Читать книгу Pedaleando en el purgatorio - Jorge Quintana - Страница 18
CAPÍTULO XI
ОглавлениеSalí volando y contraje mi cuerpo en un inútil esfuerzo por no caerme o, al menos, pensando intuitivamente que así me haría menos daño. Era absurdo. El primer impacto fue demoledor. Pero, además, no fue el último. Apenas choqué contra el ciclista de Milram, salí rebotado hacia delante con más velocidad todavía. Era imposible frenar mi cuerpo mientras todo daba vueltas a mi alrededor. Llevaba el casco bien puesto y abrochado. Pero no llevaba protección para la piel. Solo maillot y culote. Sentí cómo se rasgaban con el segundo impacto y cómo el asfalto abrasaba hasta el último centímetro de piel del lado derecho de mi cuerpo. Me había arrastrado un par de metros sobre el suelo. Suspiré. Estaba mareado. De repente, me dolía todo el cuerpo y sentía incluso ganas de vomitar. Había perdido la respiración e intentaba recuperarla. Durante un segundo incluso perdí la conciencia. José Luis Calasanz estaba frente a mí. y no le había visto llegar.
—Lucas, ¿estás bien? —me preguntó con un tono tan nervioso en su voz que demostraba que ya sabía la respuesta.
Yo, por mi parte, me había sentado. Intenté incorporarme, pero sin éxito. Traté de sonreír. Quería tranquilizarle. Eso sí lo conseguí, pero mi gesto acabó convertido en una mueca. Un puñal atravesó toda la piel. Sentía incluso la sensación de que la sangre me recorría la pierna. Miré y, efectivamente, unas gotas de sangre iban cayendo con parsimonia sobre el muslo ignorando mi alarma ante lo que acababa de suceder. Aquello no tenía buena pinta. Pero en mi cabeza solo había una idea.
—Así no. Así no puedo irme del Tour.
Intenté levantarme y, de nuevo, regresó la sensación de mareo. José Luis se había agachado y me estaba pidiendo que no me moviera. Viendo su preocupación, sabía que el futuro era negro. Pero quise echar mano de la moral y pensé qué podía decirle a José Luis para cambiarle el gesto. En ese momento recordé una frase de Woody Allen. Las dos palabras más bonitas del mundo no son «te quiero». Son «es benigno». Aquel recuerdo me hizo sonreír. Es curioso y ridículo lo que puede pasar por tu cabeza después de una caída. En el fondo, son recursos mentales para desviar tu atención de lo único importante: las miles de señales de dolor que aparecen en tu organismo. De todos modos, no tenía energías para decirle a mi director lo de «es benigno». Y menos todavía cuando hizo acto de presencia el médico del Tour. En este caso, no se le veía la cara de miedo que tenía José Luis. Algo es algo, pensé.
—¿Cómo estás? —me preguntó en un castellano más que aceptable.
—No hay nada roto —le dije para tranquilizarle.
—¿Has perdido… la cabeza? —me preguntó demostrando que no manejaba tan bien nuestro idioma.
El silencio fue mi respuesta. No quería mentir, pero también sabía que decir la verdad significaba el adiós al Tour. El médico me miró de arriba abajo. Estaba hecho un Cristo, lleno de golpes y sangre. José Luis y el doctor se miraron. Luego me volvieron a revisar. En ese momento supe que iban a decidir mi futuro en segundos. Debía hablar. Tenía que convencerles. Pero era incapaz. El mareo no se había marchado.
—Lo siento, Lucas. Lo mejor es que subas a la ambulancia —me dijo José Luis mientras hacía gestos para que me acercaran la camilla.
Los enfermeros, rápidos, habían colocado la camilla justo a mi lado. Pero no quise que me subieran. Hice un tercer intento por incorporarme y lo conseguí, aunque apoyándome en el médico. Mi director sonrió. Se le veía, de repente, más tranquilo. Los enfermeros me obligaron a sentarme en la camilla y un segundo después ya me habían tumbado y estábamos camino de la ambulancia. El médico venía un par de pasos por detrás de mí, en silencio. Una angustia terrible se había adueñado de mi estómago. Era una sensación inmensa de pena. Las lágrimas se amontonaban en los ojos. Un cámara de la televisión francesa no perdía ni un segundo de la escena y grababa todos los registros de mi rostro. Por un segundo… pensé en Clara y mis padres. Debían de estar viéndome en algún bar cerca de la meta. Y en ese momento un extraño resorte se activó en mí.
—Dadme la bici —dije mientras me incorporaba.
José Luis se quedó en silencio. Estaba sorprendido. Volvió a mirarme y se giró en búsqueda del apoyo del médico. Los enfermeros me pusieron la mano encima intentando que volviera a tumbarme. Aparté sus manos. Y repetí la petición en voz alta. Quería que me dieran la bici. La camilla estaba en la misma puerta de la ambulancia. Todo el mundo miraba al médico. En teoría, era el único que podía hacerme cambiar de opinión. Yo, en cambio, buscaba mi bici. No quería escuchar nada más. Estaba decidido: iba a subirme en la bici.
—¿Estás bien? —preguntó el doctor.
—Dadme la bici —repetí como un autómata.