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11. JORGE, IV “Por fin conozco los motivos”

Por fin conozco los motivos que me trajeron a esta escuela. Ya se ha despejado la incógnita que me ha acompañado estos dos últimos años, y ha sido una sorpresa, aunque, en cierta forma, también es un alivio… Pero habrá que ver qué ocurre con Juanito.

¿Y Trujillo? ¿Qué pasa con él? Estoy molesto. ¡Por supuesto que estoy molesto! Faltaría más. Me ha dejado ir ciego como un topo; le voy a recriminar la inseguridad en la que me he tenido que mover… o, mejor dicho, no mover. Lo que me preocupaba, día tras día, era que mi candidez, o mi ineptitud, pudieran causar daño a alguien.

Según me advirtieron, debía informar de “aquello que me resultara extraño”… Bien, ¿y…? ¿Con eso bastaba? ¿No habría hecho falta darme más explicaciones?...

Nunca he tenido miedo por mí, pero sí por las otras personas.

En fin… ya veremos…

Siempre he pensado que el eslabón débil era Juanito; que era a él a quien debía de proteger. Seguramente, de haberlo sabido mi comportamiento no habría sido muy diferente. Es curioso lo que a veces hacemos solo por el instinto.

Lo grave es haber estado como en un limbo, sin saber muy bien qué esperar o lo que pudiera ocurrir. En este aspecto, ha sido una mala temporada pero, la verdad es que, Carmen y los chicos me lo han hecho muy fácil… sobre todo ella.

Ahora, Daniel me ha puesto al día y conozco la verdadera realidad; una realidad seria y preocupante… Yo debería tener conocimiento de esas cosas que él teme y, así, poder recurrir a la protección más adecuada.

Cuando llegué a la escuela, después del accidente, supuse que quien había guiado mis pasos había sido “Sanidad Médica”, pero, ahora, pienso que, tal vez, fue Daniel quien movió los hilos… Bueno, creo que ya da un poco igual…

Hacía poco tiempo que había dejado mi trabajo. Necesitaba cortar con ese modo de entender la estructura civil absolutamente injusta y de asumir la impermeabilidad de las capas sociales; dicha ruptura constituía un reto y una exigencia que yo me planteaba. Presenté la dimisión y rompí el contrato con el hospital, sin tener muy claro cómo iba a gestionar mi futuro ni mi profesión. Pero, lo que sí que tenía claro era que allí no iba a continuar.

Estos hospitales —los únicos que existen— son guetos exclusivos para la gente privilegiada; fueron creados, únicamente, para los abonados de las todopoderosas compañías de seguros — afortunados titulares de unas pólizas sanitarias que una persona normal no podría pagar en toda su vida—.

En esas condiciones ejercía yo la medicina… en fin, como todos. Así no podía continuar: no hice mi juramento para eso. No, mientras millones de personas carezcan de acceso inmediato a nuestros cuidados; los de los verdaderos profesionales; los de aquellos que hemos estudiado entre profesores, libros y enfermos… Por desgracia, mientras no cambien las cosas, nosotros solo podemos ejercer en los tabernáculos de los ricos, bajo la atenta mirada de las aseguradoras.

(Me estoy despachando bien… y, total, para oírme yo solo…)

El resto de la gente debe de acudir a los despachos sanitarios… Todo el mundo tiene derecho a ello.

¿Y qué son los despachos sanitarios?

Son las clínicas —por llamarlos de alguna manera— de proximidad… Son los lugares donde el Sistema, y los Dueños, han convenido que acudan las personas enfermas; convenido con las grandes compañías, claro: las inmensas compañías de seguros. A alguien que necesite su ayuda le puede pillar más o menos cerca pero, como es el único sitio al que se puede recurrir, me permito apostillar ese matiz de “proximidad”.

La mayoría de ciudadanos solo tienen acceso a esos sitios —comandados por técnicos—, sin saber muy bien lo que allí se cuece… Exacto: no hay médicos; a nosotros no nos está permitido trabajar en esos despachos de atención “cercana”. Así, que son ellos —unos sesudos conocedores de las máquinas—, los que atienden y “curan” a la gente.

Dicho personal maneja y tiene a su cargo los recursos electrónicos y el instrumental allí depositados; vienen a ser —esos aparatos— como los de “nuestros” hospitales —quizá más antiguos—, pero son los que gestionan informes y parámetros para, después, vomitarlos a las pantallas y a los gráficos, acompañándolos de un diagnóstico “cierto” —que se da por bueno, sin más—; entonces, los responsables proceden a aplicar un tratamiento al enfermo —en el caso de que la máquina no lo haya prescrito también—. Como es patente, no tienen mucho que pensar ni decidir.

Y, todo ello, en base a las atribuciones que les ha otorgado el Sistema; incluso se realizan intervenciones quirúrgicas en las que no se sabe bien si deciden hombres o cerebros virtuales.

Es necesario que, algún día, todo esto cambie. La ayuda de las máquinas y de las bases informáticas es necesaria, pero la medicina que aprendimos no tiene nada que ver con eso. Proteger a la gente de las enfermedades es algo muy diferente. Intentamos que las cosas vuelvan a ser como hace 40 o 50 años, pero es como darse contra la pared. Los que detentan el poder se oponen, niegan lo evidente y hacen oídos sordos a nuestras denuncias.

“Sanidad Médica”, desde la sombra, y sometida a continuos chantajes, intenta cambiar la mentalidad de quienes podrían arreglarlo. También procura evitar desgracias personales en casos previsibles: supongo que intentaron algo con Juanito, pero, si es así, no llegaron a tiempo. Y, me imagino que, en esa transición es cuando decidieron enviarme al colegio por ver si yo era capaz de detectar algo extraño que les sirviera a ellos como prueba.

Cala Ombriu, 2085

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