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5. MIGUEL, II “La mínima ráfaga de viento”

La mínima ráfaga de viento me trae a la memoria el vendaval que provocó el helicóptero cuando se llevó, malherido, a Miguel, con un torniquete apretando su brazo… y veo su imagen, empapado en sangre, casi muerto, abriendo unos grandes ojos azules, asustados, buscando un resquicio de tranquilidad en la cara de su padre. No perdió la consciencia…

Llegamos a Ciutat en poco tiempo y se iniciaron los protocolos de una cura que, por desgracia, ya no iba a solucionar nada: aquello que había sido su mano quedó destrozado bajo el agua, junto a una gran mancha roja. La recuperación fue aceptable, pero una persona tan joven no puede comprender que, de la noche a la mañana, su cuerpo se vea amputado de semejante manera y que la vida y los días continúen, inalterables en su rutina, sin que se aperciban de que él ya no es el mismo, que ha cambiado a un estado penoso y digno de lástima. Además, las personas que lo atendían, lejos de ayudarnos a iniciar una fase de adaptación, parecía que se afanaban, exclusivamente, en practicar pruebas y exploraciones sobre la forma en que el chico reaccionaba bajo determinados estímulos. Aquello nos resultaba algo extraño pero, por fortuna, estábamos atendidos por unos técnicos que, supuestamente, eran muy cualificados y fiables.

Fueron dos semanas terribles en las que yo no hacía más que acordarme de ti, pero, al final, se produjo el milagro. Estábamos en el Hospital Comarcal, en la 5ª Planta y, de repente, una noche, uno de los jefes del departamento nos habló de la posibilidad de un trasplante; una persona que había tenido un accidente estaba siendo mantenida con vida artificial. Realizados los protocolos pertinentes para la donación de órganos, el que nos afectaba a nosotros, sin duda alguna, era posible. Creímos entender, en ese momento, el motivo de las interminables pruebas que le habían estado realizando los días anteriores. A la mañana siguiente, Miguel y yo, esperábamos impacientes la visita del director para darle una respuesta: deseábamos, a toda costa, aquella operación. Escuchó nuestras palabras y, acto seguido, nos felicitó. Hizo que le acompañara a un despacho para resolver el tema de los papeles. Me informó que los gastos de quirófano eran por cuenta de las compañías de seguros; lo que estaba excluido era una asignación voluntaria cuya finalidad era la de mantener económicamente el sistema de trasplantes y, en ocasiones, se establecían unas ayudas a las familias de los fallecidos cuando carecían de medios. No sé muy bien como lo hizo aquel hombre pero, sin pedirme ni un céntimo —ni mencionar el dinero—, yo llegué a asumir que la cantidad que él estimaba como la adecuada coincidía con la que yo ganaba en un año. Cerramos el acuerdo con el doble de esa cifra. Me salió muy barato porque tú sabes que no me hubiera importado pagar todo mi capital a cambio de aquella mano. Después de quince días a Miguel se le trasplantó la de alguien que había fallecido y cuya identidad no íbamos a conocer nunca. Por lo menos me quedé con la tranquilidad de que, de alguna manera, mi dinero sería un buen apoyo material para ayudar a su familia. Poco a poco, fue recuperando la normalidad y aprendiendo, de nuevo, los movimientos más básicos.

Cala Ombriu, 2085

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