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La guerra de sucesión y los dos partidos políticos

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No se ha dicho lo suficiente, pero Feijoo reflejó nítidamente en su obra el proyecto político del reformismo ilustrado de la primera época. Precisamente, la fecha de su muerte, 1764, coincide con el reforzamiento de la concepción política probada durante décadas, en parte heredera del programa desgranado ampliamente por el padre maestro en su obra y que siempre reflejó la dialéctica de los dos partidos políticos en pugna, los dos que era posible observar en su tiempo y cuyo origen se remonta a la guerra de la sucesión. Por una parte el partido castizo, el que Teófanes Egido llamó partido español, o de los españoles, dominado por los grandes y sus valets, pacientes sufridores del desdén de Isabel Farnesio, que nunca confió en ellos, temerosa de su posible coaligación. Por otro, el que nació en las secretarías de despacho borbónicas ocupadas por ministros plebeyos, por el partido de los vizcaínos, el origen del ensenadismo —Ensenada llegó al ministerio en 1743 como un vizcaíno más—, o del partido ensenadista, una alternativa política sólida contra los grandes que continuaron luego los golillas Grimaldi y Floridablanca —que como veremos llegaron a confesarse hechuras de Ensenada—, basada en servir al rey y a lo que intuían ya que era el Estado, al que a veces, por incluir al pueblo, llamaban nación, un término muy utilizado por Campomanes para fundamentar la base jurídica de la política.

La oposición entre los dos partidos recorrió el siglo y se hizo más nítida con la caída de Ensenada por la conspiración urdida por el duque de Alba en julio de 1754; luego, ya muerto Feijoo, rebrotó en la trama montada por el conde de Aranda contra los golillas, primero contra Campomanes en 1771-1773, y luego contra Grimaldi en 1775-1776. El partido de estos aristócratas, cada vez más xenófobos, ocupaba los primeros puestos solo en ocasiones, pero era omnipresente al lado del rey, haciendo figura como mayordomos o caballerizos, y desde luego en el cuarto del príncipe, el lugar más favorable para su actividad conspiratoria, como demostró Aranda en su intento de utilizar al futuro Carlos IV para sus planes. Desde Feijoo, fueron duramente criticados por su vagancia y su falta de luces, pero a veces aparecía algún figurón que quería devolver a la nobleza su papel dirigente —en esto Aranda fue el líder indiscutible—, y adoptó diferentes manifestaciones: tras ocultarse contra Patiño en los pasquines y derribar a Ensenada, el partido se presentó abiertamente como el partido aragonés dirigido por el conde de Aranda, con la ayuda de su primo el conde de Ricla y de su íntimo amigo el marqués de Villahermosa. Finalmente, acabó reapareciendo en la conspiración de El Escorial y formando la camarilla de Fernando VII contra Godoy. Tuvo sus líderes, el ilustrado duque de Alba y el universitario Carvajal —que se jactaba de hablar solo en español—, luego el capitán general conde de Aranda, que despreciaba a los extranjeros que no sabían pronunciar ajo, cuerno y cebolla; finalmente el duque del infantado y los últimos restos de aquella nobleza más arcaica y militar, todavía caracoleando al frente de sus tropas.

El mariscal de Noailles, gran conocedor de España, había escrito al llegar Fernando VI al trono: «El orgullo de los grandes sufre al verse subordinado y sometido a unas personas cuyo nacimiento es inferior al suyo, y desearían ver la vuelta del antiguo gobierno tal como era bajo Carlos V y Felipe II y sus sucesores». En efecto, pasquines como El juego de pelota, o La botella de Alba, difundidos al llegar Carlos III a España, muestran hasta dónde llegaba su orgullo herido. Ya no se recordaba la defección de una buena parte de la nobleza castellana durante la guerra de sucesión, pero seguramente Felipe V no olvidó nunca, ni perdonó en su fuero interno —menos aún Isabel Farnesio—, las adhesiones austracistas que provocó la entrada de los aliados en Madrid en junio de 1706, un momento crucial de enorme transcendencia. El gobernador del Consejo de Castilla, Francisco Ronquillo, llenó de presos las cárceles de los alrededores de Madrid, sobre todo el viejo alcázar de Segovia, pero también La Alhambra de Granada o la ciudadela de Pamplona. El marqués de San Felipe silencia el nombre de los represaliados, pero se llegó a hacer una Memoria de los que aclamaron a Carlos, entre los que había, además de nobles, personal de palacio, consejeros de Castilla, cargos municipales, altos funcionarios que nada habían podido hacer para librarse de aparecer con el archiduque en las funciones protocolarias y que fueron tratados con tal saña que hasta el furibundo borbónico Melchor de Macanaz protestó.

Entre los nobles más encumbrados, además de Oropesa, Cifuentes y el almirante de Castilla, hay que citar al duque del infantado, preso unos meses en La Alhambra tras haberse encerrado en un convento en Pastrana sin saber qué partido tomar; a la duquesa de Alba, que acompañó al archiduque al exilio en Viena, donde dio a luz en octubre de 1714 a su hijo Fernando de Silva y Álvarez de Toledo, el duque de Huéscar, luego de Alba, que será mayordomo con Fernando VI; a la duquesa de Nájera, que murió en prisión en el alcázar de Segovia, mientras su marido acompañaba al archiduque; al marqués de Miraflores; al de Leganés, preso en Pamplona y muerto en Vincennes; al conde de Corzana, que murió en el exilio, en Viena; al de Eril; al de Haro; al de Lemos, cuñado de Medinaceli; etcétera. Tras años de sospechas, el duque de Medinaceli fue también encarcelado, en 1710, y tras probar varias prisiones acabó muriendo en circunstancias extrañas en Pamplona. La represión de la grandeza castellana fue de tal envergadura que Henry Kamen llegó a afirmar que «este fue el fin de los grandes de Castilla». Aunque matizó luego, al referirse a las consecuencias de su marginación de la política, añadiendo: «La caída de los grandes, aunque de fundamental importancia política y administrativa, tiene escaso significado en la historia social de España. Como en reinados anteriores, la nobleza siguió atrincherada en sus privilegios y sus posesiones». Sí, pero en política, no llegó a tener en todo el siglo el favor de los reyes y, por eso, el papel del partido fue en general irrelevante.

El otro partido nació también en la guerra de sucesión, con radicales servidores borbónicos como Melchor de Macanaz, Francisco Ronquillo, Juan Bautista Orendain y Azpilicueta —en 1725, marqués de la Paz, por la paz de Viena—, o José de Grimaldo —también elevado al marquesado por Felipe V—, y se reforzó con los vizcaínos de Juan de Goyeneche, Carlos Arizaga y Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarías; se prolongó hasta Floridablanca, pasando por José Patiño Rosales, José del Campillo y Cossío y Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, terminando con un plebeyo Manuel Godoy, tan astuto como para presentarse entre aragoneses (Aranda) y golillas (Floridablanca) como el hombre sin partido, o mejor: el hombre del partido único, al fin y al cabo, lo que había pretendido Ensenada, le gran maître de todos. Estos hidalguillos medrados fueron odiados por la nobleza, pero tuvieron que apoyarse en ella hasta que llegaron al poder: Ensenada le debió el puesto al duque de Alba y a José de Carvajal y Lancáster, de la familia de los duques de Abrantes; Campomanes, José Moñino o Manuel de Roda comenzaron sus carreras sirviendo a la casa de Alba; luego utilizaron al conde de Aranda. El partido de los ensinadas tuvo sus activos ilustrados, como Agustín Pablo de Ordeñana y Goxenechea, Miguel Antonio de la Gándara, Jorge Juan y Santacilia, Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, o algunos reformistas muy críticos a los que era difícil proteger al final como Juan Meléndez Valdés, o ya muy al final, Ramón Salas. Olavide fue lo que hoy llamamos un «verso suelto».

Aunque a algunos les parezca una exageración, también encontramos entre los engagés, en los tiempos en que el enfrentamiento no había adquirido los tintes dramáticos que tuvo tras el motín de 1766, a Benito Jerónimo Feijoo, Padre Nuestro que estás en Oviedo —como le llamó jocosamente el padre Isla—, un fraile que leyó de todo y escribió de todo, del que curiosamente lo que menos se ha dicho es que fue un hombre político. Sin embargo, toda su obra es una inquieta cavilación en torno al programa político del reformismo político, a veces con artículos directos, otras dando mil vueltas; siempre mostrándose partidario de las reformas y de los reformistas. Como veremos, no se equivocó más que un par de veces en el partido político a seguir, que fue siempre el de los servidores del Estado.

El padre, que vio el discurrir sereno de la política durante los reinados de Felipe V y Fernando VI, notó al final de sus días el vértigo de las facciones; lo atribuyó a la figura para él descomunal de Carlos III, que venía a hacer la «feliz revolución» pronosticada por el padre Isla; es natural, pero Feijoo también sabía que cuando llegó el rey a España, los nobles estaban marginados del juego político tras décadas de desidia y desprestigio, al que él mismo había contribuido con sus críticas. Siempre fue prudente, pero el padre había llegado a escribir en el primer tomo del Teatro crítico (TC en adelante), publicado en 1739: «¿Qué caso puedo yo hacer de unos nobles fantasmones que nada hacen toda la vida, sino pasear calles, abultar corrillos y comer la hacienda que les dejaron sus mayores?» (TC, VIII: 12).

A la marginación política que había sufrido la nobleza en los reinados de Felipe V y Fernando VI, se sumaba al comienzo del reinado de Carlos III, la que les provocaba la nube de italianos que rodeaba al rey. Hacía falta un golpe de timón, se decía entre ellos, la nobleza debía formar al lado del rey para dar un nuevo rumbo al país, pero no había nadie dispuesto, a no ser que el conde de Aranda tomara las riendas. Pero Aranda estaba en Valencia, de cuartel. Los motines de 1766 le traerían a Madrid, como al duque de Alba, al lado del rey en Aranjuez, y a la vez contribuirían a crear una nueva política, en parte más dura en la exhibición pública de las herramientas del poder, ahora más militar que nunca. Como una paradoja más, la plenitud de la autoridad monárquica y el ascenso de una nueva clase política provocó, entre 1767, tras la expulsión de los jesuitas, y 1773, cuando Aranda dejó Madrid para servir en la Embajada de París, un apogeo de las Luces, un tono inusitado de optimismo, que solo empezó a decaer cuando se produjo el «giro de los golillas», a partir de 1773 y sobre todo en 1775-1776, cuando la corte se inundó de pasquines —la reacción brutal de Aranda contra los perdedores de Argel, Grimaldi y el general O’Reilly— y el rey sufrió su particular annus horribilis. Durante esos años, entre 1773 y la caída de Grimaldi a finales de 1776, las víctimas del despotismo se multiplicaron y la Inquisición, aprovechando la conspiración de Grimaldi y Ventura Figueroa contra Olavide —la víctima propiciatoria—, siempre con la anuencia del rey, se reforzó y demostró al mundo que todavía tenía poder a costa de hundir a la hechura más perfecta de Aranda. Antes había caído Setaro y muchos otros del mundo del teatro, de la ópera y de las artes, como denunció años después Moratín hijo recordando el riesgo en que les dejó la salida de Aranda del poder. Como dice Concepción de Castro sobre los políticos de la talla de Campomanes, Floridablanca, Roda, Aranda, etcétera, «ellos fueron quienes, con el rey, hicieron posible el clima en el que seguirá publicando Mayans, por ejemplo, y en el que se desarrollarían los eruditos, intelectuales y literatos de las generaciones siguientes, desde Capmany, Clavijo o Cadalso, hasta Jovellanos, Meléndez Valdés, Iriarte o Moratín».

Víctimas del absolutismo

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