Читать книгу Víctimas del absolutismo - José Luis Gómez Urdáñez - Страница 15
Feijoo y Sarmiento toman partido
ОглавлениеLos grandes no pudieron contra Patiño, que murió trabajando, pero sí contra el hidalguillo riojano. La llegada al poder en 1746 del ministro José de Carvajal y Lancáster, noble por los cuatro costados, relacionado con la casa de Alba, hermano de un general y de un obispo, despertó los sueños de los grandes, que por primera vez se veían en el Gobierno. Además, el duque de Huéscar —luego de Alba— hacía figura, primero, como embajador en París y, luego, como mayordomo del rey. Mientras, Ensenada iba desarrollando sus planes, cada vez más expuestos: la reforma de las casas reales, la reducción del ejército de tierra, el catastro, el concordato, el Real Giro, los arsenales; en todos había algo que molestaba a la nobleza. Y desde luego, a Carvajal, cada vez más distanciado de Ensenada, tanto que el terco don José le confesaba al duque de Huéscar (en 1755, duque de Alba): «Te aseguro que me desespera lo que hace».
No es este el lugar para tratar del proyecto ensenadista y su potencial reformista, pero sí hemos de tenerlo en cuenta, pues es imprescindible para entender el problema que tuvo Feijoo con su tomo III de las Cartas eruditas, el que dedicó a Fernando VI y en el que publicó unas líneas de agradecimiento a Carvajal por «haberme obtenido de la piedad del Rey nuestro Señor la permisión de dedicarle este libro». Los paratextos eran la culminación de la operación que se atribuyó Carvajal por haber favorecido el nombramiento de consejero de Feijoo y el decreto regio que impedía que se le criticara por «gozar del real agrado». Así se ponía fin a la disputa que encabezaba el padre Soto Marne y que podía incluso haber acabado en un proceso inquisitorial. Sin embargo, como confirman los estudiosos, no fue Carvajal el que motivó la protección del rey, sino el gran intermediario político de Feijoo, el padre Martín Sarmiento, a estas alturas un político muy reconocido, capaz de llegar al rey a través del duque de Medina Sidonia y su esposa, muy vinculados a la familia real y al marqués de la Ensenada y al confesor padre Rávago.
En realidad, la gratitud a Carvajal, que no es efusiva ni exagerada contra lo habitual en Feijoo, significa que el padre maestro conocía los dos partidos que actuaban en torno a Ensenada y Carvajal, con Huéscar por medio, aunque todavía las divergencias entre los dos ministros no se habían manifestado más que en el carácter, las formas, y todavía muy poco en los proyectos políticos. Es, precisamente, a partir de 1750 cuando comenzarán a hacerse más notorias, pues ese es el año de los tres tratados carvajalistas: el que suscribió con Inglaterra, el que acabaría dando lugar al de Aranjuez y el de Límites con Portugal. Ninguno de los tres satisfizo las aspiraciones políticas de Ensenada, mucho menos idealista que el intelectual Carvajal. El hispano-inglés, porque Ensenada no se fio nunca de Inglaterra, así que lo consideró papel mojado; el de Italia, porque sabía que a Carlos de Nápoles y a Felipe de Parma no les iba a gustar nada; y el de Límites, porque podría provocar tensiones innecesarias entre las dos cortes, España y Portugal, como así acabó por ocurrir y, además, con efectos muy negativos para él. Precisamente, el tratado más importante del reinado, el Concordato con la Santa Sede, no lo negoció Carvajal, al que le correspondía como ministro de Estado, sino Ensenada, ocultándoselo, «en secreto y sin hacer ruido», poniendo en práctica todas sus maquiaveladas y sobornando al mismísimo nepote del papa; pero también creándose grandes enemigos, él y el artífice de la negociación, el abate Miguel de la Gándara, al que veremos penar la canallada más cruel del siglo, más que la de Macanaz, pues Gándara acabó muriendo en la cárcel.
Ensenada, que no era un hombre de ideas —no tenía en su biblioteca el Teatro crítico, aunque sí la edición de las Cartas eruditas anterior a 1754 (sin duda, regaladas)—, sino de acción —«me he criado en la Marina», repetía—. Era ya el «secretario de todo», como le llamó su amigo el padre Isla, pero dejó hacer al círculo de Carvajal, en el que se encontraba también otro intelectual, el padre Sarmiento. Eran idealistas, no como él, que llegó a decir: «Busco dinero y fuerzas de mar y tierra y no teologías». Era lo opuesto a Carvajal y seguramente, su política despótica inspiraba temor a frailes como Sarmiento y Feijoo. Mejor acercarse al recto Carvajal, el «genio vinagre», incapaz de bromear, el austero erasmista que no aceptaba regalos ni condecoraciones, universitario, de aquilatada nobleza, al que desesperaban las maquiaveladas de Ensenada… y la ópera, a la que llamaba «pasto ordinario».
Sin embargo, en la dedicatoria a Fernando VI, todas las grandes obras que citaba Feijoo, «la gran maravilla del Reinado de Vuestra Majestad», eran las que estaba llevando a cabo Ensenada, quizás con la sola excepción de «promover más y más cada día las fábricas», asunto del que se ocupaba Carvajal, aunque siempre con Ensenada encima, pues las reales fábricas de Carvajal iban a la ruina. Feijoo se asombraba de que el «régimen que hay ahora es el que nunca hubo. Así se ven los efectos de él». Estos efectos eran «amontonar materiales para aumentar la Marina», más fábricas, «fortificar los puertos y fabricar, en El Ferrol, Cartagena y Cádiz, unos amplísimos arsenales», obras públicas, «romper montañas para hacer más tratables y compendiosos los caminos», canales como el de Castilla,
abrir acequias, engrosar el comercio con la formación de varias compañías, establecer escuelas para la náutica, para la artillería, y todo lo demás que deben saber los oficiales de Marina, formar una insigne de cirugía, debajo de la dirección del célebre maestro de ella don Pedro Virgilio, pagar exactamente los sueldos, satisfacer hasta el último maravedí los caudales anticipados por los recaudadores. Vemos consignados anualmente cien mil escudos de vellón para extinguir las deudas contraídas por el difunto padre de V. M., atraer con el cebo de gruesos estipendios varios insignes artífices extranjeros, ya de pintura, ya de estatuaria, ya de las tres arquitecturas, civil, militar y náutica, ya de otras artes.
Esos son los grandes proyectos de Ensenada, entre los que Feijoo cita también el más importante de todos, el catastro: «Trabajar en la grande y utilísima obra de reglar la contribución de los vasallos a proporción de sus respectivas haciendas».
El catastro, el proyecto más ilustrado del siglo por lo que tenía de fermento antifeudal, provocó de nuevo que Feijoo se arriesgara ante Ensenada, pues reflejó las dificultades técnicas, el coste de la operación, que era una de las críticas que ya empezaba a circular contra el vasto plan de catastrar las Castillas: «Lo que a mi entender no podrá perfeccionarse sin grandes gastos», añadía Feijoo. A Ensenada no le debió gustar nada que el fraile se metiera en estos asuntos, pues, cuando ya sabía que la operación del catastro iba a fracasar, le dijo a su querido amigo el cardenal Valenti Gonzaga: «No hay para mí cosa más dolorosa que mudar de concepto ya antiguo, porque lo que es efecto de la razón se suele atribuir a inconstancia del ánimo».
Así que ya en las primeras páginas del más polémico libro, este tomo III de las Cartas eruditas, el padre entraba de lleno en la política partidista. Sabía por Sarmiento todo lo que ocurría en la Corte, pero también se lo había insinuado el padre Flórez en su carta, que Feijoo había incluido en el tomo anterior, en la que le hablaba claramente del otro partido: «Obligando a envidiar el todo de su modo de probar y discurrir, aún a aquellos que son de otro partido, en lo que está sujeto a variedad».
Feijoo, en lo más alto de la estimación regia, podía estar tranquilo. Incluso los del otro partido «envidiaban su modo de probar y discurrir». Además, estaba Rávago, que impediría que las cosas fueran a mayores arriba, con el amo. Rávago empleaba toda su astucia con el rey: «Y para consolarle, añadí —le decía a Portocarrero en noviembre de 1749— y le gustó mucho, que yo no sabía cuál fuera peor para un Estado, si la unión o desunión de sus ministros, no siendo ellos muy santos; porque si están muy unidos se cubren unos a otros, y nunca llegan a saberse sus yerros». En realidad, el confesor le dijo a Fernando VI lo mismo que pensaba Felipe II.