Читать книгу Cala Ombriu, 2085 - José María Bosch - Страница 8

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1. MIGUEL, I “Hemos llegado hace unas horas”


Hemos llegado hace unas horas. Más tarde, bajaremos a tierra para buscar un sitio donde guarecernos. He amarrado el barco al diminuto muelle que, cada verano, utilizan los dueños del bar. Miguel todavía duerme. Es como si este sitio tuviera el don de vencer la terrible ansiedad que lo quema por dentro, pero sé que esto no durará mucho tiempo y, cuando menos lo espere, volverá. Ahora descansa y parece tranquilo.

Es la primera vez que he utilizado el embarcadero; tú sabes que, en plena temporada, ellos lo convierten en algo de uso personal. Siempre llegan muy temprano, a la misma hora, con los víveres necesarios para atendernos. Ahora, es diferente. Aquí no hay nadie, ni lo va a haber durante meses, aunque esta cala invite a quedarse a pesar del invierno.

Se nota que los temporales han sido fuertes e insistentes. Los arrastres llegan hasta el fondo; a la misma puerta de la casa donde preparan las comidas. Supongo que podré encender fuego en la barbacoa con el fin de ahorrar algo de energía; sé que está afuera, a la intemperie, y espero que todavía se mantenga en pié aunque solo sea para calentar algunas latas. Seguro que hay leña de sobra esparcida por ahí. Menudo desastre para abrir el negocio en primavera… aunque supongo que pasará lo mismo todos los años.

A pesar de las nubes hoy es un día bueno y todavía quedan unas horas de luz. He de procurar que coma algo; desde que se ha dormido esta mañana no ha entrado nada en su boca. Está agotado después de la mala noche que ha pasado…

A cambio de un poco de sol, esta cala es capaz de reflejar… Era la frase pontificia que utilizabas cuando te apetecía venir aquí, lo que ocurría muy a menudo. La pronunciabas y ya estaba todo decidido: coger a Miguel, y al barco… “¿Qué refleja?” —todas las armonías de la luz, mezcladas con un vivo aroma de mar y tierra…—: te preguntaba yo para que lo dijeras de carrerilla, toda relamida e historiada, sin equivocarte… Vaya, con la poca memoria que tenías. El viaje ya era seguro. Tienes razón, no tengo mucho en qué ocuparme. Solo vigilar su sueño, como tú harías. Ahora no puedes mandarme nada porque no debo hacer ruido. ¿Las octavillas de publicidad del museo de Capfoguer? ¿Ahora? Si supieras que recuerdo perfectamente en qué cajón están… y las fotografías que nos dieron, también. Te hacía gracia que dijera que esas hojas parecían la redacción de un escolar que hubiera ganado un concurso. ¡Pero, es que era verdad! Las típicas frases de promoción: Es muy generosa y devuelve con creces aquello que solo el cielo le procura. Así terminaba tu frase. ¿Lo recuerdo, eh?

La cala de Ombriu se moldeó en un corto espacio de tiempo de cuarenta millones de años. Antes era una playa de arena que, poco a poco, se transformó en lo que hoy conocemos: un abrigo a resguardo del Mediterráneo y de los vientos de poniente, arropada tras una montaña que surgió de la nada y fue empujada hacia arriba, vete a saber por qué clase de ímpetu volcánico.

La vida resulta fácil, acurrucada en unos límites acogedores y confiada a la serena vigilancia de las peñas que, desde lo alto, dominan el horizonte y perfilan el contorno de la cima…

—¿Papá, qué haces?

—¿Te he despertado Miguel?

—No sé… Estaría soñando, ¿pero qué pasa?

—He abierto un cajón. Buscaba unas fotos.

—¿Ahora?...

—Sí, ahora... ¿Has descansado?

—Creo que sí… Me parece que ya estoy bien.

—Si te quieres levantar bajaremos a tierra, a ver cómo está la cala.

—Sí, bien… pero ya iremos después… ¿Vale?

—Como quieras; yo te espero.

—…

Las empinadas sendas que bajan del monte constituyen la única forma de llegar desde tierra. Fueron talladas en la roca caliza por los pobladores iberos de hace 2.500 años y ahí permanecen, indiferentes e inmutables, en eterna alianza con el mar y el tiempo, bajo la densa sombra de los pinos piñoneros.

Dicen que en esos caminos se pueden leer trazas, propias de herramientas primitivas, que se podrían datar en no menos de 14.000 años.

La escala humana de este paisaje es capaz de convertir al que llega por primera vez en algo parecido a un inquilino estable, en alguien que intenta recordar cual fue el día en que ya estuvo aquí, porque todo le parece familiar y cercano, impregnado de una serenidad que apacigua, que libera el carácter y que vacía el ánimo de resentimientos y del lastre sobrante que solemos cargar las personas. Pero, en cambio, se siente el tirón de la naturaleza que reclama el recuerdo ancestral de cuando, ella y nosotros, éramos uña y carne —la madre hermana Tierra— y nos sumergimos en una atmósfera transgresora de lugares y de tiempos, acomodados en un espacio sin dimensiones, sin tiempo, sin horas, donde podemos dominar el curso de nuestra verdadera existencia.

¿Ves? Esto es lo que decía la publicidad sobre esta cala “maravillosa”…

Ahora, echo de menos no haber subido alguna vez por estas sendas, y quemarme las manos, bajo el sol, en los asideros de piedra que tallaron aquellos hombres antiguos. Lo echo de menos, pero ya no tiene remedio. Y, también, todas las ocasiones en que podía haber llegado hasta la cumbre y respirar el aire tranquilo de los pinos.

—Miguel…

Todavía duerme; esperaré un poco más para que coma algo…

Cuando veníamos lo hacíamos por mar, igual que ahora, con esta embarcación de baterías contaminantes, y fondeábamos tan cerca de la costa que las idas y las venidas las hacíamos a nado. En las ocasiones en que sabíamos que el bar disponía de rancho para todos, y también de fruta fresca, nos mirábamos, alucinados y agradecidos, preguntándonos si podíamos pedirle algo más a nuestra suerte. Solíamos traer suficientes provisiones pero, si yo tuviera que decidir la que fuera mi última comida, me quedaría, sin duda, con el plato de ensalada que nos ofrecían estos amigos de la cala de Ombriu: lechuga, tomate, cebolla, aceite de oliva… sin pepino, si la compartiera con mi hijo… sí, perdona… nuestro hijo.

Cala Ombriu, 2085

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