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2. CONCEPTO DE ABOGADO

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Si en época romana Cicerón definía al orador como «un hombre virtuoso, diestro en el arte de bien hablar, y que sabe usar de la perfecta elocuencia, para defender las causas públicas y particulares» 5), a finales del siglo XVIII la profesión de abogado comprende no solo la función que ejercían en Roma los oradores sino también la de los jurisconsultos6). Así, la descripción literal de la citada profesión venía referida a «[u]n hombre de bien, versado en la Jurisprudencia y en el arte de bien hablar, que concurre á la administración de justicia, ya dirigiendo con sus consejos á los que le consultan, ya defendiendo sus intereses en los tribunales, de viva voz ó por escrito, ó ya tambien decidiendo y cortando sus diferencias, quando le nombran juez árbitro de ellas» 7).

Desde el punto de vista etimológico, la palabra «abogado» proviene de la voz latina «advocatus», constituida: por la partícula «ad», que significa «a» o «para»; y por el participio «vocatus», cuya traducción literal se corresponde con el término «llamado»8). Por tanto, su significado léxico pasa por la expresión «llamado a» o «para», debido precisamente a que en la antigüedad los romanos acostumbraban a designar a las personas que atesoraban un conocimiento profundo del derecho para que les auxiliaren en los asuntos difíciles.

Trasladado todo ello a los tiempos actuales viene a corresponderse con la situación del abogado que es requerido para auxiliar a las partes en sus alegaciones o, simplemente, para prestar asesoramiento a su cliente9). Conforme a esta caracterización, el término «abogado» constituye el participio pasado del verbo «abogar», que según el Diccionario de la Lengua Española significa «defender en juicio, por escrito o de palabra» –y, en una segunda acepción, «interceder, hablar a favor de alguien»– 10).

Dejando a un lado las posibles conceptuaciones tradicionales11), no por ello alejadas en exceso de la percepción social del mismo que se tiene hoy en día12), desde el prisma del Derecho positivo la Ley Orgánica del Poder Judicial 13), en su artículo 542.1, define al abogado como el «licenciado en Derecho que ejerza profesionalmente la dirección y defensa de las partes en toda clase de procesos, o el asesoramiento y el consejo jurídico». Texto que reproduce así también el artículo 6 del Estatuto General de la Abogacía Española del año 2001 y en la que en ambos se remarca que dicha denominación y función «corresponde en exclusiva» a este profesional14).

Pero este mismo texto estatutario, aparte de la declaración general de su artículo 6, precisa en el artículo 11 que para el ejercicio de la abogacía «es obligatoria la colegiación en un Colegio de Abogados, salvo en los casos expresamente determinados por la Ley o por este Estatuto General». A su vez, el artículo 13.1 exige una serie de requisitos para la correspondiente incorporación al órgano colegial y el apartado 2 de este último precepto incorpora ciertas exigencias a mayores para quien solicite dicho ingreso en calidad de «ejerciente». Asimismo, su artículo 9.1, con afán más aclaratorio y aglutinador de información, especifica que son abogados «quienes, incorporados a un Colegio español de Abogados en calidad de ejercientes y cumplidos los requisitos necesarios para ello, se dedican de forma profesional al asesoramiento, concordia y defensa de los intereses jurídicos ajenos, públicos o privados»; para añadir nuevamente a continuación, en su apartado 2, que «[c]orresponde en exclusiva la denominación y función de abogado a quienes lo sean de acuerdo con la precedente definición, y en los términos previstos por el artículo 436 –actual 542– de la Ley Orgánica del Poder Judicial».

En sede judicial, el Tribunal Supremo había ya venido matizando y puntualizando la definición legal de abogado, con el aporte que evidencia la práctica diaria, como «... aquella persona que, en posesión del título de Licenciado en Derecho, previa pasantía, o sin ella, previo curso en Escuela de Práctica Jurídica, o sin él, se incorpora a un Colegio de Abogados y, en despacho propio o compartido, efectúa los actos propios de esa profesión, tales como consultas, consejos y asesoramiento, arbitrajes de equidad o de Derecho, conciliaciones, acuerdos y transacciones, elaboración de dictámenes, redacción de contratos y otros actos jurídicos en documentos privados, práctica de particiones de bienes, ejercicio de acciones de toda índole ante las diferentes ramas jurisdiccionales, y, en general, defensa de intereses ajenos, judicial o extrajudicialmente (...)» 15).

En este sentido, y sin olvidarnos de las nuevas exigencias requeridas tras la aprobación de la Ley 34/2006, de 30 de octubre, sobre acceso a las profesiones de abogado y procurador de los tribunales –sobre las que incidiremos más adelante–, el nuevo Estatuto General de 2013 aprobado por el Consejo General de la Abogacía Española parece querer acoger, a diferencia del vigente, una definición más completa y detallada, al hilo de la vertida por nuestros tribunales. Así, en su artículo 4.1, recalca que son abogados «quienes, estando en posesión del título oficial que habilita para el ejercicio de esta profesión, se encuentran incorporados a un Colegio de Abogados en calidad de ejercientes y se dedican de forma profesional a realizar los actos propios de la profesión, tales como consulta, consejo y asesoramiento jurídico; arbitrajes; mediación; conciliaciones, acuerdos y transacciones; elaboración de dictámenes jurídicos, redacción de contratos y otros documentos para formalizar actos y negocios jurídicos; ejercicio de acciones de toda índole ante los diferentes órdenes jurisdiccionales y órganos administrativos; y, en general, la defensa de derechos e intereses ajenos, públicos y privados, judicial o extrajudicialmente». Como puede observarse, se hace ahora mención expresa a las distintas actividades que al abogado le son propias en el ejercicio de su profesión, probablemente con intención de evitar en lo posible el intrusismo profesional. Y si bien en su apartado 2 se reitera la remisión a lo previsto en la Ley Orgánica del Poder Judicial y a que corresponde en exclusiva la denominación y función de abogado a las personas así mencionadas, se añade como coletilla la puntualización «con independencia de que presten sus servicios para uno o varios clientes».

Asimismo, la nueva redacción estatutaria prevista se cuida de dejar claro, en el nuevo artículo 4.3, que aquellos que se hallen inscritos en un colegio de abogados como colegiados no ejercientes «no podrán dedicarse a prestar servicios propios de la Abogacía, ni utilizar la denominación de abogado», por lo que no podrán ejercer profesionalmente la dirección y defensa de las partes ni llevar a cabo el asesoramiento y consejo jurídico16). Y si bien en esta última redacción no se hace ya mención expresa al abogado «sin ejercicio», el artículo 9.3 del vigente Estatuto General de 2001 advierte que en estos casos sí podrán seguir utilizando la denominación de abogado, siempre con la obligada añadidura de la expresión «sin ejercicio», «quienes cesen en el ejercicio de dicha profesión después de haber ejercido al menos veinte años».

El abogado, así considerado, con independencia de la situación exacta en la que se encuentre, pero siempre que pueda calificársele de «abogado», además de un profesional del derecho, es a la vez un técnico y un ciudadano: como profesional, debe defender los derechos fundamentales encabezados por la libertad; en su condición de técnico, ha de intentar lograr, con rectitud, la eficiencia; y, como ciudadano, debe siempre procurar el civismo. En todos esos cometidos estarán presentes la vocación, la aptitud y la dedicación.

Por un lado, la libertad se configura como el derecho fundamental que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, así como de optar por no obrar, lo que le convierte en responsable de sus actos; también es la garantía que se disfruta en los estados modernos, de hacer y decir cuánto no se oponga a las leyes ni a las buenas costumbres. Cuando nos referimos a la eficiencia, lo hacemos respecto de la capacidad de disponer de alguien o de algo para conseguir un efecto determinado.

Esta caracterización del abogado le permite presentarse, en su faceta de colaborador necesario de la función jurisdiccional, como un profesional liberal17), altamente cualificado en una rama del conocimiento, que goza de independencia en el ejercicio de sus funciones y que se encuentra sujeto, en la mayoría de los sistemas jurídicos occidentales, a tres elementos básicos concomitantes o alternos18): la existencia de un título profesional, como profesión titulada que es, pues solo a quienes poseen determinado título académico o profesional se les permite ejercerla; la incorporación a una organización profesional, al ser una profesión colegiada, cuyo ejercicio viene regulado por el correspondiente colegio profesional; y la imposición de una normativa específica aplicable a su ejercicio, que delimita sus atribuciones o le excluye de determinadas actividades; todo ello sin olvidarnos de su previo reconocimiento y acatamiento a la Constitución española19).


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