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13. CARTA DE MIGUEL, II “Cada tres meses volvíamos al hospital”

Cada tres meses volvíamos al hospital para que Miguel fuese chequeado convenientemente y su mano no creara problemas de rechazo. Lo malo es que estas revisiones, además de los inconvenientes del viaje, se convertían en una larga lista de pruebas, resultados, más pruebas y vuelta a comenzar. Ocupábamos todo el día en las sesiones e incluso, alguna vez, quedó ingresado por la noche hasta el día siguiente.

No era cuestión de quejarse, porque estábamos muy agradecidos a aquellos técnicos que, en el momento de la verdad, realizaron el trasplante y nos devolvieron, prácticamente, a la vida. En los momentos agobiantes, cuando me asaltaba alguna duda, solo tenía que acordarme de la persona que donó la mano: a él —era una mano varonil— ya no le preocupaba nada, todo había terminado, y yo me felicitaba porque mi hijo se había salvado en aquel accidente. La verdad es que habíamos tenido la suerte de cara. Aquel hombre —sin duda era joven, por lo menos tanto como él— nunca debió de haber trabajado en cosas rudas, o de grandes esfuerzos físicos, porque no se apreciaban los rasgos propios de esas actividades; no estaba deformada ni castigada y las uñas no denunciaban haber estado sometidas a duras pruebas. Presentaba la particularidad de ser más pequeña que la suya —de aquella que le quedaba—, pero eso lo podíamos apreciar solo nosotros o alguien que estuviera en disposición de fijarse lo suficiente.

Pero, por desgracia, y en demasiadas ocasiones, las cosas no son como nuestros ojos se empeñan en ver.

Me he culpado muchas veces por consentir que Miguel fuese tratado en esa extraña clínica que, en realidad, no forma parte del Hospital Comarcal y, simplemente, se ubica en la zona de jardín que lo rodea, pero estratégicamente construida a la sombra de una institución fiable. También me culpo por no haberme dado cuenta, en su momento, de circunstancias tan extraordinarias como la ausencia de médicos en ese centro. La responsabilidad sanitaria recae, únicamente, en los técnicos que, con un atrevimiento supino, se declaran los garantes del futuro y del progreso. Tampoco le di importancia a la exigencia —perfectamente disimulada— de pagar una gran cantidad de dinero a cambio de que se realizara aquella operación. Ante estos hechos mostré la ingenuidad propia de un niño pequeño. En cualquier caso, después del trasplante los tiempos fueron buenos y Miguel inició el aprendizaje de una nueva vida gracias a los cuidados de que había sido objeto.

Cala Ombriu, 2085

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