Читать книгу Víctimas del absolutismo - José Luis Gómez Urdáñez - Страница 17
Silencio, pues ganó el bando contrario
ОглавлениеDesterrado Ensenada el 20 de julio de 1754, víctima de los que habían estado cobijados con los «tres del conjuro» —Huéscar, Valparaíso y Wall— a la sombra de Carvajal, el ministro de Estado difunto, Feijoo puso fin al combate, mientras su amigo Sarmiento, que había salido de la corte «quitándose de en medio en aquellos momentos críticos», en acertada expresión de José Santos Puerto, se mostraba «escarmentado y desengañado de uno y otro mundo, literario y político», como les decía a los duques de Medina Sidonia un año después. Para salir de Madrid, dijo que había pedido permiso por escrito a Carvajal, pero en realidad partió varios días después de su muerte, «a últimos de abril cuando se me ofreció salir de Madrid, como de hecho salí a cinco de mayo del mismo año». Así, pues, Sarmiento sabía antes de partir que el duque de Huéscar, que se había hecho cargo interinamente de la Secretaría del difunto don José de Carvajal y que era mayordomo del rey, ya había decidido quién iba a ser el sucesor: el irlandés Ricardo Wall y Devreux (en realidad, un jacobita nacido en Nantes). Sabía también que el padre Rávago se escandalizó y que, en la embajada francesa, el duque de Duras dio por perdido a Ensenada, como otros de sus allegados, que hicieron las más negras conjeturas sobre su futuro. Jaime Masones de Lima, embajador en París, se encerró en la Embajada y escribió el 5 de agosto a Wall una sarta de sandeces en torno a la conspiración a favor de Carlos de Nápoles:
La voz general —decía Masones de Lima, el Cegato— se reduce a que se trataba por Ensenada y su partido (en que por consiguiente metían a mí juntamente con la reina viuda) la negociación de que nuestro amo abdicase la corona, entraba en ella el rey de Nápoles y pasase a aquella el infante duque de Parma, lo cual descubierto por la reina nuestra señora disuadió al rey que conoció los malos consejeros y prorrumpió en castigarlos.
El embajador Masones, que según Choiseul era «el mejor hombre del mundo, pero el más inepto ministro que haya habido nunca», solo acertaba al decirle al ministro que «Rouillé me soltó la especie de si los ingleses habrían contribuido a la caída del marqués», lo que obviamente para Wall no era ninguna novedad, pues él estaba al corriente de todo. Otro que también se asustó fue el abate Gándara, acérrimo ensenadista y partidario de los jesuitas, que vio en la caída del marqués el principio del fin de la Compañía. Años después, en 1770, le veremos recordar, preso en Pamplona, sus presentimientos a partir de aquel aciago 20 de julio de 1754.
Ricardo Wall, el hasta entonces embajador, había salido inmediatamente de Londres tras la muerte de Carvajal y se detuvo en Versalles para besar la mano a Luis XV el día 29 de abril. Uno de los ministros, el mariscal de Noailles, gran conocedor de España y amigo de Ensenada, presente en la ceremonia, transmitió al embajador Duras sus temores sobre la peligrosa situación: los grandes iban a volver al poder. También Isabel Farnesio, que aborrecía a Huéscar —el odio era mutuo—, estaba alarmada por la posibilidad, y desde luego lo estaba Sarmiento, que conocía bien el juego político, pues en carta al librero Mena, el 1 de mayo, preparando el viaje, le decía con sorna:
Recibí su carta lacrada de colorado en lugar de venir lacrimosa con oblea negra haciendo la dolorida por el funesto acaso que me ha sucedido el día de San Marcos. Si bien, según el ceremonial heráldico de obleas y de ser usted aposentador en jefe por el rey, con uniforme azul, de que le doy mil felicitaciones de moda, debía y debe usar de oblea, o de lacre, azul, que es el color característico de ojos irlandeses.
Lo que no sabemos es qué le ocurrió el día de San Marcos, que por cierto era el cumpleaños de Ensenada.
Otro que también salió de Madrid para quitarse de en medio fue Jorge Juan y Santacilia, el mejor amigo de Ensenada. Desde el día 17 de julio, el escenario de crisis era ya perfectamente conocido por el marqués y sus íntimos, pues sabía que había llegado de Londres la carta que le iba a perder, la que escribió Abreu dando cuenta de la queja diplomática de los ministros de Jorge II a raíz de lo que Keene les había transmitido sobre las órdenes de ataque en Honduras que habría dado Ensenada sin conocimiento del rey. No es nada sorprendente que el día 19 —un día antes del arresto de Ensenada— saliera Jorge Juan de Madrid con destino a Cartagena, quizás aconsejado por el marqués para que no estuviera en Madrid y corriera la suerte de los más directos colaboradores, que fueron desterrados como él.
Jorge Juan se enteró de la noticia el día 7 de agosto en Cartagena, en compañía del intendente Francisco Barredo, otro leal ensenadista. Un inglés asentado allí aseguró que a ambos les dio «un pánico tembloroso después de leer las cartas sobre la caída de Ensenada». Debió de ser por la dureza del castigo, el arresto y el destierro de un toisón, calatravo y sanjuanista, pues hasta entonces, un ministro caído era sencillamente retirado de los asuntos, no castigado como un delincuente. Eso era lo que había ocurrido con Villarías, por ejemplo. Por eso, como ocurrió en todas las embajadas, donde se disparó la imaginación temiendo graves represalias y, desde luego, el estallido de una nueva guerra, en Cartagena ese informante inglés también pudo apreciar que «el duque de Huéscar y el Sr. Wall están aquí vistos de una manera muy negativa por el partido francés, sin embargo, para el otro partido brillan como el sol». Había ocurrido lo que con tanto ahínco persiguieron los grandes: «Jorge y Ulloa no esperen / pues venció el bando contrario».
Cuando Jorge Juan llevaba ya unos meses en Cádiz, tras pasar por Granada y visitar al jefe, el «sujeto que más quería en España» —así lo calificó Ensenada—, le escribió, a través del fiel criado Rosellón, en marzo de 1755: «Se han trocado los bolos y hallo que no hay cosa como estarse en su rincón».
Llegaban tiempos de espera, y así lo entendieron el desengañado Sarmiento, el sabio Juan en su rincón y el atrabiliario Gándara, que logró astutamente mantenerse en el cargo en Roma. Debió de entenderlo también Feijoo, que no volvió a dar nada a la imprenta hasta que llegó Carlos III desde Nápoles, al que dedicó el último tomo de las Cartas eruditas, quizás suspirando también por esa feliz revolución que anunció el padre Isla, el amigo de Ensenada que celebró su vuelta a la corte con un alegre «todavía vive nuestro marqués». Pero ya todo serían desengaños.