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Reformar… sin y con la nobleza

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Como han puesto de relieve todos los historiadores, Feijoo no se sujetó a un plan en nada, menos en sus ideas políticas, que están dispersas en todos sus escritos. Lo que acabaría siendo su Teatro crítico, iniciado cuando ya tenía 50 años, es el resultado de un vasto universo de ideas susceptibles de crítica, como si se enfrentara a un erial, producto del siglo de la decadencia en que había nacido, en fecha tan lejana como 1676, y de su triste final, el rey enfermo, la guerra de la sucesión, las dificultades de los ministros plebeyos —la caída de Macanaz, las críticas contra Patiño, las sátiras contra los vizcaínos—, de lo que él fue testigo y víctima. Daba igual por dónde empezar, pero había algo en lo que el consenso era general: el método a seguir en política debía ser la reforma. Así lo expresó Feijoo:

No hay duda en que el particular que violentamente pretende alterar la forma establecida de gobierno incurre la infamia de sedicioso. Pero asimismo el magistrado que cierra los oídos a cualquiera que con el respeto debido quiere representarle algunos inconvenientes que tiene la forma establecida, merece la nota de tirano. Mayormente cuando el que hace la representación no aspira a la abrogación de leyes, sí solo a la reforma de algunos abusos que no autoriza ley alguna y solo tienen a su favor la tolerancia. (TC, VII: 11).

«Reforma de algunos abusos que no autoriza ley alguna», ese era el camino. Primero, señalar los abusos que no justifica la ley y, luego, reformar; palabras casi idénticas a las de Campomanes, que añadía algo que iba de suyo: «El poder de los magistrados deriva de la autoridad soberana y legislativa del monarca». El agente no debía ser el vulgo, la «turba de necios» —al que Feijoo dedicó el primer discurso de Teatro crítico y del que espera poco: «Verá mejor al sol un águila sola que un ejército de lechuzos»—; tampoco el particular —es decir, el propio afectado—, sino el magistrado, toda vez que su poder emana del rey. La reforma se debía hacer desde dentro del sistema y por aquellos «que pueden mandar y proteger», la idea que dominó en el siglo, la auctoritas como acción no como represión. Campomanes, que en 1765, cuando escribió la Noticia, mantenía buenas relaciones con la casa de Alba y con quien luego sería presidente del Consejo de Castilla, el conde de Aranda, dejaba espacio aquí para el tipo de noble al que había que sumar a las reformas, aunque mantenía el tono crítico de Feijoo y de tantos otros. «La nobleza —escribió— se adquiere con las acciones ilustres a beneficio de la nación, y se conserva con la continuación de ellas en los descendientes; no con la ociosa posesión de las rentas adquiridas por la virtud de los antepasados».

La crítica contra la nobleza ociosa se abrió curso sin obstáculos desde que la nueva dinastía se rodeó de abogados —los cagatintas, como llamaba el conde de Aranda a los abogaduchos como Campomanes, o los sármatas como Grimaldi— y los elevó a los principales puestos ejecutivos al crear para ellos las secretarías y la vía reservada. El régimen de «ministros con el rey» se demostró útil para apartar a los grandes y dar paso a servidores del Estado como Macanaz, Grimaldo, Orendain, Patiño, Campillo, Cuadra (Villarías), Somodevilla (Ensenada), Campomanes, Moniño (Floridablanca), hidalguillos medrados, a los que, como mucho, se les vestía de marqueses o condes para adornar el cargo y para que el rey tuviera siempre al lado gente noble. No es que hubiera en la Corte un partido de mentalidad burguesa del que Feijoo fuera portavoz espontáneo, como mantiene Iris M. Zavala y aprueba Giovanni Stiffoni —para eso es muy pronto todavía—. Lo que había, y Feijoo y su amigo Sarmiento lo sabían, era un gran peligro en el partido de los grandes, que no dejó de moverse en torno al cuarto del príncipe Fernando desde que Felipe V volvió —ilegalmente— al trono otra vez, en 1724, y desde que comprobaron que Isabel Farnesio apoyaba un Gobierno de ministros plebeyos y les detestaba. La reacción en contra aumentó la potencia y cohesión del partido, como suele ocurrir todavía hoy: una mala oposición refuerza al poder.

Al criticar a la nobleza y elogiar el trabajo, Feijoo se ponía a la delantera de la política del siglo en los aspectos más temerarios, los que podemos rastrear en el mayor instrumento antifeudal del siglo XVIII, el catastro de Ensenada —el trabajo es la medida de la riqueza, iguala a todos, puro materialismo—; también en los fundamentos ideológicos de Campomanes sobre la desamortización y, desde luego, en las críticas de Jovellanos contra el mayorazgo en la reforma agraria, iniciada por Campomanes y Olavide, precisamente retomando alguna idea de Feijoo. Ahora bien, una empresa de esa envergadura tenía que producir contradicciones en un hombre como Feijoo, al fin y al cabo un benedictino y, por eso, el padre no olvida nunca citar las raíces nobles de todos aquellos a los que pide aprobación o dedica su obra. A veces incluso llega a ser empalagoso, como en la dedicatoria a Gaspar de Molina, obispo y gobernador del Consejo de Castilla, a quien le recuerda todos sus ancestros nobles: «Siendo tan excelso el origen de los Molinas, aún lo es más el de los Oviedos» (TC, VIII).

Feijoo debía saber que nadie que no fuera noble llegó a obispo en el siglo XVIII, así que al reflejar que el obispo también era conde seguramente se le escapó alguna sonrisa picarona. Y es que esta era la gran paradoja que quizás entendamos mejor con las propuestas teóricas de Pierre Bourdieu, que Jacques Soubeyroux ha aplicado a su construcción de un Goya que desprecia la nobleza, pero que no deja de pedir que le reconozcan, a él y a su familia, la condición de infanzón (hidalgo). A favor y en contra, avec et contre, así se fue modulando la política de los reformistas contra el viejo orden feudal, al que indefectiblemente pertenecían.

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