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2. CONFORMACIÓN DEL NUEVO MARCO INSTITUCIONAL DE LAS FINANZAS: DEL NEW DEAL A LOS TRATADOS DE LA UNIÓN EUROPEA

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Las crisis que precedieron a la pandemia de la COVID-19 marcaron la impronta política y económica del siglo XX.

El orden económico que cabalgó sobre la segunda revolución industrial, inspirado en el “laissez faire”, devino en el desmoronamiento de un sistema financiero ajeno a reglas e instrumentos para dar respuesta a los desequilibrios entre la economía real y el universo de las finanzas.

Tuvo su origen en la banca de inversión de Nueva York, a raíz de la creación del bono corporativo4 y su rápida propagación en el sector minorista, de la mano de la facilidad de crédito. La inundación de liquidez en los mercados financieros disparó artificialmente el precio de los activos, retroalimentando la codicia y el “cortoplacismo”.

Terminó atrapando a un gran número de familias, de forma que la Gran Depresión del 29 no sólo llevó al empobrecimiento material, vino además acompañada de un notable descrédito institucional.

El New Deal de Roosevelt (1933–1938) se propone restaurar los valores de la nación y recuperar la confianza de la sociedad, en un continuo ejercicio de audaz experimentación que transforma radicalmente el pasaje institucional y abre el camino a una nueva era económica.

“La magnitud de la recuperación depende de la medida en que apliquemos valores sociales más nobles que el mero beneficio económico. La felicidad no radica en la mera posesión de dinero; radica en la satisfacción del logro, en la emoción del esfuerzo creativo”.

Discurso de investidura de Franklin D. Roosevelt, pronunciado el 4 de marzo de 1933.

La capacidad de liderazgo, el espíritu creativo y la visión a largo plazo, permitió combinar las medidas de urgencia con las reformas estructurales, algunas de ellas de gran calado. Así, la reestructuración del sistema financiero fue profunda y dibujó el esquema institucional que hoy conocemos, mediante la concepción de diversas agencias federales independientes bajo control estatal.

La aprobación a mediados de 1933 de la “Banking Act”, más conocida como Ley Glass-Steagall5, da pie a la separación entre banca de depósito y de inversión, a la vez que impide la presencia de los bancos en los consejos de administración de las empresas. Alumbra también esa ley la innovadora Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC, por sus siglas en inglés), que garantiza la restitución del ahorro en caso de quiebra bancaria.

En paralelo, a partir de la “Securities Exchange Act” nace la Comisión de Bolsa y Valores (SEC, en sus siglas en inglés). Y en esos mismos meses, Roosevelt libera al dólar del corsé del patrón oro, para poder subordinar la política monetaria y cambiaria a las necesidades de su política interna6.

Entre las numerosas iniciativas, cabe destacar la creación del Cuerpo Civil de Protección Medioambiental (CCC, según sus siglas en inglés). Financiado mediante bonos del tesoro, impulsa los ingentes trabajos de repoblación forestal, de lucha contra la erosión y las inundaciones.

La emergencia ecológica lo exigía, ya que la paulatina deforestación y desertización de las Grandes Llanuras del Medio Oeste, iniciada en tiempos de los primeros colonos, vino exacerbada a partir de la I Guerra Mundial por el sacrificio de los pastizales en beneficio del cultivo del trigo. Sucesivos años de prácticas agrícolas insostenibles (sobreexplotación de la tierra y uso indiscriminado de sustancias químicas), provocaron el denominado “Dust Bowl”7: las tormentas de viento, a su paso, levantaban inmensas nubes de polvo, con efectos devastadores para los cultivos y la salud de la población. Provocó un éxodo de más 2,5 millones de personas.


La respuesta de la administración Roosevelt anticipa las políticas activas de empleo. Los subsidios ceden el paso a la contratación de en torno a 250.000 jóvenes desempleados entre los 18 y 25 años, que plantan millones árboles y construyen numerosas infraestructuras verdes, sintiendo el orgullo de formar parte de un programa de reconstrucción a gran escala.


El impulso reformista de Roosevelt contó desde sus inicios con el respaldo crítico de un John M. Keynes8 muy interesado en el campo de pruebas del New Deal para refrendar los postulados revolucionarios que luego expondría sistemáticamente en su obra magna “Teoría general del empleo, el interés y el dinero”. Su escrutinio riguroso aportó recomendaciones trascendentales para superar el esquema clásico monetario y presupuestario, otorgando carta de naturaleza a los numerosos planes de estímulo empresarial y de mejora del bienestar social.

Un proceloso recorrido que a pesar de contar con el decidido apoyo de las dos cámaras legislativas (con mayoría demócrata) y de un sostenido respaldo popular, tropezó en numerosas ocasiones con el veto de la Corte Suprema, muy renuente a semejante embate intervencionista.

Constituyó, por tanto, el New Deal la cuna de creación de muchas de las instituciones actuales en el nuevo orden que siguió a la II Guerra Mundial y a su Plan Marshall. En ese contexto de reconstrucción social y económica, la declaración de Robert Schuman en 1950, inspirada por la visión lúcida de Jean Monnet, dicta los nuevos fundamentos pragmáticos de una Europa que precisa de realizaciones concretas para superar la oposición secular entre Francia y Alemania.

“Los hombres sólo aceptan el cambio resignados por la necesidad y sólo ven la necesidad durante las crisis“.

Jean Monnet

Sostiene Schumann en su alocución: “La solidaridad de producción que así se cree pondrá de manifiesto que cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resulta impensable, sino materialmente imposible”9.

El blindaje de la cooperación se sellará mediante la aplicación de un plan de producción y de inversiones, la creación de mecanismos de estabilidad de los precios y la constitución de un fondo de reconversión que facilite la racionalización de la producción. Se establecerán reglas para preservar la competencia justa; también se abordará la equiparación y mejora de las condiciones de vida de los trabajadores.

Todo ello bajo la batuta de una Alta Autoridad común y el escrutinio de un importante miembro, Naciones Unidas, para la salvaguarda de sus fines pacíficos. Un traje a la medida de su primer presidente, Jean Monnet, actor clave para la génesis de la Sociedad de Naciones10 durante el periodo de entreguerras (llegó a ser su secretario general adjunto: de 1920 al 23).

Apenas un año después, en 1952, se materializa el primer peldaño de una “federación europea”. El Tratado constitutivo de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), de la mano de Francia, Alemania, Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo, asienta la solidaridad de producción y la configuración de un primer mercado común –de libre circulación y exento de todo derecho de aduana– para el carbón y el acero.

No obstante, el incesante impulso integrador de Monnet tropieza con el boicot del gaullismo francés en el alumbramiento de la Comunidad Europea de Defensa (1952) y frena la proyectada convergencia de las fuerzas armadas de cada estado miembro en un sólo ejército.

En 1957 se completa el “primer pilar comunitario” mediante los Tratados constitutivos de la Comunidad Económica Europea (CEE) y el de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom).

La paulatina extensión de la CEE viene en esos tiempos de la mano de la prosperidad y remacha la capacidad de intervención estatal, en lo que se ha conocido como la conformación del Estado del Bienestar11 o “Modelo Social Europeo”, otorgando en la práctica una categoría central a los derechos de la ciudadanía que emanan de la tradición liberal (Marshall, 1950).

Sin olvidar que el desarrollo de los Estados sociales de derecho en los años de la posguerra apenas se refleja en la adopción de competencias exclusivas (plena capacidad de legislar) sobre políticas o acciones comunes12, más allá de la Unión Aduanera y las normas de competencia en el Mercado Interior. Significativo a este respecto resulta el testimonio del representante holandés que formó parte del equipo negociador del Tratado de Roma: “La legitimidad del Estado Nación fue muy fortalecida por el Estado del bienestar. La gente mira hacia su capital cuando se trata de su jubilación o su seguridad social, no hacia Bruselas13.

Hasta alcanzar en 1992 el Tratado de la Unión Europea14, que configura el actual marco institucional único al incorporar la política exterior y de seguridad común (o segundo pilar, PESC) y los asuntos de justicia e interior (JAI) o tercer pilar. Se crea una ciudadanía de la Unión (reconoce el derecho de residencia, libre circulación de trabajadores y libertad de establecimiento) y postula un nuevo paso decisivo para la integración europea, en la persecución de la unidad de mercado: el establecimiento de una unión económica y monetaria en base a una moneda estable y única. También se crean un Sistema Europeo de Bancos Centrales (SEBC), un Banco Central Europeo y un Banco Europeo de Inversiones.

Finalmente, el nuevo marco institucional incorpora el procedimiento de codecisión15, un hito que orienta el buen gobierno (la nueva “gobernanza institucional”). Irá situando paulatinamente al Parlamento en pie de igualdad con el Consejo para la mayoría de materias claves (gobernanza económica, inmigración, energía, transporte, medio ambiente o protección del consumidor). No obstante lo anterior, la política palanca con más potencial para la sostenibilidad, la fiscalidad, seguirá hasta nuestros días en manos de la decisión (por unanimidad) del Consejo de la Unión Europea.

La evolución de los principios fundacionales quedará plasmada en un renovado artículo 2 que aboga por “un desarrollo armonioso y equilibrado de las actividades económicas en el conjunto de la Comunidad, un crecimiento sostenible y no inflacionista que respete el medio ambiente, un alto grado de convergencia de los resultados económicos, un alto nivel de empleo y de protección social, la elevación del nivel y de la calidad de vida, la cohesión económica y social y la solidaridad entre los Estados miembros”.

Para la consecución de los fines del artículo 2, el artículo 3 prevé “la adopción de una política económica que se basará en la estrecha coordinación de las políticas económicas de los Estados miembros, en el mercado interior y en la definición de objetivos comunes”, que “implican el respeto de los siguientes principios rectores: precios estables, finanzas públicas y condiciones monetarias sólidas y balanza de pago estable”.

La conferencia de Madrid, en 1995, acuerda la creación del euro. El 1 de enero de 1999 se introduce oficialmente en los mercados internacionales.

Al otro lado del Atlántico, también en el último año del siglo XX, la administración Clinton enarbola la bandera de la competitividad internacional para derogar la “Banking Act” o Ley Glass-Steagall16 (Europa nunca aplicó tales restricciones, en un contexto de creciente globalización financiera), bajo la presión de la fusión anunciada entre la matriz de Citibank y Traveller, del sector asegurador.

Con carácter previo, la irrupción en 1987 de Alan Greenspan, figura altamente cualificada y conocedora de las sinergias entre sector industrial y financiero, ya había allanado el avance previo de la banca comercial en operaciones de inversión, hasta permitir por esa vía la obtención de un 25% de sus ingresos.

La sustituye el Gramm-Leach-Billey Act (GLBA), que abre la veda al nacimiento de las grandes agrupaciones (Citigroup, J.P. Morgan Chase, etc.). El ciclo económico expansivo de los 90 coincide con la irrupción de las Tecnologías de la Información y el Conocimiento (TIC), y de su mano, con los años de sofisticación financiera y configuración de productos estructurados complejos17.

El crecimiento de los nuevos conglomerados bancarios y su paulatina interconexión con actores no bancarios viene propiciado por la titulación de activos financieros18. Al amparo del modelo conocido como “originar para distribuir”19, las instituciones financieras “empaquetan” sus riesgos y los transfieren a sociedades instrumentales excluidas de su balance, a salvo de la regulación prudencial20.

Con carácter previo a su comercialización masiva, los productos estructurados solían recibir excelentes puntuaciones de las Agencias de Calificación Crediticia, sin que estas tuvieran que revelar sus metodologías de cálculo del riesgo, en un escenario de múltiples incentivos trufado por los conflictos de intereses y las “puertas giratorias”. Todo ello ante la mirada pasiva del regulador y la complacencia generalizada de los gobiernos, en nada interesados en “pinchar” las diversas burbujas que venía animando el sistema financiero.

Por tanto, los años de auge ocultan la creciente incorporación de mayor riesgo y paulatino deterioro del sistema financiero, al arropar progresivamente operaciones de peor calidad a sabiendas de la facilidad para transferir los activos tóxicos, una vez camuflados mediante un atractivo envoltorio. Ilustrativo resulta el caso de los préstamos hipotecarios, que deriva hacia la comercialización masiva de las denominadas hipotecas “subprime” y la ulterior quiebra de Lehman Brothers.

La irrupción de la crisis financiera de 2008 trae consigo la expresión “too big to fail”, en referencia a los riesgos sistémicos21 asociados a la gran banca que, a tenor del impacto por “dejar caer” a Lehman Brothers, justifica los ulteriores rescates financieros. Y el origen no es otro que la derogación de la Glass-Steagall, sin contemplar otras medidas para preservar la integridad del sistema financiero (De Bergia Sada, 2014).

La crisis financiera contagia de inmediato a la economía real, provocando una profunda recesión. Europa y USA se aproximan en su respuesta a la crisis, bajo la égida de una nueva filosofía: mejora de la transparencia y adopción de nuevas reglas prudenciales que aumenten la protección del inversor y recuperen su confianza.

Concebida tanto para el universo de las empresas bancarias como el de las no bancarias, la administración Obama promueve en 2010 la Ley Dodd-Frank22, en buena medida inspirada por Paul Volcker23, que aboga por apartar al inversor de un producto que no sea capaz de entender. Así, la transparencia de la información se erige como factor clave, a partir de la imposición de un lenguaje claro y accesible que facilite la toma de decisiones financieras. En coherencia, se apuesta por la estandarización creciente de productos financieros básicos, libres de riesgos ocultos.

En el caso de la Unión Europea, los países de la zona del euro se enfrentarán a grandes perturbaciones económicas cuya magnitud guardará relación directa con su nivel de endeudamiento (público y privado), disparando la prima de riesgo de las economías más vulnerables y poniendo en jaque a la moneda única, fuera del control de las autoridades monetarias de los Estados miembros.

A comienzos de 2009 el grupo de alto nivel encabezado por Jacques de Larosière24 analiza las causas de la crisis y establece recomendaciones para fortalecer el marco de regulación y supervisión, así como la creación de mecanismos de gestión y resolución de crisis.

Da pie a la creación de la nueva arquitectura micro y macro prudencial y a la puesta en marcha de sucesivas hojas de ruta para respaldar la realización de la Unión Económica y Monetaria, con el fin de dotar de estabilidad a la eurozona y superar la marcada fragmentación de unos mercados que operan fundamentalmente en clave nacional, alcanzando un exiguo 7% de promedio el volumen de operaciones transnacionales.

El propósito más urgente persigue romper el pernicioso vínculo entre el sector bancario y la deuda soberana, lo que exige acompañar el proceso de integración financiera con una paulatina distribución y mutualización de riesgos.

Los primeros trabajos sobre la correlación entre la ganancia de eficiencia monetaria y el grado de integración económica de los componentes de una unión monetaria se remontan a la década de los 60. Fueron abordados por figuras de la talla de Robert Mundell25 (1961), Ronald Mc-Kinnon (1963) y Peter Kenen (1969) y resultaron en el enunciado de las condiciones para configurar una zona monetaria óptima con la suficiente capacidad para afrontar perturbaciones o shocks asimétricos.

Los criterios establecidos fueron los de movilidad laboral y de capitales (acompañados de una suficiente flexibilidad salarial y de los precios), ciclos económicos parejos y capacidad para compartir los riesgos financieros mediante un mecanismo de transferencias fiscales26.

Es una clave que figura de forma explícita en los sucesivos planes directores para avanzar en la integración europea, y da cuerpo a los objetivos de crecimiento sostenible, de cohesión económica y social, y de solidaridad, que vienen establecidos en el Tratado de la Unión Europea.

No obstante, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC)27, otra de las piezas legislativas que acompañan el nacimiento del euro, ha hormado los avances en la gobernanza económica de la Unión, condicionando severamente el recurso a las políticas fiscales en los países con mayor endeudamiento.

La disminución de las inversiones en la Unión Europea durante el período 2007-2013, muy acusada en los países periféricos de la eurozona, tan afectados por los choques asimétricos cómo por las estrictas reglas del PEC, fundamentó la creación del Fondo Europeo para Inversiones Estratégicas (EFSI)28, pilar financiero del Plan de Inversiones para Europa, coloquialmente conocido como Plan Juncker, cuyo propósito de superar la brecha de inversión descansa en ámbitos clave como las infraestructuras, la investigación y la innovación, la educación, las energías renovables y la eficiencia energética, así como la financiación del riesgo de las PYME.

De acuerdo a su reglamento, se espera que el EFSI maximice las oportunidades de movilización de capital del sector privado, a partir del efecto palanca derivado de la inyección de inversión pública. Desde esas premisas, arranca con fuerza el debate sobre la “regla fiscal de oro”29, para estimular la inversión pública sin violentar el marco fiscal del PEC30 y del Pacto Fiscal31, deduciendo así la inversión pública neta32 de las medidas de déficit pertinentes de los Estados miembros.

La aplicación de la “regla de oro”33 en el Plan de Inversiones para Europa sometería la formación de nuevo capital fijo público a los preceptos de la sostenibilidad. Se perfila la oportunidad de recurrir a los criterios de exclusión enunciados en el ámbito de la Inversión Socialmente Responsable (ISR). De esta forma, el gasto militar en sistemas de armamento no computaría como inversión, mientras sí lo harían las ayudas y subvenciones de inversión pública hacia empresas u organizaciones sin ánimo de lucro34.

Desde ahí, la Comisión Europea revisa la aplicación de las normas adscritas al PEC con el propósito de alinear las reformas estructurales, la inversión y la responsabilidad fiscal en apoyo al crecimiento sostenible.

A partir de entonces, el Semestre Europeo35 empezará a cobrar un creciente protagonismo y paulatinamente abordará en sus debates la incorporación de indicadores de medición del éxito “más allá del PIB”.

Consciente de la persistente fragmentación de los mercados de capitales en Europa, la falta de financiación para la economía real36 y la escasa confianza de los ahorradores, Juncker anuncia en 2016 el Plan de Acción para acelerar la Unión de Mercados de Capitales, en aras de una mayor movilización del ahorro que estimule el Plan de Inversiones para Europa.

Este nuevo impulso viene acompañado de un giro conceptual y metodológico muy significativo, al plantear la concepción de una estrategia global europea de finanzas sostenibles37, tanto para apoyar la inversión en tecnologías verdes como para facilitar el desarrollo de las actividades sostenibles.

Otro elemento clave del plan descansa en la mejora de los servicios financieros al por menor, con especial consideración a los mercados de pensiones personales, a la sazón, acumulando pérdidas en tan sensible capítulo para el bienestar de la ciudadanía38.

El último aspecto medular se refiere a la mejora de la supervisión financiera, poco eficaz en vigilar la adecuada aplicación de la nueva normativa de protección del consumidor en los servicios financieros al por menor39, en el marco de un entorno regulatorio desarmonizado y trufado de zonas de sombra, a la zaga de la prolija innovación financiera de la mano de las “FinTech” y las “InsurTech”.

En 2017, el fenómeno Brexit anima el debate sobre el futuro de Europa. Se teme una regresión hacia la renacionalización de las principales políticas europeas, bajo la excusa del principio de subsidiariedad. En respuesta, el presidente Macron apela a revitalizar el primigenio eje Franco-alemán para alentar un nuevo renacimiento europeo.

A lo largo de esos debates se alimenta la idea de un futuro a diferentes velocidades40, vía pragmática para avanzar en las políticas de integración, en el seno de un Consejo crecientemente dividido a la luz de las variadas agrupaciones de sensibilidades e intereses, plasmadas en recurrentes minorías de bloqueo.

Mediante la Declaración de Roma, suscrita en marzo de 2017, los líderes de la UE se comprometen de nuevo a “culminar la Unión Económica y Monetaria (UEM); una Unión en la que las economías converjan”, y la Comisión Europea presenta en mayo el “Documento de reflexión sobre la profundización de la Unión Económica y Monetaria”.

El G-2041, en su reunión de julio de 2017, subraya “la necesidad de utilizar la política presupuestaria —junto con las políticas monetaria y estructural— individual y colectivamente para lograr el objetivo de un crecimiento fuerte, sostenible, equilibrado e integrador, reforzando al mismo tiempo la resiliencia económica y financiera”.

En diciembre de 2017, la Cumbre de Bruselas aborda un nuevo paquete de medidas, cuya iniciativa “estrella” consiste en integrar el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE)42 en el ordenamiento jurídico de la Unión con el propósito de crear un Fondo Monetario Europeo (que pueda actuar de prestamista de última instancia en apoyo al Fondo Único de Resolución bancaria).

En ausencia de un Tesoro Público que respalde los esfuerzos de inversión de los Estados miembros para acometer reformas estructurales y prevenir nuevas perturbaciones asimétricas 43, en mayo de 2018 la Comisión Europea presenta la propuesta de una Función Europea de Estabilización de las Inversiones (FEEI), instrumento específico de apoyo a la estabilización macroeconómica que preserve la inversión pública frente a eventuales golpes asimétricos, con independencia del recurso a otros instrumentos de la Unión (en particular, los Fondos Estructurales).

La Cumbre de Bruselas también activa el acuerdo de Cooperación Estructurada Permanente, suscrito por 25 países de la Unión, satisfaciendo el otro gran hito de integración pendiente: la política de seguridad y defensa. Se recupera así, el fallido proyecto de la Europa de la Defensa, que había descarrilado más de 60 años antes provocando la dimisión de Jean Monnet.

Concurre la ciberseguridad (íntimamente asociada a la erosión de la privacidad y la confianza) como desafío clave, toda vez que la propia naturaleza de Internet ha erosionado el principio de la jurisdicción basada en la territorialidad (GASCÓN, 2017).

La sostenibilidad y el nuevo marco institucional y regulatorio de las finanzas sostenibles

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