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El amigo Sarmiento y un brazo protector, los vizcaínos

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Entre su última estancia en Madrid y la dedicatoria a Carlos, Feijoo «hace patente la inserción explícita y programática de su labor en el contexto reformista de la corte», como señaló Giovanni Stiffoni. A pesar de que se aleje de los brillos cortesanos y de que renuncie a cualquier proposición, su influencia en los que pueden abrir camino a las reformas es cada vez más notoria; precisamente, por eso, la nómina de enemigos crece sin cesar. Sebastián Conde, en la aprobación del tomo IV, se lo toma a broma y se ríe de que los enemigos consiguieron lo contrario de lo que pretendían: «Contra sus primeros tomos se escribió muchísimo; ¿pero con qué provecho? Con el de haber vendido tantos que ha sido preciso reimprimirlos».

El propio Feijoo hubo de salir en su defensa en el prólogo del tomo siguiente, de 1733, y envió a sus detractores al padre Sarmiento, su gran amigo, mucho más que una autoridad intelectual, en realidad, el gran intermediario político, capaz de proponer a Feijoo como modelo al marqués de la Ensenada o al duque de Medina Sidonia, al padre Rávago o al marqués de Valdeflores o, en fin, al mismísimo Carvajal, en el que vieron al gran intelectual, universitario y erasmista. Feijoo enviaba a sus detractores a ver a su amigo, «el maestro Sarmiento (que) está en la Corte y rarísima vez sale de su Monasterio de San Martín, él te abrirá al punto los autores y te hará patente que no hay cita ni noticia suya, ni mía, que no sea verdadera» (TC, V).

Pero había otro sabio en ese tomo V y no era precisamente un hombre contemplativo como Sarmiento (o como Mayans, que era nombrado bibliotecario el año en que se publicó este tomo). Se trata de Juan de Goyeneche, un hombre de vasta cultura, con el que el padre mantuvo correspondencia desde que le conoció en Madrid. Goyeneche no era solo el gran emprendedor, tesorero de la reina, editor de la Gaceta de Madrid, el que había «felizmente logrado el proyecto de conducir de las intratables asperezas de los Pirineos, y aun del centro de esas mismas asperezas, árboles para las mayores Naves, la fundación de un lugar hermoso y populoso en terreno que parecía rebelde a todo cultivo (Nuevo Baztán)». Era también uno de los más descollantes miembros del partido de los vizcaínos, el formidable grupo de presión —gentes del norte, en realidad, hombres de Isabel Farnesio— que se mantendrá en el poder hasta la caída del encartado Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarías, cuando al llegar Fernando VI al trono hubo de seguir el camino de la desterrada madrastra Isabel Farnesio. Escribe Feijoo que Felipe V le había dicho a su confesor que «si tuviese dos vasallos como Goyeneche, pondría muy brevemente a España en estado de no depender de los extranjeros para cosa alguna» (TC, V).

Los Goyeneche eran una saga, bajo cuya protección Feijoo podía continuar su labor política; además, eran amigos de otro personaje de primera línea al que Feijoo admiraba: Jerónimo de Ustáriz, secretario del rey, también baztanés, autor de Teoría y práctica del comercio y la marina —«excelente libro», según Feijoo (TC, III, 5, 24)— publicado en 1724 y reeditado por encargo real en 1742 cuando, como dice Stiffoni, las reformas económicas formaban parte ya, a la muerte de Patiño, de las señas de identidad de los reformadores triunfantes, el malogrado Campillo y el marqués de la Ensenada.

Con la aprobación de ese quinto tomo por el hermano de Juan de Goyeneche, Antonio, jesuita y profesor en el Colegio Imperial, Feijoo hacía explícito el apoyo al partido en medio de «esta guerra, que es pacífica por serlo de entendimientos». Conocedor del poder de la facción castiza, recomendaba la prudencia: «Más crédito se gana con la moderación, que con el ardimiento. Ordinariamente, en semejantes lides, aun los vencedores salen vencidos, porque pelean más con las armas del odio que del amor». Un año después, el padre publicaba el tomo VI, en medio de la ofensiva contra Patiño, el valet de la Farnesio, la bribona en los pasquines. Todos sabían que la embajada francesa estaba detrás de los pasquines aduladores del príncipe Fernando y que los grandes volvieron a hacerse ilusiones cuando murió Patiño y aumentaron sus dicterios contra sus sucesores, otros dos plebeyos vizcaínos, Cuadra y Campillo; pero de nuevo sin consecuencias. El cardenal Gaspar de Molina, gobernador del Consejo de Castilla, a quien Feijoo dedicara el tomo VIII, dijo ante la lluvia de pasquines, en 1738: «Con el motivo de la última mayor edad que cumplía por septiembre (Fernando), van entreteniendo algunos sus vanas esperanzas con suponer que hasta entonces y no más adelante llegará el gobierno que veneramos».

Feijoo volvió a la carga dos meses antes de morir Patiño y dio a la imprenta el volumen VII, que dedicó a otro Goyeneche, el hijo de «un gran padre» que hizo «lo mismo sobre este punto importantísimo» que no es otro que «enriquecer la monarquía (…) con la pluma». Pero no era la pluma al servicio de la erudición como venía siendo usual; todo lo contrario, se trataba de uno de los cultivadores de la nueva ciencia política, la economía, que hará eclosión cuatro años después con el libro de Bernardo de Ulloa, Restablecimiento de las fábricas… (y dos después, con la reedición del de Ustáriz), a los que Francisco de Goyeneche y de Balanza se había anticipado con la publicación de Comercio de Holanda, «una obra que, en orden a la utilidad pública, puede emular todas las de su gran padre», escribió Feijoo.

Feijoo volvía a ponerse al lado de los aborrecidos vizcaínos, «una tropa de salvajes, los que más han sido pajes», decían los pasquines contra el partido; pero en unos meses estos salvajes iban a elevar a la primera Secretaría de Estado a Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarías, uno más de los que habían aprendido a la sombra de Patiño, como Campillo y Ensenada, este último admitido en la esfera de los vizcaínos por sus orígenes norteños, un Somodevilla y Bengoechea, de hidalguía vascongada admitida a sus abuelos en un pueblecito riojano. Con Cuadra y Campillo en el poder, Feijoo pudo continuar su actividad, pero cambió el formato del Teatro seguramente para presentar una mayor diversificación temática en las Cartas eruditas. Es como si reconociera, sin decirlo, que las luces en España ya habían dado frutos gracias a especialistas y él pudiera dedicarse a seguir tratando de todo lo que le interesara, como siempre, pero sin someterse a la exhaustividad, incluso sin llegar a la profundidad de sus discursos. Y por qué no aceptarlo: para conseguir «nuevos matices y efectos de humor jovial e irónico», como él mismo dijo. Francisco Sánchez-Blanco piensa que pretendió también «acortar distancias y asociar a los lectores con sus planteamientos y tarea crítica», en realidad, recurriendo a un formato muy usual en el siglo ilustrado.

Feijoo podía ver resultados en la acción del Gobierno, especialmente con José Campillo en Hacienda, el autor de Lo que hay de más y de menos en España para que sea lo que debe ser y no lo que es, la obra política más crítica de la primera mitad del siglo. Si Feijoo quería críticos, aquí tenía al más aventajado, tanto que el ministro se atrevía a proponer: «hay de menos, fábricas; hay de más, frailes; hay de menos, gobierno». Campillo coincidía con Feijoo en todo, siempre presente el utilitarismo: había menos hospicios y más hurtos; menos maestros y más mujeres públicas; menos obras públicas y más ociosos; etcétera.

Pero al año siguiente de salir el primer tomo de las Cartas eruditas, el 11 de abril de 1743, murió Campillo y la Corte quedó consternada. La Farnesio, bien asesorada por las damas, según dijeron los franceses, eligió al marqués de la Ensenada, al que hubo que traer de Chamberí, donde servía al almirante Felipe como secretario del almirantazgo, el cargo creado para lucir al novio; pero en realidad, buscó al hombre que había contribuido al éxito de sus hijos, Felipe y Carlos, y que, además, conocía el sistema de Patiño y Campillo, a cuya sombra había crecido; también era de la cuerda de Cuadra, otro vizcaíno, aunque fuera riojano. La camarera, marquesa de Torrecuso, parece que fue la encargada de comunicarlo al rey, o al menos eso se dijo en el partido de la oposición con el fin de frivolizar aún más el ascenso del marqués de la En sí nada, un Adán —al revés nada—, al que se le presentaba como un hidalguillo elevado al poder por las mujeres.

Pero Ensenada solo fue un hábil cortesano hasta la proclamación de Fernando VI. Antes, Feijoo había vuelto a mirar a la corte, al dedicar el tomo II de las Cartas eruditas, en 1745, a Francisco María Pico, duque de la Mirándola, mayordomo del viejo rey Felipe V. Luego, esperó cinco años hasta publicar el siguiente tomo, el que tanto revuelo iba a provocar, pues, por primera vez, el padre tomaba partido entre dos orientaciones políticas, cada vez más separadas hasta el punto de que, en un par de años, irrumpirán con toda su crudeza provocando el enfrentamiento de los grandes y Ensenada. Fue 1750 el año en que los proyectos de Ensenada comenzaron a dar resultados; este año representa la línea divisoria entre dos formas de hacer política, aunque sea el 20 de julio de 1754, al vencer la conspiración contra Ensenada, cuando se muestren con claridad. También es 1750 el gran año de Feijoo, un año antes citado por el papa en una encíclica, el año anterior elevado al cargo honorífico de consejero real y, en 1750, nombrado vicerrector de la Universidad de Oviedo.

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