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Capítulo 1


Tomás tenía casi seis años cuando conoció el abandono. Ya lo llamaban por el simple y eficaz apodo que lo identificaría toda la vida: Toto.

La mamá siempre había sido distante con él. No lo abrazaba ni lo besaba como hacían otras madres. Por un lado estaba bueno. No lo avergonzaba cuando iba a buscarlo al jardín de infantes. Pero, por el otro, marcaba una diferencia y a veces Tomás quería sentirse mimado.

Cuando la madre se enojaba con él, y se enojaba a menudo, lo llamaba por el apellido con un agregado espantoso. “Señorito Rueda”, le decía.

¿De dónde lo había sacado? ¿De Roxana? ¿De esa amiga extraña que tenía? En su momento Toto no lo supo, no pudo verlo, no lo comprendió, pero la madre se había metido, a través de Roxana, en una religión misteriosa.

La mamá nunca dejaba que Toto invitara amigos a su casa. Ni siquiera le festejaba los cumpleaños con los chicos de su edad. Solo una torta con la familia. En cambio, sí lo llevaba a todos los cumpleaños de los compañeros y aceptaba las invitaciones a ir a jugar a las casas de otros chicos, porque eso le daba tiempo para ir a los encuentros de la religión.

Lo único que la mamá hacía con Toto de buen grado, con cierta alegría, era llevarlo a la plaza. Al Parque de los Patricios. Vivían cerca, sobre la calle Sánchez de Loria, en una zona de viejas fábricas y galpones que no era muy linda pero que Tomás reconocía como su barrio. Su hogar.

Ella tenía algún tipo de obsesión con las bicicletas. Decía que representaban la libertad. El equilibrio. La posibilidad de ir y venir sin dar explicaciones. Por más que la situación económica de la familia era precaria, se ocupó de ahorrar para comprarle a Tomás, cuando tenía cuatro años, una bicicleta con rueditas. Fue la madre quien le enseñó a Toto a andar en bicicleta. El papá estaba siempre ocupado con sus sueños. Sus ideas fabulosas que no conducían a nada. Sus cursos. Sus proyectos.

Le costó aprender, porque la bici era un poco grande. Tuvo que pasar el tiempo y él tuvo que crecer para llegar bien a los pedales y accionarlos con fuerza. Hubo varios intentos fallidos de dejar las rueditas hasta que la madre dijo “basta” cuando Toto tenía cinco años, a punto de cumplir seis. Le puso un plazo. Tenía que aprender a andar solo en ese fin de semana, porque ella no tenía todo el tiempo del mundo, la espera se había acabado.

La mamá lo soltó y Toto se mantuvo firme sobre las dos ruedas. Entonces ella le dijo:

—Dale, vos podés. Hacete valer. Aunque te caigas, sé fuerte.

Tomás no le prestó atención. Apenas registró lo siguiente que le dijo la madre:

—Andá hasta donde está el monumento. Yo te espero acá. No mires atrás.

Toto obedeció. Pedaleó hasta la estatua del soldado de Patricios y recién en ese lugar apoyó un pie en el suelo, porque todavía no sabía doblar. Giró como pudo, ayudándose con las piernas, y regresó de un tirón al punto de partida.

La mamá ya no estaba.


En un primer momento, Tomás no se preocupó. Siguió sonriendo. Estaba feliz. Quería compartirlo, mostrarle a la mamá que lo había logrado.

Pensó que ella había ido hasta el puesto de garrapiñadas para comprarle un paquete y dárselo como premio. Sin embargo, no la vio en esa dirección.

Capaz que había cruzado a un kiosco de golosinas sobre la avenida, se dijo Tomás. Y esperó largamente, hasta que comenzaron a prenderse las luces del parque.

En ese lapso, la madre volvió a la casa, armó un bolso, juntó plata que había ahorrado y guardado en distintos escondites y garabateó en un papel: “Perdoná, hijo, no aguanto más, mi vida está en otra parte”. Salió a la calle y se encontró en la esquina con su amiga Roxana. Juntas tomaron un colectivo hasta Retiro y ahí abordaron un micro de larga distancia. ¿Hacia dónde? Nunca se supo.

A Tomás lo encontró una vecina. Le preguntó por qué lloraba, si estaba solo, dónde se había metido su madre.

La vecina lo condujo a la casa de la calle Sánchez de Loria. En la puerta había un patrullero.

Era sábado y Raúl, el papá, estaba vestido como siempre, con camisa, saco y corbata, aunque las prendas no combinaban bien y lucían viejas, gastadas. Hablaba con los policías usando su mejor apariencia profesional, mientras en la mano sostenía el papel con la nota garabateada.

Entonces, al ver llegar a su hijo junto a la vecina, se produjo algo inédito. Algo que Toto no vio nunca más. El papá perdió toda compostura y lloró.

Motoquero 1 - Donde todo comienza

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