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CAPÍTULO XII
ОглавлениеJosé Luis dio un par de voces y, milagrosamente, apareció Tomás, el jefe de mecánicos. Venía con la bici de repuesto, que había bajado de la baca del coche. Me levanté mientras el cámara colocaba la lente a apenas unos centímetros de mi rostro. No le hice caso. Me monté. De nuevo, sentí que la piel se agrietaba y la sangre volvía a desparramarse por la pierna. Empecé a pedalear con la ayuda de Tomás para arrancar en esos primeros metros en los que apenas acertaba a meter el pie en el pedal. Y, curiosamente, el dolor se calmó. El cuerpo volvía a ponerse en marcha. Me emocioné. Parecía que todo encajaba. Así que intenté ponerme de pie sobre los pedales y acelerar. Sufrí un millón de aguijonazos por culpa del dolor. Algo iba mal. Así que volví a sentarme y apreté los dientes. Podía rodar… suave. Pero nada de milagros. Y por delante me quedaban 70 kilómetros. Aquel dato fue una losa para mi maltrecha moral. Al menos, el mareo había desaparecido.
Unos segundos más tarde tenía a mi lado el coche blanco descapotable del médico del Tour. Lo primero que hizo fue darme una pastilla. No pregunté. Si hay un médico al que le puedes coger una pastilla y tragártela sin preguntar, es al médico oficial del Tour. No trabaja para ningún equipo. Es el médico de la organización y, normalmente, es gente con décadas de experiencia en la oscura labor de apoyar a ciclistas enfermos o caídos.
Me agarré del coche y dejé de pedalear. Lo necesitaba. El doctor comenzó la cura y con cada uno de sus gestos, la intensidad de mi dolor crecía. Al final de ese proceso de operaciones realizado a cuarenta y cinco kilómetros por hora, tenía el cuerpo lleno de una especie de red blanca de pescador que mantenía las gasas pegadas a mi piel. El médico me dijo con un gesto de la cabeza que era el momento de soltarme del coche. Así lo hice y, de repente, me sentí como un náufrago al que lanzan de un barco en mitad del océano y le dicen que solo tiene que nadar hasta la orilla. ¿Qué orilla? En mi caso, para llegar a tierra firme necesitaba recorrer unos 60 kilómetros. ¿Qué sucedió? No lo sé. Sinceramente, he borrado la mayor parte de esos kilómetros. Así somos los ciclistas: máquinas de pelear y pedalear.
Necesité casi dos horas para llegar a la meta y estuve acompañado por un coche del equipo y por un coche del jurado técnico, que andaba pendiente de que no cometiéramos ninguna ilegalidad. También había decenas de miles de personas en las cunetas que se levantaban de sus butacas plegables para aplaudirme en cuanto me veían en el horizonte. Allez, allez… era el grito que más escuchaba, mezclado con ánimos en otros idiomas. Esa también es la grandeza del Tour: el gran evento de fraternidad universal y la única competición donde las aficiones se unen sin problemas de seguridad, ya que comparten el elemento común de amar el ciclismo y a los ciclistas, sin excepción. Pero esa emoción que los aficionados intentaban transmitirme no penetraba en mi cabeza. En esos kilómetros de tortura solo pensaba en mi ídolo, Marco Pantani. Sabía también que debía llegar a meta por Clara, por mis padres y por mí, por todo el esfuerzo de tantos meses de entrenamiento. Sin embargo, mis piernas apenas funcionaban. Todos me estaban esperando allí. Y no quería rendirme. El problema es que mi velocidad no dependía de la voluntad. Solo de las fuerzas y habían desaparecido desde el momento en que salí volando de mi bicicleta.
Fausto Quiroga se acercó con el coche. Era el segundo director del equipo Gigaset y el hombre que se quedaba con los descolgados. También era el director que iba a la fuga en el caso de que fuéramos protagonistas. Jamás había tenido mucha relación con él, puesto que en casi todas mis carreras había coincidido con José Luis. Cuando esa tarde le vi llegar, llevaba un bidón en la mano, aunque el objetivo más que ofrecerme líquido era protegerme del viento y darme un empujoncito para superar el repecho. Además, había órdenes que debía escuchar.
—Me dice José Luis que si te quieres bajar, no hay problema. Sabemos que la caída ha sido muy fuerte.
—Dile a José Luis que no ponga la fecha de hoy en mi lápida.
—Ya veo que no has perdido el humor. Sonríe a la cámara.
Las televisiones de todo el mundo se estaban aburriendo. La realidad es que muchos miran el Tour por el espectáculo deportivo. Otros, por los paisajes. Y también hay un grupo que busca un programa con el que dormir la siesta. Nada más. Era el día ideal para los últimos. Todo se iba a resolver en el esprint y no había mucho que contar… salvo la caída de un casi anónimo ciclista español que venía cortado del pelotón y que, a pesar de estar lleno de moratones, cortes y rastros de sangre, parecía que no se quería rendir. Así que, de repente, me convirtieron en el centro de atención y, por tanto, en un… héroe. Eso también es el Tour y eso también es el ciclismo. Todo lo que hagas en Francia tiene repercusión global. Y los ciclistas vivimos de esa atención. No hay socios, no hay entradas y no hay derechos de televisión para los equipos. Solo tenemos minutos en la tele y eso hay que estrujarlo hasta la última gota.
Apenas unos minutos más tarde vi que llegaban cinco fotógrafos. Nadie quería perderse al protagonista del día. Aún no sabía que Mark Cavendish iba a ganar en el esprint. Pero ya imaginaba que mi nombre y, sobre todo, mi foto, iban a ocupar el espacio más importante en las portadas de toda la prensa del día siguiente. Bueno, en ese momento aún no era consciente de todo lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Lo fui solo unos minutos más tarde, justo cuando vi que el coche número 1 de Gigaset estaba detenido en el arcén. José Luis Calasanz le había pedido al otro director que subiera y él en persona se había parado hasta que yo llegase a su altura. Para empezar, me gritó desde el lateral de la carretera mientras me aplaudía con fuerza. Luego, se subió en el coche para colocarse detrás de mí. Un segundo más tarde, lo tenía a mi lado. Venía eufórico. Era el único de los dos que transmitía esa sensación. Lo mío era un pozo de amargura.
—¿Cómo vas, hijo?
Le miré. No hizo falta responder para que supiera cuál era mi estado de ánimo. José Luis me devolvió la mirada y me dio un nuevo bidón con sales. Llevaba diez bidones cogidos y los últimos ocho no habían sido por necesidad de beber. Repetí el mismo gesto que con los demás: di dos tragos y lo lancé al arcén. Lo importante de cada bidón es que me permitían descansar. Por eso me los daban en los repechos mientras pisaban a fondo el acelerador del coche para impulsarme.
—Te cuento. Estamos perdiendo 15 minutos y nos faltan 30 kilómetros. He calculado que el fuera de control estará en 40-42 minutos. Yo creo que podemos llegar dentro del tiempo, pero lo más importante es que tú te encuentres con ganas de seguir. No te quiero obligar. Lucas, siéntete tranquilo para decidir.
Aquello me sonaba muy extraño. No me quería obligar, pero… había algo más, algo que no me estaba contando. No quise seguir pedaleando en mitad de la oscuridad.
—¿Qué está pasando? —le pregunté.
—Me ha llamado el jefe de Gigaset en España. Luego me han llamado de Alemania. También me ha llamado el capo de nuestras bicis. El de la ropa. Incluso el alcalde de Benicàssim. Están emocionados. Ahora tienes a todo el planeta mirándote y muchos con lágrimas en los ojos. Por eso, si te bajas, no pasa nada, pero…
El mensaje estaba bastante claro. Así que apreté los dientes y seguí pedaleando. El pelotón llegó a meta con victoria de Cavendish. Pero yo tenía a mi lado decenas de motos de fotógrafos y cámaras de televisión, coches de invitados… Nadie quería perderse mi heroicidad. Todo eso estaba muy bien, pero ninguno empujaba la bici. Solo yo podía hacerlo y cada vez estaba más cansado. Mi visión empezaba a no ser demasiado buena. Me costaba mantener los ojos abiertos y sentía que los brazos me colgaban como vigas de acero. Aquello se estaba poniendo cuesta arriba. José Luis venía cada dos minutos con el coche a animarme, me iba dando referencias, me pasaba algún gel y golpeaba con fuerza la puerta del coche. Por un momento empecé a soñar que estaba peleando por ganar la etapa. Necesitaba engañarme con mentiras e ilusiones que me hicieran no arrojar la toalla. En el fondo, necesitaba refugios mentales para huir de la realidad: estaba lleno de heridas, golpes y dolores y mis reservas físicas hacía muchos kilómetros que habían quedado vacías.
Dejé de pedalear a tres kilómetros para la meta. Había explotado. Estábamos en mitad de un repecho a la salida de la autovía y camino de la avenida principal de la ciudad. Ya se intuía el final. Pero mi cuerpo no daba más de sí. Estaba muerto. No podía seguir pedaleando. José Luis se dio cuenta de mi situación y se lanzó como un loco con su coche.
—Vamos, vamos… No te puedes parar ahora.
«No puedo más», le dije con un gesto de la cabeza. Pero José Luis no iba a aceptar un no por respuesta.
—No, no. Ahora no puedes parar. No me jodas. Has sufrido un huevo y hay que llegar a meta. Son cinco minutos más. Cinco. Vamos, vamos…
En el asiento trasero venía Tomás, el mecánico. Había sacado el cuerpo entero por la ventanilla y me estaba gritando como un loco. José Luis cogió un gel y un bidón. Me los dio mientras me susurraba:
—No lo sueltes. Cógelo con fuerza.
La remolcada fue brutal y se prolongó durante muchísimos metros. El coche me llevó en volandas hasta la cima del repecho. En el camino, empezamos a escuchar el silbato del juez árbitro, señal inequívoca de que debíamos detenernos en nuestra actitud. Al parecer, le habíamos pillado un tanto despistado y tardó en comprender lo que estaba pasando ante sus ojos: José Luis había decidido que yo iba a subir el repecho con su ayuda. O tal vez el juez árbitro era compasivo con mi esfuerzo y no quiso hacernos la advertencia hasta que ya estábamos casi arriba. De todos modos, no hicimos caso hasta completar el objetivo. Entonces, ya arriba, José Luis soltó el bidón y yo lo metí dentro del portabidones. Sabía que estaba prohibido el avituallamiento en los kilómetros finales de una etapa y, sobre todo, estaba prohibido que te remolcasen. Tanto mi director como yo teníamos claro que aquello nos iba a costar una multa e, incluso, era posible que nos sancionaran con tiempo. Pero cuando vas camino de perder media hora, es lo único que no te preocupa. Y las multas jamás han arruinado a un equipo o a un ciclista.
Al ver el triángulo rojo del último kilómetro, sonreí, apreté los dientes y volví a pedalear con energía. Curiosamente, no recuerdo absolutamente nada de ese kilómetro final. Estaba fuera de mí. Exhausto. Destruido. Llegué a meta y apenas tuve la clarividencia necesaria para ver que me había dejado 39 minutos. Debía ser suficiente para seguir en carrera. Tampoco me importaba. Allí estaba esperándome mi novia, Clara Pellicer. No supe muy bien cómo había podido acceder hasta allí, pues ella no tenía credencial. Pero me esperaba en meta, al igual que un montón de cámaras. Todos deseaban reflejar el momento del héroe anónimo que llega al final del camino y al que espera una mujer tan bella como Clara. Frené la bici y a duras penas conseguí no caerme. Uno de los masajistas estuvo hábil para sujetarme. Clara se abalanzó sobre mí y con mucha precaución, me dio un beso tan eterno como dulce. Ella estaba llorando por la emoción. Yo, también. Por un segundo, por un solo segundo, todos los dolores desaparecieron.