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Feijoo y Campomanes: el marco ideológico del siglo

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Que Gonzalo Pontón diga de Feijoo que fue poco menos que un pobre hombre que solo pretendió «llenar páginas y páginas de ocurrencias para, al final, colar su mercancía», no debe desanimarnos; al contrario, debemos tomarlo como una invitación a descubrir qué clase de mercancía es esa que llegó a despertar el interés de Campomanes —y de Olavide— y que, además, convirtió la obra del fraile en el best seller del siglo, en España y en América. Para empezar, el discípulo de Josep Fontana afirma en su Lucha por la desigualdad que «el fraile benedictino no tiene ninguna intención reformista seria», lo que de nuevo invita a reflexionar sobre el significado de las reformas en España en la primera mitad del siglo XVIII, que obviamente no obedecían a la pretensión de cambiar drásticamente el sistema (en ese caso no hubieran sido reformas). ¿Cómo descubrir, por otra parte, que la intención reformista de alguien es seria o no? Afirma también Pontón que «su escepticismo (el de Feijoo) no es, desde luego, el de Hume», sin que sepamos por qué debía haberlo sido. Y finalmente, concluye: «Leer su Teatro crítico universal es, hoy, tarea ímproba», en lo que le damos la razón; según la Real Academia, una tarea ímproba es un esfuerzo intenso y continuado.

Ya en su tiempo, Feijoo recibió invectivas como las del franciscano Francisco Soto y Marne, que inclinaron al mismísimo Fernando VI a tomar partido por el padre maestro y decretar que nadie osara criticarle; o las de Manuel Miguel Lanz de Casafonda y Ozcoidi en Diálogos de Chindulza, que despreció al fraile que escribía de medicina y desaconsejaba estudiar griego —«verdaderamente es grande el daño que puede causar la opinión de este padre, que es venerado por oráculo en toda España y en las Indias»—; en la misma línea, el catedrático de matemáticas Diego de Torres Villarroel, le llamaba «reverendo mortal o crítico, que todo es uno», casi cuarenta años antes, cuando ambos eran antinewtonianos, un defecto que Feijoo sí corrigió en adelante, pero no el inclasificable catedrático y torero, correveidile de la casa de Alba, con toda seguridad el peor catedrático de matemáticas de la historia de España.

Hay muchas visiones sesgadas sobre el siglo ilustrado en el libro de Pontón, pero no es ese el principal problema. Lo más desafortunado es que plantea una batalla —la batalla del siglo— que da por perdida de antemano al desechar como inservible todo lo que huela a reformismo. Seguramente, él hubiera querido que, no solo Feijoo, sino sus abuelos, hubieran deseado tomar la Bastilla para ahorrarnos trabajo, puesto que solo la revolución puede adelantar la liberación de las cadenas. Sin embargo, a nuestro juicio, entender a Feijoo es entender el siglo, que es nuestra obligación como historiadores. Tanto es así que en adelante nos serviremos de Feijoo como guía político, pues da el tono realista de una Ilustración serena y práctica, posible, por supuesto católica. ¡Como si pudiera ser de otra manera! Ciertamente, una Ilustración con fuertes resabios frailunos, que el padre no ocultó, aunque tampoco utilizó nunca la influencia que pudo darle su posición en las «prisiones cortesanas», de las que huyó.

Es cierto que Feijoo aceptó la pena capital con el torpe argumento de que así, tras pasar por el garrote, se evitaba que el reo volviera a delinquir, a pecar, para la mentalidad de Feijoo. Esto lo resalta Pontón para denigrarle, pero esa forma de pensar era habitual no solo entre la clerigalla medievalizante, sino en los salones ilustrados, como demostraremos al ver desfilar a nuestros venerados próceres por escenarios de infinita crueldad; y no solo contra los desgraciados, sino también cuando las víctimas eran de los suyos, como ocurrió en los casos de Macanaz, Gándara, Olavide o Jovellanos. Costó mucho que las nuevas ideas sobre las penas —Beccaria publicó su tratado diez años después de morir Feijoo— llegaran a los tribunales, igual en España que en otros países europeos. En realidad, deberíamos decir, en relación con la pena de muerte, que sigue costando mucho intentar su abolición, una contradicción en tiempos de respeto de los derechos humanos que arranca precisamente de la Ilustración, un tiempo de obligaciones más que de derechos, como puede verse en el mismísimo Kant cuando plantea el «qué debo hacer» como imperativo moral.

El ideólogo español más político de la segunda mitad del siglo, Pedro Rodríguez de Campomanes, es uno de los muchos ejemplos de la contradicción y la paradoja: por una parte, ilustrado, culto y dispuesto a combatir la superstición de la clerigalla que dominaba sobre la España inerte; por otra, cruel y despiadado cuando pensaba en el ordenamiento social y en su posible erosión, déspota, como veremos. Si lo traemos aquí es porque no solo vio en Feijoo al pensador de las ideas políticas originarias del «régimen que hay ahora» —palabras de Feijoo al ponderar la obra política de los ministros de Fernando VI—, sino porque Campomanes apoyó plenamente las ideas del padre al publicar sus obras y escribir como prólogo la Noticia, una biografía de Feijoo pro domo sua, completamente utilitaria, en la que el recién nombrado fiscal del Consejo de Castilla atraía a su terreno al escritor para hacerle nauta político de las grandes realizaciones del siglo hasta entonces. En 1765, Campomanes necesitaba todavía las ideas protectoras de Feijoo, pues ya había arriesgado como fiscal del Consejo de Castilla descubriéndose partidario de la desamortización, del trabajo honrado, de la educación de los artesanos, contra los errores arrastrados por «la sangre noble y su viciosa perpetuación», en fin, las ideas que el Estado –es decir, el despotismo ilustrado en acción— debía ser capaz de llevar a la práctica, aunque sabía perfectamente los riesgos que eso iba a producir (solo tenía que recordar las críticas que sufrió y seguía sufriendo el real protegido, el sabelotodo Feijoo).

Forzando la máquina, Campomanes hizo de Feijoo un precursor del entramado ideológico que propició el desarrollo del Estado, aún a sabiendas de que la visión política del padre llegaba como mucho hasta aceptar «un cuerpo de Estado donde debajo de un gobierno civil estamos unidos por la coyunda de unas mismas leyes» (Glorias de España, TC, IV: 13-14), rozando la visión más estatista del togado Campomanes, basada en la fundamentación legal de las instituciones y en su desarrollo al calor del Derecho, o sea, de la Razón. No hace falta insistir en que, para Feijoo, la política no podía quedarse solo ahí, pues en último término dependía de Dios que influía en el príncipe para que evitara la tiranía, igual que para Saavedra Fajardo, a quien citó a menudo. Para Campomanes, sin embargo, Dios era prescindible en la praxis política, como para Ensenada, que llegó a decir: «La religión, por las contingencias», aunque sobre esto había que callar y hasta fingir. Feijoo ponía el contrapunto: «Con más seguridad, y facilidad logran sus fines los políticos sanos, que van por el camino de la rectitud, y la verdad, que los que siguen la senda del artificio, y el dolo; que aquella es la política fina, y esta la falsa» (TC, I: 1). Pero ¿cuál era el camino para la «política fina»? Pues sencillamente lo que hemos llamado reformismo borbónico. Como los fundamentos del sistema eran inamovibles, solo era posible reformar lo que se pudiera, es decir lo que el rey, la Iglesia y la nobleza estuvieran dispuestos a permitir. La Razón debía ser el instrumento para que los dos pilares del Antiguo Régimen cedieran algo en sus privilegios, incluso para que llegaran a colaborar, y en efecto a veces fue posible. En vida del padre de Oviedo, por la imposición; después, por la fuerza de las leyes.

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