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12. MIGUEL, III “Miguel se ha dormido hace un momento”

Miguel se ha dormido hace un momento y, ahora, parece tranquilo, ¿lo ves? Yo sé qué hacer…

No éramos muchas las personas que nos habíamos reunido en el funeral. Un joven músico interpretaba una partitura después de que el cura hubiera interrumpido, momentáneamente, la ceremonia. La música se había adueñado de cada rincón de la iglesia y yo solo buscaba el reflejo de las velas en los muros de piedra; sabía que estabas allí… en esa playa de sombras; pero sin estar. Se sucedían las plegarias… Las llamas se convertían en mariposas de luz que envolvían aquellos acordes salidos de la profundidad del templo; su vuelo se unía a la magia que se había apoderado de nuestras consciencias y las lanzaba al aire —más allá de cualquier temor—, bajo la techumbre protectora de la nave milenaria. Música y luz, simplemente, coexistían, y habitaban la vieja capilla, atrapadas en el duelo íntimo que acababa de incorporarse a nuestras vidas.

Apenas hacía un día que habías muerto. Se podría pensar que una cosa tan terrible une, necesariamente, a los que quedamos atrás, rotos de dolor, pero, por lo visto, no es algo que ocurra obligatoriamente. Nuestro hijo y yo nos habíamos acorazado cada uno en su propia tragedia y, todavía, no habíamos compartido ni una sola lágrima. Era algo que me habría preocupado, de no ser por la extraordinaria densidad de los momentos que acontecen después de un suceso así. Noté que me había faltado su calor durante el recorrido que tuvimos que hacer desde la casa de tus hermanos —donde te habíamos velado—, hasta la iglesia de Santa María das Areas, en el camino al faro. Solo diez minutos de caminata en los que comencé a ser consciente de que lo único que me quedaba sobre la tierra era un crío de diez años, porque la otra persona que había dado sentido a mi vida iba a quedarse, para siempre, dormida en la sepultura antes de que llegara la noche.

Habíamos entrado abrazados al féretro, que tenía su lugar frente el altar, y el sacerdote comenzó los rezos y los preparativos para despedir a una hija de su parroquia que iba a ser enterrada allí mismo, en el pequeño cementerio junto a la iglesia. El consuelo que, se supone, deben de ofrecer los oficios religiosos no fue algo que se hubiera materializado cuando ya hacía un rato que había comenzado el funeral. Miguel, sentado junto a mí —ajeno a aquella liturgia—, se me representaba como el ser más desvalido del mundo. Habíamos vivido tu muerte, cada uno en su rincón, como algo que nos separaba en vez de unirnos. A mi lado, ausente y extraño, arrastraba el luto como podía, igual que yo que no era capaz de adivinar lo que pasaba por su cabeza. Oía, a lo lejos, los susurros y bisbiseos del párroco, e intentaba recuperar los pesados y oscuros sentimientos en que se habían quedado convertidos tus recuerdos. No me creía que, ahora, no pudiera ver tu imagen con la claridad del agua. Lo intentaba una y otra vez y al final me dejé llevar por una vana amargura que me alejaba más de mi hijo y me convertía en un cobarde. Me resigné, seguramente, y en algún momento dejé de pensar… Y comenzó la música de aquel chelo. Su sonido nos llegaba adormecido, envuelto en una serenidad suave… como un susurro de cuero.

Debí de pasar algún tiempo sumido en una confortable inconsciencia, hasta que noté algo entre mis dedos —un olvidado sudor infantil— que me fue devolviendo a la realidad y al reconocimiento de mí mismo. Pero, curiosamente, entonces, ya no estaba ni enfadado ni incómodo. Nada me amargaba; al contrario, sentía una satisfacción mesurada y tibia, como la mano —entonces me di cuenta—… como la mano de nuestro hijo que apretaba la mía. Era consciente de aquello, pero tuvieron que discurrir unos segundos —como quien se acostumbra a la luz al salir de un cuarto oscuro— para entender lo que me estaba pasando. Lo que nos estaba pasando… Tenía las mejillas inundadas en lágrimas y me dirigía una mirada donde yo encontraba, otra vez, a la familia que habíamos sido —que volveríamos a ser los dos— y veía, en el fondo de sus ojos, tu imagen, clara y hermosa como la juventud.

La música no dejaba de sonar y estaba allí, con nosotros; supo abrir la puerta y se coló dentro. Ocurrió que, a pesar del dolor, la esperanza volvió a formar parte de nuestras vidas. Tenía que ser así y yo se lo debía a él; a nuestro hijo. No podía abandonar. Tú no me habrías perdonado. Comprendí todo eso en la vieja iglesia de Santa María, bañados en la humilde música de un joven estudiante.

Pasados unos días Miguel me sorprendió: “quiero un chelo como el de la iglesia; aprenderé a tocarlo”

Se está moviendo mucho y parece que han vuelto las pesadillas. He de despertarlo.

Cala Ombriu, 2085

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