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Capítulo 11


Tomás separó una parte de sus ahorros para pagar el curso de conducción de motos en una escuela que quedaba por Primera Junta. Iba hasta ahí en bicicleta. En el instituto se subía con otros alumnos a una combi que los llevaba a la pista de práctica del Gobierno de la Ciudad, en Villa Soldati. Era un viaje largo y complicado desde Barrio Norte, pero había leído que valía la pena porque los docentes eran excelentes. Con ellos, decían los comentarios, se adquirían hábitos de seguridad que resultaban fundamentales para andar en moto muchos años. Para hacerse el loquito, pegarse el palo en la primera de cambio y quedar imposibilitado de manejar (o algo peor), no hacía falta estudiar mucho.

Aprovechó las clases a full y en diez jornadas sintió que estaba en condiciones de sumarse al tránsito, pero por las dudas tomó otras dos para reafirmar los conocimientos y ganar práctica.

El día que cumplió los 18, fue a rendir el examen y lo aprobó sin contratiempos. Mientras esperaba en un salón a que lo llamaran por el apellido para entregarle el carnet, a su lado se sentó un flaco más grande, de veintipico de años, que parecía cansado y hablaba por lo bajo.

—Dale, loco, me tengo que ir a laburar –dijo masticando las palabras.

—Sí. Cómo tardan, ¿no? –comentó Tomás en forma espontánea; no era de hablar con extraños, pero en este caso le salió así.

—Un desastre. La segunda vez que vengo.

—¿A dar el examen?

—No, a renovar. Ayer me saltaron un par de multas y no tenía la plata. Y sin licencia no puedo andar. Te agarra la policía y te secuestra la moto.

—¿Muchas multas?

—Cuatro.

—Duelen, ¿no?

—Tres mil quinientos pesos.

—Uff.

—Esto no es nada. Hay chabones que tienen cuarenta multas. Cincuenta. ¿Qué querés? Todo el día en la calle, apurado, que cierra el banco, que el paquete tiene que llegar a Retiro antes de las cinco, que la imprenta atiende hasta las seis. Más vale que te mandás macanas.

—¿Laburás en mensajería? –quiso saber Tomás.

—Sí. ¿Vos?

—Delivery. Hasta ahora, en bicicleta. Salgo de acá y me compro un scooter.

—Para empezar está bien. Pero no lo tengas mucho tiempo. En seis meses cambialo.

—¿Por?

—Ya te vas a dar cuenta.

—No entiendo.

—Ahí me llamaron. Suerte, loco. Un gusto. Soy Ángel. Ya nos vamos a ver en la calle.

—Ojalá. Yo soy Tomás.

Se dieron las manos y Ángel desapareció, pero a Toto le quedó en el pecho una sensación de buena onda. ¿La camaradería sería una constante entre los motoqueros? Se respondió que probablemente sí, pero también habría mala gente.

Como en todos lados.

Motoquero 1 - Donde todo comienza

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