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La francofobia de Feijoo y la reacción ensenadista

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Pero había un límite que no se podía rebasar, pues antes de nada estaba la estrategia político-militar —dos pactos de familia ya— y aún más, la construcción de la nueva monarquía fernandina, que obviamente estaba coronada por la casa de Borbón y que encarnaba el primer Borbón español, un rey español que, sin embargo, repetía a menudo «soy Borbón», pues nada le enojaba más que ser menos ante sus primos franceses. Como decía el marqués de Villarías: «Los estímulos de la sangre hacen su oficio». En definitiva, ni siquiera gozando del «real agrado» se podía criticar al gran Luis XIV, como hizo Feijoo en este tercer tomo. Aunque corrieran por Madrid todo tipo de críticas contra los franceses, lo políticamente correcto era hacer como Ensenada, que le decía a su confidente, la marquesa de Salas, en 1744, que le importaba «maldita la cosa ni el que escriba o no chismes a la corte (el embajador francés), cuando mis amos me conocen y tienen reiteradas pruebas de que yo procuro por todos los medios que franceses y españoles se unan como hermanos para dar la ley a Europa». En realidad, sin embargo, el zorro riojano pensaba que «con la Francia no urge otro paso que el de la disimulación (...) sin contraer más empeño que el de las buenas palabras». O también mostrar «una entereza prudente» y «conservar su amistad, bien que sin dependencia, para no exponernos al torrente de su poder, mientras no estuviese el de la monarquía (española) en la consistencia que debemos esperar». Toda una lección de astucia y disimulo.

Sin embargo, el iluso Carvajal llegó a decir, en 1753: «El rey ¿lo es nuestro por Borbón? Ya se ve que no». Concluía con un desvarío político: «El rey es rey nuestro porque es de Austria y nadie puede dudarlo». La francofobia de Carvajal aparecía ya en su Testamento político —que seguramente conoció Feijoo—, escrito antes de llegar al poder, en 1745, en el que decía de los franceses: «Tienen para nosotros una enemistad irreconciliable que nos asesinarán hasta el último exterminio siempre que puedan». Para el que iba a ser ministro de Estado, el Gobierno francés no había dejado de causar daño a España y a sus Indias, y auguraba: «Piensan ponernos en el último exterminio y en menos figura que la que hacen Génova y Lucca, y a fe que llevan mucho andado del camino». España, por tanto, debía elegir a Inglaterra, lo que seguramente agradó a nuestro fraile anglófilo. Todavía ocho años después, Carvajal se despachaba a gusto contra Francia y los franceses en Mis pensamientos: «Todo lo demás es repugnante, empezando por el carácter de los individuos».

Pero esas ideas, obviamente, no eran las que tenían los verdaderos dirigentes del «régimen que hay ahora» —palabas de Feijoo—, ni por supuesto era conveniente esgrimirlas ante la exhibición de poder de los ensenadistas, una red que había copado todas las esferas del poder, como demostró brillantemente Cristina González Caizán. El propio Carvajal acabó reconociendo que «hace falta un primer ministro, pero yo no lo soy». Por eso, Feijoo y Sarmiento se equivocaron al reconocer el favor del tozudo ministro de Estado cuando quizás este no había sido más que un intermediario o el último en firmar, como en el caso del Concordato.

El padre maestro empezó bien el tomo III de las Cartas, con una dedicatoria repleta de alabanzas a los reyes de Francia —un santo en Francia y otro en España—, incluyendo loas a Luis XIV, el Grande, y otros ilustres progenitores de Vuestra Majestad; pero cometió el error de anteponer las virtudes del rey de Rusia, Pedro I, a las del rey de Francia, Luis XIV, que salía muy mal parado en la comparación. En fin, esas ideas solo podían provenir del entorno de Carvajal, el duque de Alba, Ricardo Wall y… Benjamin Keene, el embajador inglés, que ya se reconocían como el bando contrario. Como le decía Wall a Carvajal desde Londres, donde era embajador: «Contribuye a ello mucho la manera en que escribe Mr. Keene, pues todas sus cartas son tan parciales hacia nosotros que cuasi se podría creer que V. E. le ha encantado». A esas alturas (1752), el astuto embajador Benjamin Keene había concebido ya el plan para acabar con Ensenada.

En ese contexto, el padre dio al impresor la carta 19, «Paralelo de Luis XIV, rey de Francia, y Pedro el Primero, zar, o emperador de la Rusia». Sin duda, aquella innegable anglofilia que ya dejó ver desde que se asomó a la imprenta (TC, II: 15) y la consiguiente francofobia también expresa en el mismo tomo (discurso 9) estaban en el fondo de este arriesgado pronunciamiento, que ahora hizo saltar a los ensenadistas, conocedores de las intenciones de Inglaterra y de su embajador… y de sus amigos en el Gobierno.

La jugosa correspondencia entre Ordeñana y Feijoo fue publicada por Cristina González Caizán como complemento a su excelente libro sobre la red política de Ensenada. También sabemos por esta profesora quién era el interlocutor de Feijoo, Pablo de Ordeñana, el brazo derecho de Ensenada, tan íntimo del marqués que el embajador en Parma, el marqués de la Bondad Real, le decía en julio de 1750: «Yo no escribo a S. E. (Ensenada) por ser V. M. lo mismo y no tener en qué diferenciar». El brazo ilustrado del ensenadismo, el bilbaíno Ordeñana, se vio obligado a intervenir para frenar las consecuencias que iba a tener el escrito de Feijoo y le pidió una rectificación inmediata, no sin recordarle al comienzo de la carta que el compromiso contraído al aceptar el regalo regio no era, «como no es, efecto de solicitud de V.», y que sería conveniente que le pidiese al rey «con eficaz ruego que levantase la prohibición cuando no a favor del padre Soto y Marne, al de los demás que no han incurrido en igual culpa, para que así quede libre el campo de los modestos investigadores de la verdad». La lógica era aplastante, pero Ordeñana aún empleará otro argumento: el propio Feijoo ya había tenido que rectificar sus ideas, por ejemplo, las que tuvo años atrás sobre las teorías newtonianas. Reciente el caso de Jorge Juan y los problemas para publicar su obra —que obviamente se logró por intermediación de Ensenada—, Ordeñana le decía a Feijoo: «Si ha leído las Observaciones de nuestros marineros don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, se habrá convencido de que no son subsistentes las razones con que intenta usted probar que el mundo es de figura ovalada».

No debió agradarle a Feijoo nada este reproche, pero debió gustarle menos la segunda carta de Ordeñana, del 12 de septiembre de 1750, que comenzaba por un agradecido acuse de recibo del tomo III, que Feijoo le había enviado, y continuaba directamente con el tema: la carta 19 era tan inadecuada que «ha ofendido a toda la nación francesa, que lleva muy mal se afee en él (Luis XIV) la memoria de un rey que es el objeto de su mayor veneración y aun el de toda Europa». Además, no había ningún motivo. Ordeñana era durísimo en el argumento, pues le espetaba que parecía que la única razón era «que traía considerado usted preciso destruir la opinión de este príncipe (Luis XIV) para fundar sobre su ruina la del zar Pedro imitando en esto a muchos de nuestros predicadores que creen no elogian bastante en su panegírico al santo del día si no bajan el valor de aquellos o aquel con quien le comparan». Ordeñana se reservaba lo más duro para el final. Según «he oído discutir a varios franceses» —le reprochaba—, habrían «hecho impresión» en Feijoo las especies malignas divulgadas por los calvinistas, «que ensangrentaron sus plumas contra Luis XIV» cuando fueron expulsados de Francia al revocar el rey el edicto de Nantes. Y casi como una amenaza, Ordeñana concluía: «Veremos cómo prorrumpe el sentimiento de la nación en París adonde me aseguran se ha remitido la traducción del Paralelo hecha con todo cuidado. Entre tanto, puede usted prepararse».

Feijoo contestó el 28 de octubre. Fue al grano tras dos líneas de cortesía: «El celo con que corrige mis yerros muestra el deseo que tiene de mis aciertos». Basó su argumento en repetir todos los pasajes en que había hablado bien de Luis XIV y, en efecto, lo había hecho, pero se mantenía firme en el elogio al zar. Incluso continuaba haciendo «paralelos», como por ejemplo: «Aun concediendo como de justicia que Luis XIV es llamado Luis el Grande, sobran muchos materiales al mundo para erigir al zar Pedro una estatua colosal, mucho más agigantada que la que merece Luis XIV». Si aceptaba que Luis era el Grande, hacía del zar Pedro el Máximo. Insistía en lo mismo en varios párrafos de la carta y, además, para enfurruñar más las cosas, citaba como autoridad a Fontenelle y a Voltaire.

La irritación en el primer círculo ensenadista debió ser colosal. Expresamente, Ensenada había reconocido como inspirador de su política a Luis XIV, en las Ordenanzas de la Marina, en la elaboración del mapa de España, en su plan de formación de técnicos en París. Sus espías le tenían perfectamente informado de lo que pasaba en la corte de Luis XV y no ocultaba su admiración por Francia. Por el contrario, Feijoo había llegado a afirmar en la primera respuesta a Ordeñana que «Luis entró en la corona de Francia hallando ya introducidas las artes y las ciencias en aquel reino, con que no pudo ya introducirlas, sino perfeccionarlas», mientras, en su despedida, todavía se refería a las relaciones de Luis XIV con la Maintenon y «a su comercio con la Montespan». Realmente inaudito. Para acabar, afirmaba: «En el paralelo de los dos monarcas escribí lo que realmente sentía».

La contestación de Ordeñana, el 12 de diciembre, fue durísima, como era previsible. También fue muy política, pues los ensenadistas necesitaban la apariencia de neutralidad mientras duraba el rearme de ocho años y la indulgencia de Inglaterra (así califica Carlos Martínez Shaw la actitud de mantener la neutralidad a pesar del enorme potencial bélico de que disponía mientras el rearme español estaba a medias). Ordeñana se escudó en la respuesta «lo que oí a varios franceses» y anticipó que observaba «la más exacta neutralidad, suspendiendo mi juicio sobre el Paralelo». Pero inmediatamente pasó al reproche. Para empezar, los autores franceses que había esgrimido Feijoo, Voltaire, Fontenelle y el diccionario histórico de Moreri, le parecían otro error gravísimo: «Ninguno mejor que usted puede conocer lo despreciable de estas autoridades». Luego, seguía con cada uno de ellos, especialmente con Voltaire, que «últimamente ha decaído tanto en Francia que ya no se hace caso de él, motivo sin duda que le ha precisado a buscar su fortuna fuera de aquel reino, habiéndose transferido a Berlín, en donde al presente se halla» (y donde editó, en 1751, El siglo de Luis XIV, que Ordeñana tuvo en su biblioteca). Luego, Ordeñana hacía un extenso panegírico de Luis XIV, incluyendo su protección al catolicismo (por la revocación del edicto de Nantes).

Antes de que Ordeñana escribiera su durísima respuesta, Feijoo había cumplido lo que le prometió y había escrito una segunda parte, el 23 de noviembre de 1750, que se apresuró a enviarle. Algo debía de haber oído el padre maestro, pues el tono de esta carta era muy diferente a la anterior. Seguramente, le informaron mejor de lo mucho que habían cambiado las cosas tras la muerte de Felipe V —y más desde la paz de Aquisgrán— y de que el nuevo rey, al que había ensalzado en su dedicatoria, se jactaba de hablar de igual a igual con sus primos franceses, creyendo —y en ello se empleaban los ministros— que en toda Europa se conocía que ya España no estaba subordinada a Francia. Por eso, importaba recalcar que Fernando VI era el bisnieto de Luis el Grande y que, como «no quería guerra con nadie», no había por qué hablarle de reyes a caballo caracoleando a la cabeza de sus tropas. Ordeñana y Ensenada sabían lo que había costado hacer firmar a Fernando VI la paz de Aquisgrán sin que se considerara humillado por los franceses (que es lo que pensaba Carvajal hasta que el tozudo se convenció de que no había nada que hacer). Así que Feijoo torció el brazo y acabó deshaciéndose en loas hacia Fernando VI, «un monarca a quien adoro», y hacia su antepasado Luis XIV, explicando su nueva actitud así: «Mucho más inclinado me siento a preconizar las glorias de un príncipe, sobre católico y vecino, ascendente de un monarca a quien adoro, y de otro, a quien venero, que las de otro heterodoxo, distante y que por ninguna parte puede inspirarme algún afecto apasionado».

Al fin nuestro erudito comprendía y colaboraba con los que fabricaban al rey pacífico: «Nunca les propondría (a Fernando y Bárbara) como modelo proporcionado a su imitación a algún príncipe guerrero, o famoso por sus expediciones militares». Feijoo lo había entendido: el modelo era el contrario, el de «aquellos que incesantemente se aplicaron a procurar el mayor bien para sus reinos: justos, pacíficos, padres de sus vasallos».

Son palabras que parecen salir de la boca de Ensenada. Con intención de terminar el diálogo una vez conseguido el objetivo, Ordeñana contestó a esta carta rápidamente, el 31 de diciembre, reparando que «en ella se explica usted en términos aún más indulgentes que en la primera hacia Luis XIV, declarándole no solamente grande, sino muy grande, que vale lo mismo que máximo». Y como coronación del éxito que significaba haber hecho rectificar nada menos que a Feijoo, Ordeñana escribía: «Nuestro monarca y su primo dos veces hermano Luis XV tienen ejemplos ilustres que seguir sin salirse de su familia en las dos líneas de España y Francia».

El 26 de enero contestó Feijoo con agradecimientos y algún reparo, a lo que Ordeñana, dando por finalizado el carteo, respondió el 28 de febrero de 1751, insistiendo en el panegírico de Luis XIV y refutando todavía cualquier punto negativo o argumento desfavorable de las cartas anteriores de Feijoo. También con un cierto hartazgo, pues del todo Feijoo no se desdecía, sino que empleaba otros circunloquios. Era inevitable: Feijoo era un intelectual, no un político; además, seguramente, no era ya consciente de las nuevas ideas que irrumpían en el Madrid de la neutralidad. Ignacio de Luzán, recién llegado de la embajada francesa, traía un nuevo gusto literario; sus Memorias de París —dedicadas al padre Rávago— eran una loa constante a Francia y a la cultura francesa, mientras, como hombre de moda, recibía de Carvajal el encargo del proyecto de creación de una Academia de Ciencias y Letras. En el borrador, de 1751, proponía a todos los intelectuales para académicos, incluidos Sarmiento, Mayans, Pingarrón, Burriel, entre otros, pero no a Feijoo.

La situación política se fue enrareciendo y, al final, todo se precipitó tras la muerte de Carvajal el 8 de abril de 1754. Un año antes, Feijoo había publicado todavía un tomo más de la Cartas eruditas, el cuarto, que dedicó a Bárbara de Braganza, una solución inteligente: uno al rey, otro a la reina. Pero ya no habrá otro hasta que llegue Carlos III y termine el Gobierno de Ricardo Wall, que ni a Sarmiento ni a Feijoo podía satisfacerles.

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