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Proteger y protegerse

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Los peligros del siglo político obligaban a tener valedores, también si se trabajaba con la pluma en la mano. Todos los ministros plebeyos, en un momento de su carrera, tuvieron que salvar graves obstáculos; algunos fueron víctimas tempranas, como Macanaz, generalmente por sobrepasar los límites impuestos por el régimen que todos conocían. De Macanaz a Ensenada, la nómina de caídos es extensa (no hay que advertir que caían los plebeyos, nunca los grandes). A los que vivieron de la pluma les pasó algo parecido. Incluso Feijoo fue denunciado ante la Inquisición, como la mayoría de los críticos, esos que le causaban gracia, pues España se había llenado de ellos. «Desdichada la madre que no tiene algún hijo crítico» (CE, II: 18), escribió con socarronería.

Así que nuestro padre tuvo que aguzar el ingenio y pensar cada vez más políticamente en la medida en que aumentaban sus enemigos o él se adentraba más en terrenos delicados. Las primeras dedicatorias y aprobaciones son muy neutrales: son las del religioso y universitario que cumple con sus obligaciones. Por ello, dedica el primer tomo del Teatro crítico a su general, José Barnuevo, y es censurado por su maestro, Antonio Sarmiento de Sotomayor —los dos llegarían a obispos—; es aprobado por un franciscano, Domingo de Losada, y censurado también por un jesuita, Juan de Campo-Verde, que es el más influyente, pues es profesor del Colegio Imperial y tiene relación con los antiguos confesores jesuitas del rey, los padres Daubenton y Bermúdez, y con el nuevo, el padre Clarke, la opción de Isabel Farnesio, como ya hemos visto. Sin duda, Campo-Verde está bien informado de la caída de Bermúdez y de la nueva política que se llevaba en la Corte después de la paz con Viena, pues tenía línea directa con su embajada. La carta de Luis de Salazar y Castro que acompaña al primer tomo sigue en el tono del intelectual, pues se trata del cronista general de España e Indias, relacionado con la Biblioteca Real, escritor de genealogías en decenas de obras, perfecto conocedor de la nobleza. Él era un simple hidalgo de procedencia burgalesa (dejó la colección Salazar y Castro de la Biblioteca Nacional).

Los dos tomos siguientes, de 1728 y 1729, están en la misma línea. Frailes, universitarios, colegiales en las dedicatorias; incluso cuatro monjes de San Vicente, de Oviedo, que «gozan de su apreciable compañía». Ya han comenzado las críticas contra Feijoo, pero parece poder defenderse con sus propias fuerzas y los muchos amigos. Algunos detractores como Torres Villarroel dispararon contra él sin importar el tema en su polémica con Martín Martínez, gran amigo de Feijoo, al que reprochaba «las más vertidas cóleras de su ignorancia». Pero no todas las críticas venían del entorno erudito. Una se había producido muy arriba y el propio Feijoo la escuchó en persona: era la que el infante Carlos lanzó contra el papel que Feijoo reservó a España en el discurso 15 del tomo II de Teatro crítico. El joven Carlos —tenía 12 años— se había enojado al ver esa «tabla del cotejo de las naciones, compuesta por un religioso alemán y estampada en mi segundo tomo», y le había producido tal indignación que la juzgó digna de las llamas. «Yo mismo oí a Vuestra Alteza la sentencia», escribe Feijoo en la dedicatoria del tomo IV, mostrándose dispuesto a «desagraviar a la Nación», como había hecho ya en el discurso 10 del tomo III exaltando el amor a la patria.

Así, pues, la célebre dedicatoria al infante Carlos —«tributo forzoso»— en ningún caso puede tomarse como una disculpa para buscar el favor material del personaje encumbrado, como sí hacía Diego de Torres. Se trata, por el contrario, de un desagravio cargado de intención política, pensando seguramente más en Isabel Farnesio que en el hijo. El escritor no tenía más remedio que «desenojar a Vuestra Alteza y desagraviar la Nación», una rectificación en toda regla a la que dedicará los dos últimos discursos del tomo, nada menos que las «Glorias de España», que de consuno con su amigo Sarmiento tenían el propósito de asentar los fundamentos de una monarquía de origen histórico.

Sin embargo, Feijoo no se libró nunca de su célebre anglofilia y su no menos conocida aversión por los franceses, lo que le siguió acarreando disgustos. En el mismo discurso del tomo II, había escrito:

Si entre las naciones de Europa hubiese yo de dar preferencia a alguna en la sutileza, me arrimaría al dictamen de Heidegero, autor alemán que concede a los ingleses esta ventaja. Ciertamente la Gran Bretaña, desde que se introdujo en ella el cultivo de las letras, ha producido una gran copia de autores de primera nota» (TC, II: 15).

Decir esto en 1728, cuando hacía un año había comenzado la guerra contra Inglaterra, era, cuando menos, inoportuno. El Congreso de Soissons se estancaba, pues Felipe V, en medio de un fuerte episodio de locura, se negaba a aceptar el artículo 10 del Tratado de Utrecht, el que ratificaba la pérdida de Gibraltar, que estaba siendo atacado por primera vez desde la paz. Todo elogio del enemigo tenía que producir reticencias y tampoco Feijoo se había mostrado muy acertado al intentar racionalizar las causas de la «antipatía entre franceses y españoles», a lo que dedicó el discurso 9 de ese mismo tomo II. Por más que se esforzó, ni el argumento de que habían sido las guerras las que habían separado a las dos naciones, ni el poco afortunado «paralelo entre turcos y persas» —franceses y españoles, ¡asiáticos!—, podían arreglar lo que para muchos era un grave error político, cuando no un desvarío. España podía ser una monarquía de origen histórico, española desde Túbal, pero la dinastía Borbón estaba por encima de todo. Afortunadamente, los ingleses firmaron el Tratado de Sevilla el 9 de noviembre de 1729, en el cual, a cambio de quedarse con Gibraltar, reconocían a Carlos como duque de Parma y de Toscana, lo que Feijoo podía aprovechar para, justo un año después, escribir la dedicatoria y el desagravio al príncipe triunfador, celebrando así el primer éxito rotundo farnesiano. El padre pudo haber aprendido la lección y moderar su anglofilia y su francofobia, pero, como veremos, volverá a provocar otro embrollo cuando, en 1750, ponga por delante las virtudes de Pedro I el Grande y rebaje el mérito de Luis XIV.

En definitiva, la historia de España no iba por ahí, como demostraba la necesidad del pacto permanente con Francia que compartieron todos los ministros —con la sola excepción del entorno carvajalista— y que impulsó los planes de Isabel Farnesio, que llegó a enorgullecerse de pertenecer a la gran familia Borbón cuando vio en Nápoles a Carlos y en Parma a Felipe, casado este, además, con una fille de Francia, la Refrancesa, como la llamaba con desprecio Carvajal.

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