. No podía soportarlo. Mi vida se había ido a…

Una mano me agarró con fuerza del brazo.

—Tranquilo, tranquilo. Ha sido una pesadilla.

Miré a mi alrededor. Era de noche. Estaba en la cama y a mi lado sentí la presencia de mi novia, Clara Pellicer. Me había agarrado el brazo y estaba pasando su mano por mi rostro. Me susurraba palabras al oído que apenas podía entender mientras trataba de controlar mi respiración.

—Calma, calma… Estás en casa. No pasa nada. Ha sido una pesadilla.

—Vale —fue lo único que acerté a responder.

—He estado hablando con mi amiga María Luisa.

A pesar de la oscuridad, estoy convencido de que Clara sintió la intensidad de mi mirada. ¿Había dicho María Luisa? No tenía ni idea de quién era.

—Es una psicóloga. Trabajé con ella durante una temporada de mucho estrés en la que, además, casi siempre soñaba con exámenes de la Universidad. Lo más curioso es que había finalizado la carrera, pero soñaba que me faltaba una asignatura.

—Ahora es cuando me vas a hablar de Sigmund Freud.

—No, no es eso.

—No creo en el psicoanálisis ni la interpretación de los sueños, Clara. Ese iluminado decía que los sueños son la realización de los deseos. ¿De verdad crees que mi deseo es dar positivo con EPO?

—No te iba a hablar de Freud, pero si quieres, lo hacemos. Acepto el reto. Y, además, tengo la solución para tus pesadillas. Otra cosa es que tú eres muy orgulloso y no vas a escucharme.

—Inténtalo —le dije aceptando que debía callarme.

—Los ciclistas sois unidireccionales. Piénsalo por un segundo: vivís en un deporte en el que nadie puede salirse de la ruta. Tenéis una salida y una meta. Y un único modo de viajar de un sitio a otro. Para vosotros, no hay alternativa. Ni podéis dar marcha atrás ni buscar un atajo o un rodeo. ¡Nunca! Y aplicáis esa fórmula a todo lo demás: de la salida a la meta sin importar que llueva o nieve. Pero la vida no es así. Debes abrir la mente. Por una vez, piensa en las alternativas.

—¿Me estás diciendo que deje el ciclismo? —pregunté cada vez más alterado por el tono de la conversación.

Clara se levantó de la cama. Ella tampoco estaba contenta con el tono. Encendió la luz, se sentó junto a mí y me miró a los ojos. Con dulzura, me explicó:

—Te estoy diciendo algo que tal vez no quieres escuchar, pero alguien debe hacerlo: abre bien tus oídos y elimina tus prejuicios. Y, por favor, tranquilízate. ¿Puedes escuchar un consejo y no ponerte a la defensiva?

—Sí, puedo —mentí.

—Pues bien, llevas bastantes semanas con la misma pesadilla. Ganas el Giro, el Tour o la Vuelta y das positivo con EPO. La pesadilla comenzó el 1 de enero, cuando vinieron a hacerte un control antidoping a casa por sorpresa. ¿Correcto?

—Sí, correcto.

—Pero no estás tomando ninguna sustancia rara y mucho menos EPO. Te has asustado tanto con este nuevo sistema de controles fuera de competición que estás convencido de que solo es posible afrontar el ciclismo de forma limpia. ¿Voy bien?

—Correctísimo. Te lo conté la misma noche de Reyes, después de mi primera pesadilla. En aquel control del 1 de enero estuve tan cerca de la catástrofe que he tomado la decisión de ir limpio hasta el final, aunque eso suponga quedarme en la calle cuando acabe mi contrato con Gigaset. Pero, ¿por qué repites lo que ya sabes?

—Pues porque la solución a tus problemas es obvia. Pero no la quieres ver. Está delante de ti.

—Pues no la veo. No me estoy dopando. Es imposible que dé positivo. Por eso no entiendo qué significa el sueño ni por qué siento esta presión.

—El problema no lo tienes con la EPO. Lo tienes con la otra parte del sueño. Piensa un poco, por favor.

—No te sigo —dije.

—Marco, tienes que dejar de soñar con ganar el Tour, el Giro o la Vuelta. Eso es lo que te está matando. En el fondo, sabes que si no te dopas y asumes riesgos, nunca ganarás una de esas carreras, así que deja de una vez de soñar con la gloria. Admite tus limitaciones. Eres un simple ciclista. Nada más. No intentes ser un superhéroe. Olvídate de ser el número 1. Eso no está a tu alcance. Disfruta de la vida con tus limitaciones. También se puede ser feliz así. Créeme.

Aquella frase me dejó sin palabras. Y hoy, muchos años después, puedo decir que en ese instante comenzó el primer día del resto de mi vida.

Pedaleando en el purgatorio

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