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CAPÍTULO VIII

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El campeonato de España sirvió para que Alejandro Valverde ganase la medalla de oro después de batir al esprint a Oscar Sevilla y también para constatar que ninguna televisión se interesaba por retransmitir en directo la prueba. Las alarmas saltaban por todos sitios: para empezar, Antena 3 había vendido el 49% de la empresa organizadora de la Vuelta a España (Unipublic) a ASO, los organizadores del Tour de Francia. En realidad, los gestores de Antena 3 estaban deseando marcharse de un deporte al que no le habían puesto conocimiento ni cariño y que les generaba dolores de cabeza. Habían gastado en la compra 42 millones de euros y ahora solo pensaban en retirarse sin perder mucho.

En esa primera década del siglo, vivíamos años duros para la credibilidad del ciclismo. Nadie apostaba por nosotros. Éramos —y con razón— la oveja negra del deporte, aunque jamás lo habríamos admitido. Estábamos ciegos y no estaba en nuestro esquema mental hacer una autocrítica: en 2006 el campeonato nacional se había muerto por el plante de los corredores tras la difusión del sumario de la Operación Puerto en el diario El País. En 2007 solo La Sexta se había prestado en el último segundo a dejarnos el escaparate de una cobertura televisada en directo. En 2008 no hubo nadie dispuesto a hacernos un hueco.

En lo deportivo, la prueba fue emocionante porque Sevilla buscó la victoria de forma heroica. Caisse d’Epargne tuvo que echar mano de Valverde para frenarle, lo que demuestra el gran nivel del de Ossa de Montiel. Todos sabíamos que Caisse d’Epargne intentaba ganar con cualquier otro corredor que no fuera su líder, así que el hecho de que hubieran usado al Bala —sobrenombre de Valverde— demostraba que se habían tenido que emplear a fondo. Y eso que la carrera se les había puesto de cara con dos ciclistas a rueda de Sevilla. Pero José Iván Gutiérrez y David Arroyo no pudieron resistir el ritmo y Valverde tuvo que llegar a la cabeza como el séptimo de caballería surgía en las viejas películas del Oeste, con música épica de fondo y cuando ya se intuyen a lo lejos las palabras The End.

Nuestro equipo rindió a un nivel aceptable. Subimos al podio con Enrique Jiménez y yo llegué también en ese primer grupo perseguidor. Eso hizo que el propio José Luis Calasanz viniera hasta la zona de podio para abrazar a Jiménez por su bronce y, también, para felicitarme por mi buen trabajo en la persecución. Ambos habíamos demostrado que la preparación en Sierra Nevada nos había sentado bien. Yo tenía muchas dudas sobre esa concentración en altura, pero lo habíamos hecho todo a la perfección y los resultados empezaban a llegar. Sabíamos que Valverde se había presentado en el Nacional tras ganar el Dauphiné y su nivel estaba fuera de nuestro alcance, pero no queríamos ser comparsas. En otras palabras, solo sentíamos que habíamos perdido con Sevilla y podíamos estar confiados de cara al Tour.

Precisamente con Sevilla tuve un intercambio de impresiones en la zona de podio. Estábamos bebiendo el primer refresco, ese que sabe a gloria. Yo acababa de felicitar a Enrique, pero tenía la mirada puesta en la avenida principal de Talavera para localizar el bus. No pasaba control y no tenía podio, por lo que me podía largar. Justo en ese momento llegó el subcampeón de España con su reluciente ropa de color verde fosforito y las decenas de calaveras blancas estampadas sobre fondo negro. De mis labios, surgió una única palabra, casi accionada como un robot.

—Enhorabuena.

—Para lo que me va a servir —contestó Sevilla.

Y en ese momento, una vez más, no supe qué decirle. En sus ojos se intuía una inmensa tristeza. La Operación Puerto había saltado a los titulares el 23 de mayo de 2006 y ahora estábamos, en junio de 2008, con un corredor que no había sido sancionado, pero al que tampoco se le dejaba correr en la elite. Aquello era un limbo jurídico inexplicable, una sanción encubierta en forma de círculo vicioso del que nadie sabía ni podía salir. En 2007 Sevilla había saltado de T-Mobile a Relax pensando que encontraría un oasis de paz en el que reconstruir su carrera e incluso el equipo había maniobrado y negociado con el Consejo Superior de Deportes un plan supuestamente revolucionario en la lucha contra el dopaje. Pero la realidad fue diferente: estando en Relax, la Vuelta vetó todo nombre implicado en la Operación Puerto, incluido Sevilla, por lo que el equipo entró en barrena, con mil problemas económicos.

Eso forzó a Sevilla a coger la maleta y firmar por el modesto y extravagante Rock&Racing americano, un conjunto donde se había unido a otros ilustres apestados como Tyler Hamilton o Santiago Botero. Ellos iban de «malditos», con calaveras en la ropa y declaraciones de tono amenazante. Pero aquello no dejaba de ser una pose que, además, no encajaba bien con la cara de niño ni con la sonrisa eterna de Sevilla, quien había acabado ahí como recurso final ante el veto de los grandes organizadores y, en consecuencia, la falta de apetito de los grandes equipos.

Su frase, «para lo que me va a servir», me persiguió todo el día. Así era yo. Asumía como propios los males ajenos. Y necesitaba darle vueltas hasta encontrar una solución, algo que no siempre conseguía. En el caso de Sevilla, me perseguía la imagen de ver en el mismo podio a Alejandro Valverde. Eran la cara y la cruz de una misma moneda. Uno se iba en apenas unos días al Tour mientras que el otro tenía en su calendario el Tour de Qinghai Lake, en China. El mundo era injusto. Y así se lo expuse a mi compañero Enrique.

Cuando se lo comenté, le pillé metiendo la medalla de bronce en la maleta. No me hizo caso. Seguía ordenando la ropa mientras yo daba argumentos sobre la injusticia, las dos varas de medir, la suerte en la vida de estar en el momento y lugar equivocados… Enrique comprendió que no me iba a callar fácilmente, así que cerró la maleta, se sentó sobre la cama, me miró a los ojos y me dio una lección.

—No tienes arreglo, amigo. Abre bien las orejas.

—Dispara —contesté sabedor de que la confianza entre ambos había crecido con el paso de los meses.

—La Operación Puerto ha sido como un incendio que arrasa una sierra entera. Los árboles, los animales… todo es calcinado. Pero en mitad de esa destrucción, ves una zona que ha quedado intacta. Tal vez sea porque el hombre construyó un cortafuegos, quizás sea porque el viento cambió de dirección o puede que fuera porque un avión lanzó un cargamento de agua en el momento adecuado. No lo sé. Pero ese trocito no se ha quemado. Y ya está, se disfruta y no se piensa más. Es la vida.

—Así que a Sevilla lo matamos y a Valverde lo convertimos en héroe.

—Olvídate de Valverde. Vamos a ver… —siguió Enrique antes de frenar su explicación, lanzar un fuerte soplido y mirarme con aire resignado—. Sevilla ha sido calcinado por la Operación Puerto. Y eso no tiene remedio. Por mucha agua que eches, está calcinado. Jamás volverá a correr en Europa. Lo intentó con Relax, pero las grandes vueltas no le quieren. Necesitan otra imagen y otros nombres. Sevilla jamás volverá a correr un Tour o una Vuelta. Eso es así. ¿Vivimos un deporte hipócrita? Sí. Pero ellos han cometido un error, les han cazado y ahora deben reconocerlo públicamente y pagarlo. Los abogados les dicen que no lo hagan, que callen, que intenten seguir corriendo… y así siguen metidos en el mismo círculo y pagando facturas abultadas a esos letrados. Se están equivocando. Pero no es mi decisión. No hay más. Déjalo correr y disfruta.

—Pero… —empecé a argumentar.

—No me mentes a Valverde. Piensa en mí. O, mejor todavía, piensa en ti. He visto tus resultados en Portugal. ¿Te crees que me chupo el dedo? ¿Me vas a decir que ibas a pan y agua? No me toques los cojones. Antes de señalar a otro, mírate en el espejo. Nos hemos salvado porque no trabajábamos con Eufe, pero hacíamos lo mismo. ¿Somos mejores que el resto? Piénsalo bien antes de contestar. Es verdad, otros se salvaron porque trabajaban con el canario, pero al policía o al político de turno le vino bien poner un límite a la destrucción o, incluso más sencillo, ni siquiera tuvo tiempo o ganas de investigar todos los nombres. Piensa lo que quieras. Da igual. La vida no va a cambiar. Unas partes del monte se quemaron y otras, no. Ahora toca pasar página.

—No hay ni buenos ni malos —dije a modo de conclusión.

—Hemos tenido más y menos locos, pero jamás diría que teníamos buenos y malos. Ahora es diferente. En Gigaset, al menos, queremos cambiar y otros también están por la labor. No sé si somos mayoría. Pero somos muchos, aunque me siga poniendo de los nervios por culpa de los cabrones que se resisten. Volviendo a lo que me decías: por supuesto que también me jode ver la cara de Sevilla, pero no hay nada que podamos hacer. Y si vamos con una antorcha a quemar a Valverde porque su trocito de bosque no fue calcinado por la Operación Puerto, tampoco salvaremos a Sevilla. Lo quemado… quemado está. Además, recuerda que la historia de Valverde aún no ha acabado. La UCI le perseguirá hasta el fin de los días. Y, sobre todo, sé sincero contigo mismo. Yo no me siento con la autoridad moral para encabezar una lucha contra los que no salieron calcinados. ¿Lo vas a hacer tú? Estoy seguro de que tampoco puedes. ¿O no ha habido un Eufemiano Fuentes en tu vida?

En ese momento me acordé del doctor Luis Alcázar, del que hacía mucho tiempo que no sabía nada, pero quien me había ayudado a organizar todo un sistema de dopaje al más alto nivel. No pude contestarle a Enrique. Me había cerrado la boca.

Pedaleando en el purgatorio

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