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Al lector de (buena) historia

En 1993, en un congreso en la Casa de Velázquez, tuve la fortuna de conocer a Didier Ozanam, el célebre hispanista francés experto en las relaciones diplomáticas de la España del siglo XVIII. En la conversación apareció pronto el marqués de la Ensenada, mi paisano, y el sabio me animó a que escribiera su biografía, pues desde el bosquejo de Antonio Rodríguez Villa, de 1878, nadie había intentado un estudio completo del gran ministro riojano. Mi primera reacción fue el rechazo, pues en esos momentos la biografía era un género abandonado entre los historiadores universitarios, refugio quizás de alguno de los catedráticos a los que llamábamos despectivamente positivistas. El caso es que el profesor al que yo consideraba mi maestro en la Universidad de Zaragoza, Rafael Olaechea Albistur, era uno de ellos y, sin embargo, me encantaba lo que escribía (y mucho más lo que decía). Hacía años había publicado una biografía del conde de Aranda, hoy un clásico del dieciochismo, y hasta su llorada muerte siguió trayendo a su chispeante conversación detalles humanos, a veces muy humanos, del conde y de los muchos personajes con los que se fue tropezando en la vida, entre ellos un inclasificable José Nicolás de Azara, o un intrépido escopetero real, el abate Miguel de la Gándara, agentes de preces que él había estudiado en su monumental tesis doctoral. ¡Cómo olvidar sus bromas cuando contaba la cencerrada que le dieron al conde de Aranda sus amigos cuando se casó en segundas nupcias con su sobrina nieta María Pilar, ella con 17 añitos, él… ¡con 65! El viejo y la niña…

Pocos años después me daría cuenta de que yo era un bruto, pues había tenido a mi lado a un verdadero sabio y, sin embargo, seguí contando difuntos y fanegas de trigo en La Riojita y dibujando gráficas con tinta china, tal y como hicimos todos los de nuestra generación, cautivos de aquella historia económico-social que derivó en un loco intento de cliometría en el peor de los casos. Como mi tesis doctoral la dediqué a los pobres de Aragón y a la beneficencia en el siglo XVIII —por imposición—, llegué a contar el contenido en proteínas de las raciones de comida que les daban en la Casa de Misericordia, lo que no le gustó nada ni a mi director ni al tribunal. Tan absorto estaba yo en la ilusión de la medida que ni siquiera reparé en la importancia de un hecho impresionante que me mostraban los documentos del Archivo de la Diputación de Aragón como era la llegada a la Casa de Misericordia de Zaragoza de más de 600 gitanas procedentes de Andalucía, apresadas la mayoría en Málaga a causa de la orden de extinción de los gitanos dictada por el marqués de la Ensenada en 1749 (retomé el asunto para escribir un artículo en el homenaje a Teófanes Egido veinte años después).

Pero llegó la oposición a cátedra y en aquel tiempo hacía falta un proyecto de investigación que, en la mayoría de los casos, acababa siendo un libro. Inmediatamente me acordé de Didier Ozanam y de Ensenada, aunque todavía dudaba del valor del género para la historiografía, como puede comprobarse en la introducción de El proyecto reformista de Ensenada, publicado en Lleida, en 1996, por editorial Milenio, gracias al apoyo de mi buen amigo Roberto Fernández. Insistía yo una y otra vez en que el libro no era una biografía de Ensenada, dándole mil vueltas al aspecto social que subyacía en estudios sobre personajes a través de los cuales se puede interpretar una época, apelaciones a la biografía como historia social, justificaciones que pronto se mostraron inútiles y seguramente pueriles, pues estábamos a muy poquitos años del boom de la biografía en España. Solo unos años después de mi primer Ensenada, aparecieron biografías, una tras otra, y algunas llegaron a ser verdaderos best sellers, lo que, dicho sea de paso, nos permitió al fin reencontrarnos con el lector de historia, amante de la buena historia, al que habíamos logrado espantar años atrás con nuestras gráficas y números.

En un par de años y varias estancias de algunos meses en los dos archivos nacionales, Simancas y el Nacional —cuando estaba en Madrid, alojado en la Casa de Velázquez, donde además de pernoctar usaba su magnífica biblioteca—, había escrito El proyecto reformista de Ensenada, tal como fue a la imprenta. Unos años después lo que no era una biografía se fue completando con otros estudios en los que me di cuenta de la importancia de conocer las relaciones entre personas para entender la política, siempre recordando al maestro Olaechea y, hasta hoy, en compañía gratísima de un amigo y un maestro al que tanto le debo, Carlos Martínez Shaw. En fin, de Ensenada eran tan importantes sus ideas y sus proyectos como la red de personajes que los iban a llevar a la práctica, la red ensenadista, que fue el tema de la brillante tesis doctoral de la profesora Cristina González Caizán, premiada por la Fundación Jorge Juan, un cenáculo madrileño que mantenía la Academia Amistosa Literaria fundada por el sabio de Novelda en 1755 en Cádiz, de la que sigo siendo miembro durmiente.

Tras Ensenada vino Fernando VI, ahora ya sin temores, una biografía en toda regla. Pero una biografía de un rey rodeado de ministros y cortesanos, de mujeres y artistas, de nobles aduladores y políticos astutos, de técnicos y escritores. Ya no podría escribir historia sin llenarla de hombres y mujeres y sin incorporar toda clase de fuentes, desde un pasquín a un balance de hacienda, o a un libro de matemáticas o de química, publicados en la época y quizás dedicados a un ministro o a un rey. Así me fui encontrando a los personajes que se pasean por este libro, desde Macanaz a Jovellanos, y fui sintiendo el vértigo de la política, las paradojas del poder, antes y ahora, pues a todos les unía la mudanza de la fortuna en un momento inesperado, quizás cuando pensaban que eran más poderosos. Ensenada sabía unos días antes de su caída el 20 de julio de 1754 que «la tempestad va a romper», pero no se imaginó que el rey le desterraría. Olavide se desmayó al oír la sentencia inquisitorial el 24 de noviembre de 1778, pues sabía que todos los condenados por herejes y «miembros podridos de la religión», como él, habían acabado ajusticiados. Melchor de Macanaz, que pudo intuir su primera desgracia en 1714, pues se quedó sin valedores y con la enemiga del inquisidor general, nunca pudo imaginar que, 34 años después, en 1748, sus amigos Carvajal y Ensenada le harían volver a España para llevarle preso al castillo de San Antón de La Coruña ¡a sus 78 años y después de haber pasado desterrado media vida! El fiscal Pedro Rodríguez Campomanes tuvo que ser muy listo para protegerse y evitar que le ocurriera lo mismo que a Macanaz, en su primera desgracia, la de 1715, cuando el también fiscal entonces tuvo que salir de España por criticar a la Inquisición y poner al rey por encima de la Iglesia, lo que como veremos hicieron todos los servidores del Estado en el XVIII. En fin, Jovellanos iba a Madrid, muy asustado, a tomar posesión del ministerio que le había ofrecido Godoy, pues sabía que su posición era «difícil, turbulenta y peligrosa», y todavía debió de asustarse más cuando su amigo Francisco Cabarrús, que le esperaba en Guadarrama, le contó lo que pasaba en la corte de la Trinidad en la tierra. Pero quizás nunca pensó que iban a intentar envenenarle y que acabaría pasando siete años preso en el castillo de Bellver.

Pues todo se hacía siempre «sin que lo sienta la tierra», a la manera de Ensenada, «en secreto y sin hacer ruido», como habían hecho el ministro Jerónimo Grimaldi y el gobernador del Consejo Manuel Ventura Figueroa, hechuras ensenadistas, causantes de la desgracia de Olavide ¡para vengarse del conde de Aranda! En este caso, blindando aún más su actuación, pues emplearon el «secreto de Inquisición», el más poderoso y atemorizador. Muchos personajes de primera fila, tantas veces ensalzados como grandes ministros, tuvieron buen cuidado de quemar todos los papeles que podían dejar rastro de sus actuaciones más perversas. Fueron verdaderas «cintas borradoras», como Campomanes, encargado tras los motines de orientar las pesquisas hacia los culpables que había previamente determinado, junto con Roda, y de hacer desaparecer cualquier prueba que permitiera conocer quiénes estuvieron tras el barullo, quizás porque podía encontrar alguna grandeza de España que no fuera adicta a los jesuitas. Goya, siempre certero en su crítica política, escribió en 1810 debajo de un dibujo suyo de un preso encadenado, en la penumbra de una mazmorra: «No lo saben todos».

A esta galería de víctimas del absolutismo, en lo alto, le faltarían piezas si no contáramos con los personajes ínfimos, la vil canalla, los que mantuvieron en marcha las bombas de achicar en los diques de los arsenales, los que remaron en las galeras, la chusma, los encadenados de por vida a la barra, pues una sociedad no la determinan solo las buenas acciones, los afanes ilustrados, sino también las últimas consecuencias del poder, del despotismo como era denominado en la época todo exceso, los imponderables del absolutismo ilustrado, que en el siglo XVIII fueron ante todo la limpieza del cuerpo social y la utilidad de todos los miembros, siempre bajo la autoridad, a la manera de Hobbes: toda autoridad debe ser acatada por el hecho de serlo. Nadie lo expresó como Campomanes, un hombre sabio, pero cruel. Veremos al célebre abogado adoptando medidas extremas con los más débiles, incapaz de la benevolencia, aunque nunca llegó a los extremos que veremos en la recta final del siglo ilustrado.

Como nos enseñó el maestro Franco Venturi en Settecento riformatore, la violencia social larvada y amenazante estuvo siempre presente al lado de los proyectos de reforma, necesarios antes de nada para mantener el régimen político, social y económico de los privilegios, el orden natural. El ilustrado Pedro Rodríguez Campomanes, que suele formar pareja con el conde de Aranda para personificar las reformas ilustradas carolinas, explicaba con suma sencillez en qué consistía ese orden a preservar. Previamente definió los «principios comunes a todos los individuos de la república: tales son los que respetan a la religión y al orden público». Si se respetan esos principios comunes, todo era natural y sencillo: «el orden público consiste en el respeto paterno, en la fidelidad de los matrimonios, en la educación y buen ejemplo a los hijos, y en que cada uno cumpla con sus obligaciones particulares», escribía el fiscal en 1775. Lo que no era natural era «el abuso de la libertad atribuida al hombre», que para Campomanes consistía en el «principio vicioso que aniquila el apoyo de las sociedades establecidas dejando al pueblo el arbitrio indefinido de destruir mañana lo que hoy se establece y así sucesivamente». No era muy diferente a lo que había escrito Feijoo cincuenta años antes, ni a lo que Jovellanos dirá ante la Junta Central Suprema, en septiembre de 1808, cuando negó el derecho de los pueblos a la insurrección, pues «sería destruir los cimientos de la obediencia a la autoridad suprema». También Campomanes, ya con el título de conde y ascendido a gobernador del Consejo de Castilla, se apartaba años antes del abismo de la revolución, lo que tanto temían todos, la consecuencia de «establecer el Gobierno democrático o popular, disminuyendo considerablemente el poder legítimo de la autoridad real». Como venían pensando desde 1766 que un motín era la disculpa para exhibir la ultima ratio regum, los cañones, y que esta solución era infalible —al marqués de la Mina le dio buen resultado en 1766 en Barcelona—, reaccionaron ante las primeras revueltas de lo que iba a ser la gran Revolución francesa pensando que tal vez las asonadas podrían servir «para restablecer el buen orden y el crédito en Francia, como había ocurrido en España con el motín contra Esquilache». Aunque parezca mentira, son palabras escritas por el conde de Floridablanca en una carta que envió al conde de Fernán Núñez, embajador de España en París entonces. Seguía en vigor entre los ilustrados españoles la teoría del cañonazo a tiempo, que en definitiva fue la última respuesta del régimen el 2 de mayo de 1808, aunque la mecha de los cañones la encendiera en este caso el ejército francés, que no hay que recordar que estaba en esos momentos a las órdenes del rey de España.

Y es que el siglo de la revolución fue, en realidad, el siglo de la autoridad, y bajo la invocación de la máxima autoridad —que fue sacralizada—, nuestros ilustrados pudieron aplicar universalmente la más refinada política represiva. Querían orden, limpieza, seguridad, obediencia, uniformidad de los súbditos en lengua y religión y… mantenimiento de sus privilegios. Todos han pasado a los manuales de historia de España, sin embargo, como próceres virtuosos, pero aquí les vamos a ver en su lado más oscuro. Ensenada, cruel con los gitanos y con cualquiera que perturbara la quietud necesaria; el duque de Alba, «hombre de tan buena fama como mal corazón»; el conde de Aranda, un militar ingenuo, pero duro y soberbio, capaz de dictar penas de muerte sin inmutarse; Floridablanca, un imitador de Ensenada, más refinado y con estudios, un buen abogado, pero que tenía claro que «los pobres son peligrosísimos», como le decía a Ventura Figueroa recordando el motín años después. Había empezado su carrera al servicio de Carlos III como alcalde honorario de casa y corte en 1763 y en mayo de 1776, fue enviado como corregidor interino a Cuenca, donde el motín de los días 6 y 7 de abril había sido muy violento. En los pocos días en que ejerció su cargo, mandó apresar a unos 60 amotinados; luego, en el proceso, se dictó una pena de muerte y varias de destierro y presidio.

La crueldad se aprendía en la práctica diaria y luego se empleaba con los enemigos políticos. Todos fueron crueles con sus oponentes, pero nadie quizás llegó a la perversidad del ministro José Antonio Caballero, el tipo más despreciable en un mundo en que aquellas intrigas que siempre habían existido entre los partidos políticos llegaron a la violencia, «a las manos», como llegó Caballero contra Godoy. Cuesta imaginar en la «España feliz borbónica» un navajazo a Floridablanca, o un intento de envenenamiento a Jovellanos y quizás también a Saavedra. Hasta el reinado de Carlos IV, al menos las canalladas se hacían con refinamiento.

Todos habían usado la dureza de la pena como escarmiento o advertencia. Todos fueron igualmente crueles con los pobres, o con los más pobres, los gitanos. Si Ensenada recomendaba quitar a los chiquillos de las madres a los doce años, el conde de Aranda pedía que se hiciera nada más ser destetados, pues según nuestro militar ilustrado aragonés, eran las madres las que les enseñaban a hablar el caló y a robar. Ya no había ni sombra de aquella caridad mal entendida. Ahora los pobres eran un peligro que exigía mano dura. Mi amigo y maestro Jacques Soubeyroux ha dedicado muchos de sus trabajos a esclarecer la situación de los pobres y los trabajadores en Madrid, allí donde eran más peligrosos para nuestros ilustrados y donde por primera vez se pusieron en marcha las ideas de la «gran reclusión» de Aranda y el utilitarismo de Campomanes.

El siglo de la Ilustración es también el siglo de la autoridad y nada lo expresaba mejor que la cuerda tirante, una metáfora que usaba Floridablanca para referirse a lo conveniente que resultaba para disuadir a pobres o presos tener siempre un ahorcado en una picota, o su cabeza en una jaula colgando de la puerta de una ciudad. La política de la cuerda tirante se empleó para que las levas de vagos tuvieran éxito, para que los gitanos tuvieran miedo y no intentaran huir de los arsenales, para que, en fin, los amotinados escarmentaran ante la horrorosa visión. La pena en la horca, o en el garrote, de tantos desgraciados convivió en toda Europa con las nuevas ideas ilustradas sobre la justicia y el castigo, siguiendo la estela de Beccaria, mientras la política real era prácticamente la misma que en la Edad Media. Así lo veremos cuando Aranda pida la pena de muerte contra los que habían perdido La Habana, recurriendo nada menos que a la Ley de las Partidas, o cuando la pida Campomanes para un inocente empresario de ópera, Niccolò Setaro, al que hundieron los curas de Bilbao valiéndose del corregidor, celebrando de paso que Aranda salía para París y ya no podría proteger a los artistas, como recordó luego con amargura Leandro Fernández de Moratín. Con Setaro en la cárcel, acusado falsamente de nefando, curas y frailes todavía se alegraron más de la marcha del impío conde. Hubieran querido también deshacerse de Campomanes, a quien los pasquines llamaban cruel, sanguinario, corrosivo, pero no lo conseguirían con él, sino con otra víctima, uno de sus amigos, don Pablo de Olavide y Jáuregui, que estaba más desprotegido y más lejos del rey. Cuando supieron que don Pablo estaba en la cárcel secreta de la Inquisición, lo celebraron con más euforia, lo mismo que hicieron cuando el catedrático de la Universidad de Salamanca, Ramón Salas, un segundo Olavide, fue reo de la Inquisición en 1795 y estuvo también encarcelado.

Y, sin embargo, mantenemos que hubo Ilustración en España y que los logros fueron muchos y en todas las esferas. En la actualidad, si nos atrae tanto el XVIII es porque hubo un proyecto político sólido, potenciado sin pausa a lo largo del siglo, que señaló los grandes problemas de una sociedad que quería y no podía, que se apocaba ante la represión y los grandes poderes, que no supo resolver el trampantojo de la monarquía absoluta y paternalista y los ministros despóticos, pero que lo intentó en todos los frentes. Comenzó con la práctica de muchas ideas que desgranó Feijoo, en apariencia con poquedad y distancia, pero que se vieron robustecidas cuando Campomanes las hizo suyas en la Noticia que escribió para poner prólogo a la edición de las obras del padre maestro tras su muerte, en 1764, cuando el fiscal asturiano comenzaba sus años plenamente reformistas. En ese proyecto político, con altibajos, hay una línea que separa los dos partidos políticos: por una parte, el de los constructores del Estado, ministros de baja extracción social, como mucho hidalguillos medrados; y el otro partido, el bando contrario que Teófanes Egido llamó partido español, o de los españoles. Los dos partidos se notan más cuando los grandes se ven más arrinconados: en tiempo de Felipe V, por los vizcaínos; con Fernando VI, por los ensenadistas y los colegiales; con Carlos III, por los golillas; con Carlos IV, por Urquijo, Jovellanos, Saavedra, incluso por un inclasificable Godoy.

Feijoo lo vio todo y se metió en política, como intentaremos demostrar: por eso, le hemos elegido para abrir este libro y que nos guíe en alguno de los puntos políticos del programa reformista durante la primera mitad del siglo. En la segunda mitad, el elegido es el golilla Campomanes, también nacido en cuna humilde, pero pagado de su hidalguía, pues fue el más representativo de una praxis política, despótica al principio, moderada luego, finalmente muy conservadora. Campomanes fue la inteligencia del siglo y dio prueba de que solo se podía llegar hasta donde las reformas tropezaran con los pilares del régimen, la Iglesia y la nobleza: era en definitiva lo que ya había dicho Feijoo y lo que acabará diciendo Jovellanos, que murió pensando que atacar los obstáculos de frente solo contribuía a reforzarlos.

Tener al rey al lado —a veces la firma del rey por las particulares condiciones de Felipe V y Fernando VI— era un objetivo político fundamental de cualquiera de los dos partidos. Afortunadamente, como vio Feijoo con claridad, con los Borbones del XVIII, todos adiestrados por Isabel Farnesio en el peligro que representaban los nobles, los ministros reformistas plebeyos tuvieron campo libre, aunque hubo momentos en que mudó la fortuna. No hay que decir que las víctimas que presentamos son el fruto del juego político de ambos partidos, que siempre miraron hacia el arcano regio, el que daba y quitaba. Al fin y al cabo, estamos en la plenitud del absolutismo y el rey es siempre el botón rojo. «Sin la firma del rey nada valdría», había dicho Ricardo Wall cuando esperaba la llegada de Carlos III junto al lecho del moribundo Fernando VI. La firma del rey es clave incluso cuando Carlos IV, en Bayona, permite con la suya el fin de su propia dinastía.

De todo esto hablo en este libro, uno más que doy al público amante de la historia hecha por historiadores. Ese público lleva años esperando más libros así —creo yo—, menos relatos de periodistas y novelas históricas de literatos, y más historia con responsabilidad y método, siempre fieles a la máxima crucial del historiador: el que afirma, prueba. A ese público no le hace falta un copioso aparato crítico lleno de citas bibliográficas y referencias de los archivos. Con todo, como casi todo lo que aparece en este libro es fruto de estudios previos que han sido publicados en revistas o expuestos en congresos a lo largo de más de treinta años, el lector interesado no tiene más que ir a mi página web, www.gomezurdanez.com, y buscar las publicaciones digitalizadas —casi todo lo que he publicado está ahí en formato PDF— donde encontrará las referencias necesarias. Puede hacerlo aún más fácil: buscar en Google la frase entrecomillada que le interese y seguramente le llevará directamente al párrafo o a la cita al pie de alguno de mis artículos. Y más aún, pues cuando este libro vea la luz crearé un grupo en Facebook para mantener debates y resolver dudas con los lectores, en público y sin restricciones. Este es un libro de la nueva época digital y, por eso, utilizamos la maravillosa herramienta que tanto va a cambiar la historia y ya ha cambiado nuestra vida.

Pero, cuidado, es tiempo de falsificaciones y nuevos «errores comunes», así que diremos bien alto con Marc Bloch: dilexit veritatem, el lema al que se aferraron nuestros ilustrados, víctimas y victimarios, desde Feijoo a Jovellanos, pasando por Goya que también pensó en «desterrar vulgaridades perjudiciales» y en dar «testimonio sólido de la verdad».

Víctimas del absolutismo

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