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Capítulo 5


Tomás y Lourdes se conocieron cuando los dos tenían 20 años. Fue un viernes cerca de las 7 de la mañana en una calle de Palermo, a media cuadra de la casa de ella.

Cuando llegaba tarde después de una noche larga, Lula le pedía al taxista que la dejara en la otra esquina, a la vuelta, incluso a dos o tres cuadras. No quería que nadie pudiera identificar el edificio donde vivía. Aquella madrugada, ya de día, estaba particularmente cansada. Como no quería caminar mucho, bajó la guardia. Le pidió el conductor que se detuviera cuarenta o cincuenta metros pasando su puerta.

Toto estaba terminando su trabajo nocturno y emprendía el regreso a Parque Patricios. Desde lejos vio que del taxi bajaba una chica hermosa. De manera instintiva disminuyó la velocidad, solo para mirarla. Ni loco se hubiese animado a decirle nada. Él no era esa clase de chicos que abordan mujeres.

En simultáneo, Toto adivinó las intenciones de otro motoquero, de casco blanco con visor polarizado. Le resultó obvio, por su lenguaje corporal, que iba a lanzarse sobre la chica para robarle la cartera.

Tomás no lo pensó. Aceleró con el objetivo de cruzarse en el camino del ladrón y alertar a la víctima. Pero el asaltante era muy bueno, muy rápido, y le ganó de mano.

Lula gritó cuando sintió el arrebato. Buscó sujetar la cartera con las dos manos. El tipo actuó con violencia. Le pegó, le dio un empujón y la tiró al piso. Todo en menos de un segundo.

Cuando Tomás se le puso delante, para tratar de bloquearle la huida, el tipo le gritó a través del casco:

—¡¿Qué te metés, tarado?! ¡Te mato!

Y lo amenazó con un cuchillo.

Toto se quitó su propio casco. Quería usarlo para golpearle la mano y obligarlo a soltar el puñal.

El delincuente zafó con una maniobra increíble. Lo eludió sin enfrentarlo y se fue a toda velocidad, haciendo rugir el motor, mientras agitaba el cuchillo en alto y lo usaba para despedirse con un gesto de burla.

Tomás giró, se acercó a la chica y quiso ayudarla para que se levantara.

Pero Lourdes le mostró los dientes y bramó:

—¡No me toques! ¡Motochorro de porquería!

—Pará, flaca, quiero ayudarte –dijo Tomás, sorprendido por la reacción desairada de ella.

—¡Vos sos cómplice del otro!

—¿Ma’ qué cómplice? Quise evitar que escapara. Tenía un cuchillo.

—¡Motochorro! ¡Llamen a la policía!

Toto, en ese punto, reaccionó:

—¡Cortala, loca, con eso de motochorro!

Lula abrió la boca pero no pudo contestar. Nunca, jamás, un chico le había hablado de ese modo.

—¿Cualquiera que anda en moto es un motochorro para vos? –prosiguió Tomás–. Yo soy un laburante.

—Perdoname –respondió ella avergonzada, lo miró y por fin tendió su mano para dejarse ayudar.

Él la levantó y Lula sintió su fuerza. Aunque era flaco, sus manos y sus brazos eran pura fibra y músculo.

—¿Te duele algo? ¿Te lastimó? –quiso saber Tomás.

—Estoy bien. Pero se llevó el celular, los documentos, la plata. ¿Y ahora qué hago?

—Lo primero es hacer la denuncia. Avisar a las tarjetas de crédito. Denunciar el robo del celular.

—Puedo bloquear mi celu –dijo Lula en cuanto salió de la confusión.

—¿Querés el mío? –Tomás se lo ofreció–. ¿Querés llamar a alguien? ¿Llamo a la policía?

—No, a la policía no. ¿Qué compañía tenés vos?

Toto le respondió. Tenían la misma empresa. Lourdes aceptó el préstamo. Sus dedos volaron sobre el teclado.

—Conozco un truco. Desde tu celu puedo entrar al mío e impedir que lo usen. Le pongo un cartel a la pantalla: Este aparato fue robado. Se ofrece recompensa –leyó a medida que escribía, y finalmente anotó otro número telefónico–. Listo, ya está, gracias.

Cuando le devolvió el celu, lo miró a los ojos y sintió que era un buen pibe. Un poco recio, pero noble.

—Te pido disculpas de nuevo. Estaba muy nerviosa. Estoy…

—No tenés nada que explicar. ¿Te puedo ayudar con algo más?

—Gracias. Quiero irme a dormir. Estoy cansada.

—¿Volvías?

—Sí. De trabajar.

—Ah… –dijo Toto, y dejó la expresión flotando en el aire, como si no se animara a preguntar de qué trabajaba una chica como Lourdes por las noches.

—¿Vos me conocés? –disparó ella, entrecerrando los ojos.

—Me encantaría, pero no –respondió él, y de inmediato se arrepintió del sincericidio–. Quiero decir…

—Está bien.

—¿Debería conocerte?

—Me llamo Lourdes.

—Yo soy Tomás. Me dicen Toto.

Lo normal hubiese sido que se despidieran con un beso en la mejilla, aunque acabaran de presentarse. Lourdes, por el contrario, sorprendió extendiendo una mano para un saludo profesional. Un saludo de negocios.

Él le apretó la mano torpemente y de inmediato se dio cuenta de que debía ser más suave.

—Encantado, un gusto –dijo.

—Igualmente.

—¿Tenemos que tratarnos de usted?

—Por supuesto que no.

—Entonces te dejo mi número –dijo él y le entregó una tarjeta arrugada y roñosa con su nombre, su celular, el dibujito de una moto y la leyenda “Servicios de mensajería. Rapidez y confianza”–. Perdoname, es la última que me queda –se excusó.

—Gracias, Tomás, pero ya tengo gente que trabaja para mí –dijo Lourdes devolviéndole la tarjeta.

—No te digo por laburo. Es por si necesitás un testigo. Te acompaño a la comisaría y cuento lo que vi.

—No creo que haga la denuncia.

—La vas a necesitar para el trámite de los documentos, las tarjetas, el celu si no aparece…

—Veré.

—Vos tenela. Conservala. Si me necesitás, me llamás.

Finalmente, Lourdes metió la tarjeta en un bolsillo, como en un descuido, y Toto se convenció de que nunca iba a llamarlo.

Cuando la vio subir la explanada de un edificio de lujo, imaginó que, en cuanto tomara el ascensor, ella rompería la tarjeta y la arrojaría dentro de un cesto de papeles.

La tarjeta roñosa no entraría en el departamento de esa belleza.

Motoquero 1 - Donde todo comienza

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