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4. LUÍS IGLESIAS, I “He recorrido 300 kilómetros”

He recorrido 300 kilómetros por una autovía que no ha visto un bote de asfalto en 25 años; he tenido que ir sorteando agujeros y esquivando a pobres animales que, después de atravesar la valla obsoleta, podían acabar estrellándose contra mi coche.

Ocurren muchos accidentes que ocasionan muertes y destrozos, por eso los conductores hacemos bien en pensarlo dos veces antes de salir de viaje. Hablo con conocimiento de causa porque mi trabajo tiene que ver con los seguros. La gente suele utilizar las vías ordinarias que son las que atravesaban los pueblos, pero, ahora, se han convertido en calles y bulevares que obligan a una marcha lenta porque siempre existen imprevistos que te entretienen. Tampoco hay forma de establecer un horario porque, en una aldea remota, a mitad de camino, puede ocurrir, casualmente, un acontecimiento que corte la carretera durante unas horas o un día entero. Pero, en cualquier caso, no se producen las graves colisiones que vemos en las vías rápidas. Bueno… eran rápidas hace muchos años, quiero decir.

Hoy, al acceder por un desvío obligado, ha pasado lo que me temía: he tenido que ir muy despacio detrás de un grupo de gente. Se trataba de la comitiva de un entierro. Llevaban al difunto desde la iglesia al cementerio y caminaban en procesión por la calle principal para acompañarlo, en su último paseo, por los sitios que lo vieron vivo. Era un espectáculo que no presenciaba desde mi niñez cuando se convirtió en costumbre incinerar a los muertos y, como consecuencia, fue desapareciendo, poco a poco, este tipo de pasacalles. Al tiempo que iba viendo cómo las últimas personas de la hilera hablaban y gesticulaban de forma teatral y exagerada, yo razonaba, para mí mismo, cómo, hace diez o quince años, se finiquitó la práctica de quemar a los muertos. Eso ocurrió en el momento en que los curas achacaron el motivo de la disminución del “temor de Dios” a la falta de visitas a los cementerios: a fuerza de distanciarse de la morada física de los que ya no están, la gente también se distanció de los horrores del infierno y perdió el miedo que es necesario tener para someterse a la confesión y aspirar a las vocaciones. Un obispo avispado hizo —avispado, je, je—…hizo una regla de tres y dio con las causas y los remedios: hay que enterrar a los muertos como se hacía antes. Se movieron unos cuantos hilos, se puso a la gente en su sitio y les convencieron de lo correcto de la costumbre antigua. ¡No son ellos nada, puestos a convencer!

Absorto en estos pensamientos, y consciente de lo mucho que tienen de mi cosecha, no me he dado cuenta de que ya he rebasado a la comitiva y he recorrido el último tramo de mi viaje, cuyo motivo —todavía no lo he dicho— es un encargo de investigación: ¡tengo un buen caso entre manos! Un asunto importante. Ya he llegado a Beniample y me dirijo al sitio en que, de forma natural, debo de iniciar las pesquisas: estoy en la estación de ferrocarril, a jueves 7 de Junio de 2.085. Si no me equivoco, la máquina de bebidas que tengo delante de mí constituye la primera pista. Se trata de una expendedora de refrescos de la aKqüa-T, la empresa que reparte su bebida en el mundo entero. Como ésta, hay millones distribuidas por todas partes ofreciendo su producto al que lo quiera comprar. No me pasa desapercibido que en los muros de la TVred ya se están dando los coloquios preceptivos que adoctrinan para la próxima Adjudicación: programas homologados, presentadores homologados… para que, al final, los Dueños aleguen alguna justificación con que regalar la Administración Subrogada a una u otra corporación. Ahí están todos, voceros y conductores, defendiendo, cada cual, a los de su grupo. ¡Y faltan siete meses hasta Enero!... Bueno, yendo a lo mío: creo, y voy a decir, aunque pueda caer en el tópico de siempre, que éste es un caso muy raro. Analizando los detalles se ve, enseguida, que es algo extraño. En primer lugar, yo soy investigador de seguros, cosa que no tiene nada que ver con la cuestión puesto que mi trabajo habitual consiste en poner en evidencia a quien exagera, intencionadamente, los daños de algún accidente de auto. De momento, no he visto nada de este estilo, lo que me lleva a pensar que se trata de un problema de espionaje industrial o de rivalidad entre empresas. Aparte de esto, quieren llevar la investigación —como es natural— muy en secreto y por eso me han contratado a mí, ya que vivo lejos y no me conocen en este sitio. Por lo tanto, si alguien se llegara a percatar de mis indagaciones podría pensar que instruyo el expediente de una póliza.

He visto a mis clientes, pero no conozco su cargo, ni para quién trabajan; ni siquiera si me pagan ellos personalmente —y el caso es que lo han hecho de forma generosa—, pero he decidido hacer el viaje y renunciar, por un tiempo, a mis asuntos cotidianos. Me ha sorprendido el interés de estas personas por ganar mi confianza hasta el punto de sugerir la conveniencia de despachar las cuestiones contractuales en la oficina de mi abogado; por supuesto, con todas las cuestiones en blanco y en base a la legalidad vigente: ningún problema por mi parte. Ellos son dos señores, aparentemente, muy bien situados. Uno de ellos ha mostrado su pasaporte y su documento de identidad, convencido de que no nos iba a aclarar nada, como así ha sido: se llama Daniel Trujillo. También han querido dejar un sobre cerrado, para el caso de que ocurriera algo imprevisto, donde constan los datos y, supongo que, la ocupación del otro: mi abogado verá.

En tercer lugar, tampoco sé, exactamente, qué estoy buscando. Bueno, ni exacta ni remotamente. Me han contado que el pasado 15 de Mayo, un martes, la aKqüa-T bloqueó la venta de su refresco, durante 24 horas, en todas las máquinas expendedoras de nuestro país. Durante un día nadie de aquí pudo conseguir un solo bote. Cuando digo “ningún lugar” le doy su sentido literal más estricto: ningún lugar, ninguna máquina… ningún sitio. Sólo se podían adquirir en algunas tiendas y en bares, y en muchos de éstos la modalidad de venta son las propias máquinas que no funcionaban.

Y, por último, el motivo de mi contrato: mis clientes quieren que averigüe las causas y los detalles de esa incidencia del servicio, parada, avería, o lo que sea. Pero no han dicho por qué. Me han afirmado que ellos, personalmente, no tienen ninguna relación con la compañía, ni intereses, ni otro tipo de apego. Si me sirve de ayuda, dicen que puedo pensar que ellos son como algo parecido a periodistas o a observadores sociales: la verdad es que eso no me ayuda mucho.

A mi entender, lo que ha pasado es algo tan grave que la empresa debe de haber actuado, consecuentemente, en todos los sitios, departamentos, o rincones donde haya hecho falta: estoy seguro de ello. Habrán iniciado y cerrado expedientes, interrogado a empleados, descerrajado puertas y cajones y habrán rodado muchas cabezas.

También puede ser que se trate de un proceso de limpieza de tuberías, por llamarlo de alguna manera, o de una puesta a punto de procesos o, simplemente, una estrategia de mercado o de producción. Estas empresas pueden llegar a ser muy complicadas y a hacer cosas que no son fáciles de comprender; por lo menos, para las muy concretas luces de un investigador de seguros de tipo medio.

De todas formas, yo no me he caído de un árbol ahora mismo; estoy en servicio quince años y me he ganado la vida bien. En alguna ocasión me deben de haber tomado el pelo, pero eso le pasa a cualquiera. Esta profesión te exige disponer de un detector de tufillos que te alerta cuando los aires no están limpios, y ahora, como he dicho, los aires están un poco raros. Es imprescindible saber qué cosas son las que se te escapan: saber lo que no se tiene es el primer paso para conseguirlo. Los datos que faltan hay que organizarlos en casillas para ir rellenándolas de forma ordenada.

¿Y qué es lo que tengo? Unos clientes que no se identifican abiertamente y que quieren saber los detalles de un incidente ocurrido en una empresa de envergadura planetaria. Pero ellos no tienen relación con esa empresa: entonces, ¿qué les importa? Me facilitan unos datos para que pueda iniciar la investigación cuya procedencia adolece de un hermetismo total; ni quieren, ni pueden decirme cómo, y por qué, los conocen. Bueno… los puedo decir; son los siguientes: la ubicación de la máquina que suministró el último bote de aKqüa-T y el nombre y domicilio de la persona que lo retiró —Juan Puig—, así como la fecha y la hora. ¿Cómo los pueden tener si niegan cualquier relación con la compañía? Obviamente, son datos que pertenecen a una base informática gigantesca que va anotando cada bote que venden, e incluso, por lo que veo, hasta identifican al usuario… bueno… claro, para que le descuenten el gasto en su cuenta.

Mis clientes, además de por su aspecto, deben ser unos personajes bien situados, porque acceder a unos archivos de esas características implica una acción de espionaje muy profesional o disponer de un topo, muy bien pagado, dentro de la empresa, con accesos muy privilegiados y, por lo tanto, autorizados a pocos ejecutivos. Cualquiera de las dos opciones exige ocupar un alto escalafón del establishment, que permita disponer de muchos y buenos contactos, así como de recursos dilatados. Esto es lo que puedo deducir de la personalidad de mis dos nuevos clientes y no creo que me vaya a equivocar mucho en mis apreciaciones de investigador de seguros.

En cuanto a los datos de la venta del último refresco, antes de que todo se parara, resulta que podrían constituir una información irrelevante en el caso de que lo ocurrido haya sido un proceso programado: a alguien le tenía que tocar ser el último cliente, sin que, por ello, el hecho tuviera significación alguna. Si el incidente ha sido algo inesperado, estamos, posiblemente, frente a una avería del sistema general; ante un fallo así el último consumidor tiene una importancia que, todavía, no podemos valorar.

Acaba de llegar el tren de media tarde, la hora en que la mayoría de los pasajeros vuelven de sus quehaceres y, tal vez, míseras ocupaciones. Traen el aspecto cansado y la mirada tranquila de quienes saben que, por unas horas, se verán libres de las tareas y búsquedas que los han machacado durante la jornada. Para todos es un día más y, algunos, se acercarán a la aKqüa-T en busca de la bebida fresca que ya apetece en este cálido Junio. Yo haré lo mismo antes de irme.

Ahora debo apostarme cerca del domicilio de Juan Puig, un chico de 14 años, e iniciar, de forma ortodoxa, los pasos de una investigación que no sé por dónde me va a llevar. Ya he dicho que es la última persona que pudo sacar un refresco de una máquina expendedora antes de sobrevenir una avería que duró todo un día y afectó al país entero.

Cala Ombriu, 2085

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