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Prólogo

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No nos detendremos en presentar a José Luis Gómez Urdáñez, autor de varios libros y numerosos artículos imprescindibles para conocer la España del siglo XVIII. Solo diremos que, después de una serie tan extensa de incursiones en el mundo del Setecientos español, que le han dado un conocimiento realmente enciclopédico de la época y de sus protagonistas, individuales y colectivos, no podía extrañarnos que el catedrático de La Rioja ampliase aún más su campo de estudio, y nos ofreciese otra asombrosa muestra de su saber y de su penetración para explicarnos el complicado universo de aquella España absolutista e ilustrada.

El siglo XVIII había pasado de ser una época muy ignorada y muy denostada (recuérdense las descalificaciones de Marcelino Menéndez y Pelayo, y José Ortega y Gasset) a ganarse la gloria de una narrativa altamente elogiosa que la convertía en un momento cenital de la historia de España, bañado por las Luces de la modernización y el progreso.

Sin embargo, la incansable Clío quería dejar las cosas en su justo medio, ofreciendo no un frío eclecticismo, sino una imagen más rica, pero al mismo tiempo más matizada del siglo. Lo primero fue desvelar que el despotismo ilustrado tenía unas características muy especiales: era un absolutismo tardío, un proyecto reformista que pretendía la modernización de la economía, las relaciones sociales, la vida política y la actividad cultural. Pero, también pretendía dejar intactas las bases tradicionales: la figura del rey era intocable y estaba colocada en el vértice del plan de reforma, la aristocracia y el clero debían mantenerse en lo alto de la pirámide de la sociedad estamental, las intervenciones en la economía debían limitarse a la introducción de los avances técnicos sin poner en riesgo las estructuras fundamentales que sustentaban la prosperidad de los privilegiados, la cultura debía ser dirigida directa o indirectamente por el Estado, que controlaba las iniciativas surgidas de otros ámbitos mediante la censura o la condena. En otras palabras, el proceso de modernización tenía unos límites precisos que no podían franquearse, como demuestra el fracaso sucesivo de los proyectos más ambiciosos: la Única Contribución, las Nuevas Poblaciones, la Ley Agraria.

De cualquier forma, el balance resultaba positivo hacia 1790. Se había producido una racionalización administrativa, se podía constatar un crecimiento en todos los sectores de la economía, se advertía un aumento de la movilidad social, se había abierto paso entre un público relativamente amplio un interés generalizado por el progreso (sobre todo, en los Consulados y en las Sociedades Económicas de Amigos del País), se habían conseguido grandes logros en el campo de la cultura (las academias, los centros de investigación, las ciencias y las artes, la literatura y la música), donde se llegaría a contar con nombres muy ilustres, sobre todo a medida que se acababa el siglo: Alejandro Malaspina, Leandro Fernández de Moratín, Juan de Villanueva, Luigi Boccherini, Francisco de Goya, entre otros.

La narrativa optimista tenía su razón de ser y los éxitos en muchas de las acciones emprendidas la justificaban sobradamente. Sin embargo, José Luis Gómez Urdáñez había ido descubriendo que el régimen tenía también su lado oscuro (según una expresión hoy de actualidad y utilizada con fina ironía por el profesor Enrique Giménez en el título de su obra El lado oscuro de las Luces en tierras alicantinas) y, en este libro, ha dado cumplida prueba de ello, poniendo de relieve que el absolutismo, aun siendo ilustrado, había dejado en la España del siglo XVIII un reguero de víctimas.

Para ello, ha estudiado a fondo todos los entresijos de la lucha ideológica y todas las contradicciones del poder. Primero, por lo más sabido: los ilustrados fueron una minoría, que tuvo siempre en contra a una turba reaccionaria extraída esencialmente del sector de los privilegiados, la aristocracia y, sobre todo, la Iglesia, siempre campeona de la intolerancia y el oscurantismo. Luego, por un descubrimiento más reciente: la dualidad de los poderes, repartidos entre los grandes funcionarios (como los secretarios de Estado) y los grandes cortesanos (los que gozaban de la intimidad del rey dentro de la Corte, de la domus regia, con especial hincapié en el confesor real, sobre todo cuando se trataba de un fraile a la vez ignorante y fanático como Joaquín Eleta), cuando no había que añadir la secreta ebullición del cuarto del príncipe, convertido muchas veces en un centro conspirativo de primera entidad, y para acabar, el rey, último depositario de la autoridad, pero también zarandeado por filias y folias que alteraban el cuadro. Finalmente, por las rivalidades internas entre las facciones, entre los partidos, algunas ya muy conocidas (la conjura contra Ensenada, el motín contra Esquilache), pero otras oscuras o tergiversadas, justamente las que estaban esperando la palabra de un historiador cualificado

Por ello, las víctimas del absolutismo que desfilan por este libro pueden serlo por los ataques de la reacción aristocrática o clerical, por los intrigantes de la Corte o por sus propios colegas ilustrados, dispuestos a la zancadilla o a algo peor por motivos normalmente poco confesables, por aspirar al poder, por salvaguardar su posición, por ejercitar la venganza. Eso en cuanto a las víctimas individuales, pero el autor también nos habla de las colectivas, de aquellos que sufren la miseria, que están discriminados por motivos raciales o religiosos, que están atados al duro banco de una galera (y no turquesca), que yacen en las prisiones inquisitoriales o que, como en el caso de los gitanos, sufren una espantosa persecución y una amenaza de acción genocida por parte —no solo, pero también— de los absolutistas ilustrados.

Así, nos encontramos primero con un revelador capítulo dedicado a Benito Jerónimo Feijoo. Revelador porque al religioso benedictino lo hemos tenido siempre por un espíritu curioso, erudito y crítico moderado (según rezan los títulos de sus obras), pero resulta que era algo más: un pensador político, como se pone aquí incuestionablemente de manifiesto. Se salvó de ser víctima por la amenidad de sus artículos de variada materia, aunque requirió nada menos que la protección del rey contra sus enemigos. No ocurrió lo mismo con Melchor de Macanaz, servidor ejemplar de la monarquía, pero cuya radicalidad (auténticamente ilustrada, como subraya Teófanes Egido) le perdió, haciéndole, en las palabras de José Luis Goméz Urdáñez, inaugurar «el siglo de la crueldad», como califica al siglo XVIII en su totalidad. El laborioso funcionario no solo se atrevió a proponer una reforma del intocable Santo Oficio, sino que redactó la pieza maestra del regalismo español, el Pedimento de 1713, una obra a favor de los intereses de Felipe V frente a la Iglesia, pero que le valió, a sus 45 años, un destierro de otros 33 años, del que solo volvió para ser encerrado en el tenebroso castillo de San Antón de La Coruña (una especie de isla de If, según Alejandro Dumas), de la que salió a los 90 años para ser confinado en su pueblo de Hellín hasta su muerte.

El conde de Superunda, gobernador de Chile y virrey del Perú, recompensado con su ingreso en las filas de la nobleza de servicio por su enérgica actuación frente al famoso maremoto de 1746, y que abandonó Lima después de haber mantenido una agria disputa con el arzobispo de la diócesis por su actitud marcadamente regalista, es un caso especial por varias razones. Primero, porque su desgracia fue accidental, ya que le acaeció básicamente por aquello que los ingleses llaman to be at the wrong place at the wrong time; en este caso, por ser la máxima autoridad en La Habana en el momento de la ocupación inglesa de 1762, lo que le obligó a firmar la capitulación con el enemigo, comprometiéndose sin culpa en la más que dudosa defensa de la ciudad por parte de los verdaderos responsables. Segundo, porque resultó ser una víctima colateral del castigo ejemplar buscado con vehemencia por el colérico conde de Aranda en un consejo de guerra sin duda más político que militar, como acertadamente expone el autor del libro. La condena impuesta a un hombre largamente septuagenario (que había cumplido sobradamente con sus funciones como servidor del Estado) volvió a poner de relieve la crueldad de algunos de los más encumbrados personajes ilustrados: encarcelado preventivamente, sería desterrado a Priego de Córdoba y sus bienes, embargados para dejarle morir en la mayor indigencia.

El marqués de la Ensenada es una figura política de gran calibre y, además, ha sido muy bien estudiado por el autor del libro en dos obras ejemplares. Lo singular, en esta nueva entrega, es la atención dedicada al proyecto del ministro de extinguir a los gitanos, con medidas tan drásticas como la prisión de todos sus miembros (sin distinción de edad ni de sexo), y el intento de «solución final», mediante la separación de mujeres y hombres para evitar la propagación de la «malvada raza», es decir, con una voluntad claramente genocida. Después vendrá el detallado análisis de la conjura contra el marqués promovida por Ricardo Wall y el duque de Huéscar (luego de Alba) con la colaboración interesada del embajador inglés Benjamin Keene. Un capítulo conocido que terminó con el destierro de Ensenada a la ciudad de Granada. Finalmente, su presunta implicación en el motín de Esquilache, otro episodio de gran significación (también aquí estudiado pormenorizadamente), que supuso el exilio del ministro italiano, le valió a Ensenada un nuevo destierro en Medina del Campo, mientras en palacio se preparaba la expulsión de los jesuitas y la posterior extinción de la Compañía de Jesús. Un apartado más nos coloca ante otro aclamado personaje del despotismo ilustrado, el conde de Campomanes, presentado aquí en su vertiente más turbia como vengativo intrigante, perseguidor de los supervivientes del naufragio ensenadista: el marqués de Valdeflores (encarcelado en Alicante y el peñón de Alhucemas antes de su temprana muerte a los cincuenta años) y el abate Antonio Miguel de la Gándara, un hombre combativo que supo vender cara su piel, aunque finalmente hubiese de morir en otra siniestra prisión, la ciudadela de Pamplona.

El autor dedica otro capítulo a las desventuras del infante don Luis de Borbón, el hermano de Carlos III, que le sacrificó sin sentir el menor escrúpulo o remordimiento. Casado con una mujer de la baja nobleza del reino de Aragón (sin la asistencia del monarca a la ceremonia), mientras sus hijos perdían el apellido Borbón, fue exiliado de la Corte y obligado a vivir en Arenas de San Pedro, consolado con la bellísima música de Luigi Boccherini y retratado magistralmente por Francisco de Goya, pero sin conseguir ver nunca más al rey, que no le visitó ni en su lecho de muerte y que de su herencia desdeñó los libros y se quedó solo con las escopetas. Y, sin llegar a un espacio tan encumbrado como el de la familia real, al infante la acompaña en este capítulo un personaje de extracción menos aquilatada, el empresario musical Nicolo Setaro, acusado falsamente de sodomía (aunque el supuesto delito era en realidad de pederastia) y víctima de una conspiración urdida en las sacristías en el marco de una reacción antilustrada cada vez más descarada; acaudillada aquí por el clero bilbaíno, que bramaba contra la difusión del teatro y del drama musical, y que contó en las altas instancias madrileñas para conseguir la condena del perseguido con el apoyo incondicional del conde de Campomanes, otro de los máximos expertos, como ya hemos visto, en el ejercicio de una crueldad de manual.

La condena que causó mayor escándalo no solo en España, sino en toda Europa, fue la del gran ilustrado Pablo de Olavide (este sí un verdadero representante de las Luces en su acepción más elevada), cuyos avatares, tras las dos excelentes biografías de Marcelin Défourneaux y Luis Perdices de Blas, ha estudiado con detalle y en profundidad José Luis Gómez Urdáñez. Remitiendo al lector al excelente capítulo que se le dedica en el libro, señalemos aquí que don Pablo fue la víctima propiciatoria en un momento crucial en que las autoridades estuvieron convencidas de que era necesario un «escarmiento ejemplar» para frenar ciertos radicalismos. La conspiración fue dirigida contra el conde de Aranda, pero en la persona de un personaje de menor consideración, por una cábala constituida por el conde de Grimaldi y Ventura Figueroa, con el apoyo de Manuel de Roda y fray Joaquín de Eleta. Hay que señalar que el instrumento elegido fue nada menos que el Tribunal del Santo Oficio, la Inquisición. Y, por último, que Carlos III no fue solo un espectador pasivo que consintió el juicio y la sentencia, sino un agente activo y necesario para consumar la canallada. El calvario de Don Pablo, su encierro en las cárceles secretas de la Inquisición (que iniciaba así una actuación política que iría en aumento a medida que avanzaba el siglo), su supuesto escrito de retractación que aquí vuelve a demostrarse que no fue tal (El Evangelio en triunfo) y su retiro final en la bella ciudad de Baeza, a la que estaba unido por vínculos familiares, se detallan en unas páginas de lectura apasionante.

El capítulo final deja otro rosario de víctimas en uno de los más complejos periodos de la historia de España, justamente cuando el sistema del despotismo ilustrado se desmorona arrastrado por el oleaje de la Revolución francesa, dando lugar a un combate político e ideológico sin precedentes. Todos los personajes caídos en desgracia desfilan ahora uno tras otro: nada menos que el conde de Floridablanca, el conde de Aranda, el catedrático Ramón Salas, Mariano José de Urquijo, el conde de Cabarrús, Gaspar Melchor de Jovellanos. Y quizás los últimos damnificados, los propios reyes Carlos IV y María Luisa de Parma, acompañados en su melancólico deambular a través de la Europa posrevolucionaria por Manuel de Godoy, el valido vituperado, pero siempre fiel a sus señores.

En estos años de fin de siglo, la reacción se desata: todo el bloque antilustrado, con la clerigalla en primera línea (esgrimiendo la imbatible consigna de la «alianza del Altar y el Trono») levanta cabeza y toca a rebato contra las «peligrosas sectas» que destruyen el país. Era de esperar. Pero lo que quizás resulte más sorprendente y más digno de destacar es que las principales víctimas del absolutismo han sido aquellos que han tomado las iniciativas más progresistas y, por tanto, realmente más ilustradas: Macanaz con su Pedimento, Ensenada con su Única Contribución, Olavide con sus Nuevas Poblaciones, Jovellanos con su por otra parte muy moderado Informe sobre la Ley Agraria. Si además (todos) los reyes retiraban su favor (o incluso perseguían) a sus servidores más progresistas, nos encontramos enfrentados a los verdaderos límites del absolutismo ilustrado, los que justificaban las actitudes de los que se situaron en el extramuros liberal, congeniaron con la Revolución francesa, debatieron el establecimiento de un nuevo régimen en las Cortes de Cádiz, promulgaron la Constitución de 1812 y combatieron el neoabsolutismo del deseado pero indeseable Fernando VII.

Finalmente, hay que subrayar que el libro se beneficia de una de las mayores virtudes del autor, ya puesta de manifiesto en otras ocasiones. Sabemos que Maquiavelo, después de caer en desgracia, pasaba parte de sus días bebiendo algunos vasos de vino en la taberna, pero que después por las noches sacaba sus libros y entablaba un grato y profundo debate con los grandes hombres de la Antigüedad, que en la penumbra de su studiolo le libraban sus secretos, de los que el gran florentino sacaba muchas y jugosas enseñanzas. José Luis Gómez Urdáñez hace algo parecido, pues llega, después de leer infinidad de documentos y memorias, a entrar en intimidad con sus ilustrados, a los que trata como a asiduos compañeros, cuyas vidas y milagros conoce, por lo que, si bien siempre los saluda, no se fía de ellos la mayoría de las veces, a menos que sean víctimas del absolutismo y disfruten, por ello, de su simpatía y su solidaridad. Todo ello, como ya dije una vez, con una suave música de fondo (una sonata de Domenico Scarlatti, un villancico del padre Antonio Soler o un fandango de Luigi Boccherini), que en este caso el autor escucha como un órfico paliativo que atenúe su justo rigor con los villanos de esta historia.

Carlos Martínez Shaw

Real Academia de la Historia

Víctimas del absolutismo

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