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El último tomo y la feliz revolución de Carlos III

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Precisamente, la firma del Tercer Pacto de Familia por Carlos III en agosto de 1761 era la rotunda demostración de la equivocación de Feijoo en sus ideas anglófilas, carvajalistas, y suponía el fin de la neutralidad fernandina. El autor del giro hacia Francia, Jerónimo Grimaldi, hechura de Ensenada, había rectificado el rumbo marcado por Wall y Alba, volviendo a la unión de las dos coronas. Antes, Feijoo había dedicado a Carlos III su último tomo de las Cartas eruditas, recordando que había tenido el honor de hablar con Su Majestad… treinta y dos años antes, en 1728, «no más que el corto espacio de un cuarto de hora», un tiempo suficiente para «concebir las altas esperanzas». Feijoo sentenciaba: «El que en la edad adulta ha de ser gigante, desde la infancia descubre mayor estatura que la que corresponde a aquella edad» (CE, V).

Feijoo murió el 27 de septiembre de 1764 y no pudo ver el último tiempo de aquella lucha política a la que él había contribuido muchos años atrás con sus ideas, pero se hubiera sorprendido al comprobar la complejidad a la que había llegado la política, la inquina de aquellos grandes, ociosos y rencorosos y, sobre todo, la potencia imparable del Estado leviatán servido ahora por verdaderos déspotas. Se hubiera admirado también al ver que aquel catedrático necio, recadista del duque de Alba —que ahora presumía de volteriano—, Diego de Torres Villarroel, crítico con él hacía cuarenta años, volvía a hacer de las suyas en otro de los momentos críticos del siglo del despotismo (1766), el año en que las esperanzas del partido de los grandes habían vuelto a reverdecer, después de haber permanecido adormiladas tras comprobar que habían sido capaces de echar a Ensenada en 1754, pero no de forzar a Wall y al duque de Alba para que cambiaran el Gobierno.

En el Diálogo entre varios sujetos sobre el gobierno de España en este año de 1759, el duque de Alba aparece aterrado ante la llegada del nuevo rey, mientras Ensenada, en actitud desafiante, le ve «triste, absorto y casi en términos de desesperado» y le reprocha, a él y a todo el Gobierno de Wall, su inutilidad política. En otro pasquín, conservado como el anterior en la Biblioteca Nacional, Convite de los Grandes para un juego de pelota, cierto magnate convoca a toda la grandeza para hacer un equipo y jugar un partido de pelota contra otro de jugadores extranjeros, que se va a celebrar en Madrid «con motivo de venir de Nápoles a la sucesión de España el señor don Carlos Tercero». Repasa una a una las grandes casas nobles y no encuentra más que haraganes, frívolos, viciosos. Algunos se habían hecho ilusiones cuando murió Fernando VI, pero Carlos III se presentó con sus italianos, lo que de nuevo dio al traste con las expectativas de uno de los grandes que empezaba a hacer figura política, el conde de Aranda, alejado a servir la Embajada de Varsovia. Parecía que el nuevo rey tenía las ideas de su madre y todavía rechazó más a la gran nobleza. Según decía el embajador danés, «el rey continúa despreciando más que nunca a sus nuevos súbditos, y estimando y distinguiendo a los napolitanos, a los sicilianos y, en general, a los italianos, y no creo que sea excesivo aventurar que el Sr. Grimaldi debe, en gran parte, a esta actitud del Rey el brillante puesto que acaba de obtener». Caía Wall, Alba estaba en sus tierras, y ascendía Grimaldi, mientras Ensenada era llamado de nuevo a la Corte. El caso de Esquilache era todavía más irritante, a juzgar por el mismo embajador:

El Sr. Esquilache, siempre en posesión del favor y de la confianza del Rey, cerrado en sus principios, no actuando sino según sus estrechas miras y sus intereses particulares, continúa haciendo despóticamente lo que le viene en gana, llenando las arcas del Rey, enriqueciéndose él mismo, destruyendo el comercio y la industria, y precipitando al pueblo cada vez más a la miseria.

Tanto es así que el embajador se atrevía a profetizar, en 1764: «La miseria es ya tan grande, que a poco que se persista en seguir pisando al pueblo, y a nada que la cosecha de este año sea tan mala como fue la del año pasado, las consecuencias no podrán ser sino funestas y terribles».

No era un vaticinio —aunque los había y muy variados—, sino la reflexión de un observador que ya había podido ver el hambre, la falta de alojamientos, el paro de las clases bajas de Madrid, la llegada de pobres desesperados a la gran ciudad, una ciudad peligrosa, como nos la mostró Jacques Soubeyroux, donde ya habían estallado algunos disturbios graves, como por ejemplo, los de la boda de la infanta, celebrada por todo lo alto en El Retiro, en 1765, ante las protestas de miles de pobres. Hubo 24 muertos entre la plebe hambrienta que vociferaba contra el lujo de los cortesanos, a manos de la guardia valona, lo que el pueblo madrileño no olvidará durante el motín del Domingo de Ramos de 1766, la gran conmoción política del siglo.

Feijoo ya había muerto y no pudo ver el destierro de Ensenada y el de ensenadistas notorios como el abate Gándara y el marqués de Valdeflores, pero sí lo vio Torres Villarroel, su contrafigura política más perfecta, que hasta lo profetizó en el Almanaque para 1766. No solo adivinó la caída de Esquilache, al que era fácil colocar en el centro de la diana del malestar popular, sino también la de nuestro padre Adán —al revés nada, es decir, Ensenada—. Porque Adán es la respuesta al enigma que propuso Torres:

Quién es aquel que nació

Sin que naciese su padre

no tuvo madre

El viejo Torres, complacido en el palacio de Monterrey, oía constantemente al duque de Alba bramar contra los en sí nadas, así que no arriesgó mucho en el enigma. El padre Adán, Ensenada, era el gran enemigo de Alba y de Aranda, que al final se vengaban del hidalguillo que había vuelto a hacerse ilusiones de ser ministro. Campomanes, que no quería que nadie pensara en un motín político en el que los grandes se vieran involucrados, pues ya tenía la solución —la conjura jesuítica—, puso en las manos de Carlos III, en julio de 1767, el decreto que prohibía imprimir pronósticos y piscatores. No podían fiarse de un genio tan atolondrado como Torres.

Fernando VI había mandado callar a los críticos contra Feijoo; Carlos III prohibió las aparentes chifladuras de un recadista de Alba que descubría la conjura que había detrás de la fermentación. La política siguió discurriendo por los cauces abiertos por Feijoo, ya cada vez más desdibujados, pues los ministros de Carlos III, abogaduchos y sármatas, se mantuvieron firmes al timón del Estado: firmes y, cuando fueron obligados, crueles e insensibles, déspotas. En el otro lado, murió Alba, pero quedó un testigo de la vieja guerra librada por los grandes, el conde de Aranda, al que entre unos y otros lograron tenerle alejado en París. Mientras, Feijoo siguió siendo editado, citado por todos como fuente, recordado cuando todavía reaparecían errores comunes, como hizo Olavide al prohibir en las Nuevas Poblaciones que las campanas tocaran «a hielo», nada menos que voltear las campanas cuando había riesgo de heladas ¡en el Siglo de las Luces! Por el mismo motivo, quizás también lo recordó Jovellanos, testigo de la misma superstición al pasar por La Rioja y, desde luego, Goya, que escribió bajo el dibujo que dio origen a su grabado más conocido, El sueño de la razón, qué era lo que proponía con el autor soñando: «Su intento solo es desterrar vulgaridades perjudiciales y perpetuar con su obra de caprichos el testimonio sólido de la verdad». Se parecía mucho a los propósitos de Feijoo.

Pero hubo, hay y seguirá habiendo quienes digan que el padre maestro fue solo un divulgador de conocimientos superficiales… y Goya, un gran artista testigo de su época.

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