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PUNTO DE PARTIDA


Tomás frenó violentamente la moto y, en la maniobra, levantó un montón de piedras que fueron a dar a los pies de Catriel.

—¿Qué hacés? –gritó– ¿A dónde te creés que la llevás? ¡Soltala!

Lourdes estaba desvanecida, cruzada sobre el tanque de nafta, como una cautiva que era raptada por un malón de indios del siglo XIX en las pampas. Sus piernas colgaban como peso muerto de un lado. Su cabeza apoyaba sobre la campera de cuero negro, encima del hombro de Catriel.

—¡Soltala! –repitió la orden Tomás.

Por toda respuesta, Catriel aceleró e hizo corcovear su moto, como anunciando que estaba dispuesto a pasarle por encima.

Tomás insistió con sus alaridos y con el ruido de su propia máquina.

El estruendo era terrible. Lastimaba los oídos. Retumbaba de manera demencial quince metros bajo tierra, en un túnel auxiliar de las obras para la continuación de la red de subtes de Buenos Aires. El pasadizo era tan estrecho que la moto de Toto, atravesada, resultaba un obstáculo insalvable.

Cuando el sonido de los escapes cedió, Catriel miró fijo a Toto con ojos diabólicos, enrojecidos y determinados a cualquier cosa, y aseguró:

—Tengo la plata, tengo la chica y tengo esto.

Y de inmediato sacó un revólver de adentro de la campera.

Tomás se paralizó. Miró alternativamente a la cara de Catriel y al arma. A la cara y al arma. Varias veces.

El gesto crispado y los dientes apretados, como de fiera enjaulada, le anticiparon el fogonazo. Por el contrario, no escuchó la detonación. O tal vez sí la oyó, pero sonó tan fuerte, tan tremenda, que enseguida lo dejó sordo y entonces sus oídos, y su cerebro, se llenaron de vacío, de un eco lejano, de zumbidos.

La bala le golpeó la cabeza. Le ardió. Manó la sangre. Mucha sangre. Chorreaba. Empapaba su ropa, la moto y el suelo.

Tomás sintió que la vida se le iba. De manera instintiva quiso preservar la máquina. Cuidarla. Evitar que cayera. Aunque pareciera estúpido ocuparse de la moto en una circunstancia tan extrema, buscó desplegar la pata lateral, para que quedase apoyada. Ladeada pero firme, sobre sus dos ruedas.

No pudo.

Se fue al piso con moto y todo. Quedó con una pierna aprisionada debajo del motor y del caño de escape. Se estaba quemando, pero ya no sentía el dolor.

“¿Voy a morir así?”, se preguntó mientras Catriel, con Lula cruzada entre el pecho y el manubrio, pasaba a su lado, por el hueco dejado en el túnel.

“¿Voy a morir acá?”, volvió a interrogarse.

Catriel le apuntaba otra vez con el revólver.

Los ojos de Toto se cerraron.

Esperó el tiro del final.

Pero el tiro no llegó y Tomás se despertó en cuestión de segundos. No podía haber pasado mucho tiempo, porque al fondo del túnel se veía la luz que se alejaba hacia la salida y se oía el rugido de la moto de Catriel, cada vez más apagado.

Se tocó la cabeza en el lugar que le ardía. El contacto de los dedos con la carne viva hizo que la herida le quemara

todavía más, mientras el escape y el motor le freían la pierna.

Como pudo, se quitó la moto de encima, separó la tela chamuscada de su pantalón para que no siguiera crepitando sobre su piel y volvió a palparse la cabeza. Sin ser médico, hizo su propio diagnóstico y dictaminó que el hueso estaba entero. No había fractura. No había agujero. Había sido un raspón. Dolía y sangraba como en una película de terror, pero estaba vivo y debía hacer lo posible –y lo imposible también– para rescatar a Lula.

Gritó. Insultó. Aulló para darse fuerza y buscó ponerse de pie. Pensó que iba a lograrlo, pero entonces el mundo se le dio vuelta y cayó otra vez.

Los mareos, los malditos mareos, regresaban del pasado y lo hundían en el pozo más negro y profundo.

De nuevo gritó. Insultó. Aulló para darse fuerza y buscó ponerse de pie. Sin embargo, lo único que consiguió fue que su mente se llenara de pantallazos con lo más angustiante de su vida.

Motoquero 1 - Donde todo comienza

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