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Capítulo 10


Tomó la General Paz en dirección al Riachuelo. Cruzó el Puente La Noria y, cuando continuó por el Camino Negro, supo que estaba en zona de riesgo. No lo asustaba porque conocía. Su trabajo como mensajero nocturno tenía algunas cosas buenas. Una era circular con poco tránsito. Otra, perderle el miedo a sitios con mala reputación. Porque el miedo pasaba a ser un sentimiento continuo y, en consecuencia, uno se habituaba, lo aceptaba, se hacía amigo. Cuando la moto entraba en la oscuridad, ningún lugar era seguro. Debía encomendarse a la suerte. Confiar en el instinto.

Siguió la trayectoria que había memorizado. Varias cuadras antes de la Universidad de Lomas de Zamora, tomó un desvío, apagó las luces y el motor y avanzó los últimos cien metros con la inercia que traía el vehículo. Iba preparado para dar otra vez contacto, acelerar a fondo y salir a los piques ante la menor duda. La indicación era que el supuesto buen ciudadano que había encontrado el teléfono de Lourdes iba a estar solo. Si aparecía acompañado, así fuera por un niño de cuatro años o un perrito de mascota, Toto se iría de inmediato. Lo primero era cuidar la moto, su herramienta de trabajo.

La esquina estaba vacía a excepción de un flaco que vestía campera de cuero y llevaba un casco blanco con el visor polarizado. Era el chorro de la mañana, no quedaban dudas. En los alrededores no se veía a nadie más.

Tomás frenó en el centro de la encrucijada. Sobre la tapa del alcantarillado, bajo el farol. Con su actitud, invitó al tipo a acercarse.

El ladrón caminó lentamente y se detuvo a una distancia prudencial de tres o cuatro metros. Habló sin levantar el visor del casco, por lo que su voz salió como la de Darth Vader. Dijo:

—¿Qué te metés, gato, cuando estoy laburando? ¡La próxima te coso de un puntazo!

Al principio, Tomás no entendía nada. Hizo un esfuerzo por identificar esa forma de hablar y arriesgó:

—¿Catriel?

—¡Sí, Toto! ¡¿Quién va a ser?! –gritó el delincuente quitándose el casco.

—Pero…

—¡Te sorprendí!

—No me sorprende que andes choreando. Lo que me sorprende es que cites al pagador del rescate acá. Esta no es tu zona.

—Yo paro en todos lados –lanzó Catriel.

—¿Y ese casco? ¿Esa ropa? ¿La moto que usaste a la mañana? No es la tuya, ¿de dónde la sacaste?

—Ssssh… No seas tan curioso. Cada laburo tiene su propio uniforme. Punto.

—Mirá cómo venimos a encontrarnos.

—¿Y qué sabía que ibas a venir vos, Toto? Yo negocié con la tal Lula. Linda chica, está más buena que comer pollo con las manos. Y vos sos rápido, eh, ya la estás "laburando". ¡Bien ahí, bien ahí!

—La ayudé a levantarse. Quedó shockeada.

—Todas quedan shockeadas.

—¿Solo les robás a mujeres? ¿Te parecen indefensas?

—Es una forma de decir. Yo le robo al que venga. Si te descuidás, te robo a vos.

—Catriel, hagámosla corta. Dame el celu.

—Primero la plata.

—No. Quiero ver el celu.

Catriel metió una mano en el bolsillo y sacó el aparato.

—Encendelo –pidió Tomás.

El otro obedeció. Cuando la pantalla se llenó de luz, Tomás comprobó que tenía el cartel que le había puesto Lourdes a distancia. Era el aparato que había ido a buscar.

Toto, por su parte, sacó del bolsillo el sobre con los diez mil pesos y propuso:

—¿A la cuenta de tres?

—Dale –replicó Catriel.

—Uno, dos, ¡tres!

Cada uno lanzó lo que tenía entre manos y atajó en el aire el objeto arrojado por el otro.

Ansioso, desesperado, Catriel rasgó el sobre y se acercó a la luz. Contó los billetes uno por uno, como si estuviera en un banco y no en una esquina cualquiera del Gran Buenos Aires profundo. En ese momento, Tomás vio que tenía los ojos enrojecidos y apretaba continuamente las mandíbulas.

—¡Sobra un billete! –dijo Catriel.

—No creo, habrás contado mal.

—Tomá, es para vos –insistió Catriel, tendiéndole uno de doscientos pesos.

—Gracias, pero no. A mí me pagan por mi trabajo. Por llevar y traer. Como siempre.

—Toto, no te creas que sos mejor que yo, ¿eh?

—Yo no dije nada.

—Aprovechá que la ricachona está con la guardia baja. Sos su salvador.

—¿De qué hablás?

—Devolvele el teléfono y después llamala. Andá a buscarla. Llevala a dar una vuelta en la moto. Las chetas se vuelven locas por los negros laburantes como nosotros.

—¿De dónde sacaste eso?

—Papá sabe. Papá come bien –dijo Catriel golpeándose el pecho con la mano–. Las pibas como Lula quieren estar con un chabón bien de barrio. Para divertirse, porque no pueden presentarte como novio, ¿entendés? No estás a su nivel. Mutua conveniencia. Ella te usa, vos la usás.

—Chau, Catriel.

—Chau, Toto. Mandale un beso de mi parte.

Tomás simuló que no lo había escuchado. Que sus últimas palabras habían sido tapadas por el arranque del motor.

Pero las oyó. Y le molestaron. Y lo acompañaron en el viaje de regreso a la Capital como un martillo que golpeaba dentro de su cabeza.

Motoquero 1 - Donde todo comienza

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