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Capítulo I Introducción

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Las exigencias de una profesión se ven reflejadas en las virtudes que la misma precisa desarrollar si se tiene la pretensión de desempeñarla con dignidad. Máxime en el caso del derecho, cuando tales virtudes se ven claramente potenciadas al venir acompañadas de un plus deontológico inherente a su ejercicio.

Los abogados, en el rol y vocación de servicio a los demás que se presume, debemos ser conscientes de nuestra condición de continuadores de esa longeva y noble tradición que es la lucha precisamente por ese bien común que nos motiva y alienta en el buen hacer profesional1).

El ser abogado requiere de la sabiduría que supone conocer y comprender las leyes, pero también su interpretación jurisprudencial, para hacer valer con fortaleza y decisión los intereses particulares de quienes desean ser representados. Todo ello enmarcado de la prudencia que debe presidir el buen consejo y en la correcta gestión de lo que se encarga. No obstante, a mayores, se precisa igualmente tener ese sentido de justicia que ha de llevar al letrado, a la vez, a configurarse como auténtico garante de concordia y de fiel defensor de los valores que debe profesar a la hora de gestionar su trabajo2).

No nos encontramos ante una profesión cualquiera, sino ante el oficio de quienes velan por los derechos de otros. Por lo que para su mejor ejercicio se deben cumplir y respetar determinados requisitos que garanticen que la defensa encomendada sea lo más eficaz posible, rigurosa, intachable y, lo que es tanto o más importante, absolutamente respetuosa con la ética profesional, que en el caso de la abogacía presenta, como decimos, un sentir reforzado3).

Continuamente asistimos ante situaciones en las que distintas actividades profesionales rozan los parámetros de la abogacía. En su delimitación no hay que ver corporativismo, ni una reserva de actividad injustificada, sino el establecimiento de un marco de garantías en la defensa del interés común, así como del derecho de los clientes y ciudadanos en general de obtener un asesoramiento jurídico de calidad y conforme a la ética exigible4).

Por la natural orientación a la civilizada y justa prevención y resolución de conflictos, el mundo en que vivimos no es indiferente a nuestra condición de abogados, de tal modo que la conciencia cívica que recorre las profesiones legales nos hace actores del bien común5). Así, la disposición a conciliar intereses y valores de los clientes transforma a los abogados en sujetos de activos, tanto del reconocimiento de los derechos que en justicia corresponden, como de la paz social en las relaciones laborales, de negocios o incluso familiares.

Desde su origen, datada de milenios de antigüedad6), la profesión de abogado ha ido evolucionando, y dicho desarrollo se ha visto plasmado en leyes, estatutos, códigos deontológicos, reglamentos, normas singulares, etc. Lo que no contradice el hecho de que en los últimos años, a causa del influjo europeo, el ordenamiento jurídico español se ha visto convulsionado en lo que se refiere a la abogacía y a los diversos modos en los que su ejercicio se articula.

En efecto, pese a que, por lo general, los abogados somos poco proclives a hablar de nosotros mismos7), el régimen jurídico del ejercicio de la abogacía ha experimentado una notable renovación de un tiempo a esta parte, particularmente desde los inicios del siglo XXI. Sirvan para ello de cita las siguientes normas: el Real Decreto 936/2001, de 3 de agosto, por el que se regula el ejercicio permanente en España de la profesión de abogado con título obtenido en otro estado miembro de la Unión Europea; la disposición adicional primera, referente a la «[r]elación laboral de los abogados que prestan servicios en despachos, individuales o colectivos», de la Ley 22/2005, de 28 de noviembre, que incorpora al ordenamiento jurídico español diversas directivas comunitarias en materia de fiscalidad de productos energéticos y electricidad y del régimen fiscal común aplicable a las sociedades matrices y filiales de estados miembros diferentes, y regula el régimen fiscal de las aportaciones transfronterizas a fondos de pensiones en el ámbito de la Unión Europea; la Ley 34/2006, de 30 de octubre, de acceso a las profesiones de abogado y procurador de los tribunales (conocida como Ley de Acceso); el Real Decreto 1331/2006, de 17 de noviembre, por el que se regula la relación laboral de carácter especial de los abogados que prestan servicios en despachos de abogados, individuales o colectivos; la también Ley 2/2007, de 15 de marzo, de Sociedades Profesionales; la Ley 20/2007, de 11 de julio, sobre el Estatuto del Trabajador Autónomo, en relación a aquellos abogados que están dados de alta en el Régimen General de la Seguridad Social; o el Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias, teniendo en cuenta su aplicabilidad a las relaciones abogado-cliente a la luz de la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 15 de enero de 2015 (asunto C-537/13, caso Siba/Devenas, EU: C-2015-14); entre otras8).

Pero también en la más reciente legislación comunitaria vemos referencias claras a la ordenación de la profesión, baste de ejemplo la aprobación de la Cuarta Directiva de Blanqueo, Directiva (UE) 2015/849 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 20 de mayo de 2015, relativa a la prevención de la utilización del sistema financiero para el blanqueo de capitales o la financiación del terrorismo. De entre sus previsiones, esta normativa comunitaria establece obligaciones específicas de información para los auditores, abogados y agentes inmobiliarios respecto a las operaciones sospechosas efectuadas por sus clientes. Asimismo, abre la puerta expresamente al establecimiento de un órgano de control interno institucional en aquellas profesiones reguladas y con obligación de inscripción en un colegio profesional, como es la abogacía.

En todo caso, pese a esta proliferación legislativa en torno a la profesión letrada, el núcleo de normas deontológicas que la rigen, sin perjuicio de su adaptación jurisprudencial al caso concreto que el paso del tiempo va demandando, no ha variado en exceso9). Me estoy refiriendo en concreto a las normas de cabecera de la profesión y que en España básicamente se circunscriben a tres, cuales son: el Estatuto General de la Abogacía, norma de rango legal aprobada por el Real Decreto 658/2001, de 22 de junio10), si bien al menos desde el año 2009 se ha ido valorando y discutiendo dentro del seno del Consejo General de la Abogacía Española las diferentes propuestas de elaboración de un nuevo texto estatutario sin que hasta la fecha haya tenido la correspondiente plasmación legislativa; el Código Deontológico de la Abogacía Española, aprobado por el Pleno del CGAE, de 27 de septiembre de 200211); y el Reglamento de Procedimiento Disciplinario aprobado por el Pleno del CGAE, en fecha 27 de febrero de 2009.

A este elenco de normativa ética-profesional habría que sumar los códigos deontológicos aprobados por cada colegio, además de algunas disposiciones adoptadas por los consejos autonómicos respectivos. En cuanto a este último tipo de normas, la más destacable hasta el momento ha sido el Código de la Abogacía Catalana, cuya aprobación tuvo como base el artículo 11.3 de la Ley 13/1982, de 17 de diciembre, de la Comunidad Autónoma de Cataluña respecto de los colegios profesionales. Este código, sin embargo, fue declarado improcedente por la STSJ de Cataluña de 16 de noviembre de 200512), por estimar la incompetencia del Consejo de Ilustres Colegios de Abogados de Cataluña para acometer dicha aprobación. No obstante, desde la corporación profesional de la abogacía catalana se han dado los primeros pasos para la elaboración de un nuevo código deontológico propio, encontrándose en el momento en que escribo estas líneas en proceso de conformación13).

Además de en el ámbito internacional14), a nivel europeo, y sin perjuicio de las normas específicas aplicables en cada estado15), la regulación deontológica de las actividades de los abogados, tanto desde el punto de vista individual como de despacho o colectivo, se centra básicamente en el Código de Deontología de los Abogados Europeos del Consejo General de la Abogacía Europea, de 28 de noviembre de 199816). Aprobado por el máximo órgano representativo de la UE, el Counsil Consultatiff des Barreaux Européens, su texto se adapta a su vez al Código Deontológico español, pues como previene en su preámbulo consiste «en un texto en legal en todos los Estados miembros, de manera que todos los abogados miembros de Colegios de abogados de estos países –sean miembros plenos, asociados u observadores del CCBE– deben cumplir con el Código en sus actividades transfronterizas en la Unión Europea, Espacio Económico Europeo y Confederación Suiza, así como con los países asociados y observadores»17).

A la vista de esta diversidad dispositiva es importante dejar sentado desde un principio que, en cuanto a los criterios jerárquicos y de especialidad para la resolución de antinomias en sede deontológica española –de notoria importancia al poder anularse la sanción de contradecirse una norma superior–, esta se concreta de la siguiente forma: la prevalencia corresponde al EGAE; y subordinado a este, sucesivamente, el Código Deontológico y las Normas de Ordenación de la Actividad Profesional de los Abogados.

Pues bien, como apuntamos, en cuanto a esta norma central que es el Estatuto General, el CGAE ha anunciado, e iniciado los trámites, para la elaboración de un nuevo texto que regule al conjunto de la profesión, tras la aprobación de la relación laboral especial y las citadas Ley de Acceso y Ley de Sociedades Profesionales18). Se trata, en concreto, del nuevo Estatuto General de la Abogacía Española, aprobado el 12 de junio de 2013 por unanimidad del Consejo General que aglutina y organiza la profesión en España, y que entrará en vigor tras la publicación en el Boletín Oficial del Estado del Real Decreto que apruebe este texto normativo regulador del ejercicio del abogado y sus relaciones con los clientes, así como respecto de la organización colegial de la Abogacía institucional. Mientras tanto, continuará aplicándose el Estatuto General de la Abogacía aprobado por el Real Decreto 658/2001, de 22 de junio. Razón por la cual a lo largo del presente estudio se irán contrastando ambas normas de cara a que el lector pueda comprobar la vigencia actual y la orientación seguida para la cristalización futura de esa posible reforma.

De hecho, este movimiento transformador normativo era ya demandado desde tiempo atrás por la propia jurisprudencia constitucional ( STC 219/1989, de 21 de diciembre [RTC 1989, 219]), en aras a alcanzar una mayor seguridad jurídica, al advertir que «sería conveniente que por los organismos competentes se adaptara la normativa disciplinaria de los Colegios Profesionales (...) de una manera más clara a las exigencias constitucionales de los artículos 9.3 y 25.1 de la Norma Fundamental» (FJ 6). Todo ello –sigue diciendo la sentencia–, «sin perjuicio de la conveniencia de que los órganos competentes refuercen el nivel de previsibilidad del ordenamiento disciplinario corporativo, mediante las refundiciones o modificaciones normativas a que haya lugar (...)»; lo que debería tenerse en cuenta a la hora de acometer la anunciada reforma del vigente EGAE.

A dicho posicionamiento me sumo, con afán de cumplimiento de las recomendaciones aportadas por el Alto Tribunal, de tener muy presente las mismas al proceder a la modificación del EGAE y, en todo caso, ante cualquier próxima reforma, refundición o novación normativa deontológica. Todo ello, con el objetivo de evitar la falta de certidumbre o de seguridad de las normas éticas que rigen la profesión de abogado y de las sanciones que las acompañan19).

En este sentido, a tenor, por tanto, de la deontología que ensalza a su vez a la abogacía y de la especial interrelación que guardan los miembros de la corporación profesional, unidos conjuntamente bajo el respeto a las mismas reglas de juego, se comprende en su justa medida las razones de la existencia de la potestad disciplinaria que le asiste a los colegios y consejos profesionales.

Es precisamente en este punto donde los colegios de abogados juegan un papel primordial, pues a ellos compete la ordenación de la profesión para garantizar su correcto funcionamiento en el marco de una ética indispensable, con la observancia de una serie de reglas deontológicas por los mismos articuladas. Como en las antiguas cofradías, la tarea de estas corporaciones como asociación gremial ha sido siempre avivar el espíritu público y las virtudes que hacen noble a esta profesión. Por eso, preponderantemente les asiste la función pública primordial de cuidar por las buenas prácticas profesionales y cautelar que perduren, se precisen y desarrollen los antiguos cánones de decencia y de servicio que caracterizan al abogado así considerado. A lo que habría que sumar su capacidad de llevar las buenas prácticas a los mejores estándares frente a los nuevos desafíos de la sociedad actual, por entender que hay un ethos profesional que siempre debe salvaguardarse.

Y es que la profesión de abogado exige la sabiduría que supone conocer y comprender el derecho, hacer valer con fortaleza los intereses de los clientes, ser prudentes en el consejo y en la gestión de lo que a cada abogado se le encarga, y tener, en definitiva, sentido de justicia; lo que lleva al letrado, a la vez, a ser agente de concordia y de lucha por defender los derechos de su representado. Todo ello conlleva una extrema dedicación al detalle y al trabajo bien hecho que del profesional de la abogacía se espera, tanto por la sociedad en general, como por lo que al cliente en particular respecta.

No hay que olvidar que el abogado es un ineludible eslabón de la cadena de la que pende la justicia, lo que ha llevado incluso a aseverar que ostenta «el monopolio de abogar ante la justicia» 20), pues por medio de su asistencia o consejo se evita, en muchas ocasiones, la presencia de las partes en un proceso judicial, por lo que con su colaboración contribuye cuanto menos a agilizar la marcha procesal.

Por ello no es de estrañar que la posición que ocupa la abogacía en la diversa variedad existente de profesiones jurídicas presente un carácter muy peculiar, dada la heterogeneidad y generalidad de los servicios que presta tanto al cliente como a la sociedad en su conjunto.

Un abogado puede ejercer en una firma jurídica internacional, en un gran bufete de abogados nacional21), en un despacho familiar o en el suyo individual; ser un abogado en prácticas22) o un abogado de empresa23); trabajar para sí mismo o por cuenta de otros abogados24), como trabajador por cuenta propia o trabajador por cuenta ajena25); y en la mayoría de estas situaciones26), puede acudir a los tribunales como «abogado litigante»27), asistir a un detenido, emitir dictámenes sin conocer al cliente, constituirse en árbitro para dirimir un conflicto, asesorar a un consejo de administración de una sociedad, o bien resolver una sencilla consulta de un cliente particular. Las materias en que puede prestar asesoramiento son diversas y dispares28), pero su común denominador, sea cual fuere la forma en que presta el servicio a su cliente, es esa labor de consejo y defensa intrínseca de la naturaleza de esta profesión.

Además, cada vez en mayor medida los abogados se agrupan en sociedades civiles o incluso mercantiles29), tanto dentro de España como en otros países30), y hasta pueden llegar a organizar su actividad con distintos profesionales con los que colaboran, como peritos, detectives, psicólogos, médicos, contables, documentalistas, traductores, etc.

Ante todas estas posibilidades profesionales que se abren en el camino del abogado, dentro del fin propuesto con la presente investigación, me referiré particularmente al abogado que, en su condición de ejerciente, desarrolla su ejercicio profesional con carácter liberal y que, de manera preferentemente individual, asesora o defiende en los tribunales tanto a un cliente particular, ya sea una persona física individual o un colectivo de personas, una empresa privada u organismos públicos. Ello, sin perjuicio de aludir también, cuando la situación lo exija y aunque sea de un modo un tanto transversal, al ejercicio de la profesión prestado en régimen de trabajo subordinado o de dependencia; esto es: bajo la existencia de una relación de carácter laboral que una al abogado con su cliente, ora en relación con empresas privadas, ora con organismos públicos.

Y aunque se prestará especial atención a la circunstancia profesional del abogado en España, este motivo tampoco será óbice para clarificar en lo posible, bien dentro del texto principal, bien en nota a pie de página, la caracterización profesional letrada a nivel europeo e internacional en su caso.

Tras abordar, en general, los elementos configuradores del abogado, nos adentraremos en la relación abogado-cliente, para ceñirnos, más concretamente, sobre el contrato en que dicha relación se formaliza, su incardinación en sede civil o mercantil, los honorarios como elemento importante –aunque no definitorio– de dicho contrato, así como respecto de las obligaciones deontológicas que de aquella relación se desprenden y cuya infracción o incumplimiento genera el correspondiente reproche disciplinario por parte de los colegios de abogados. Aspecto este último analizado monográficamente en diversos trabajos anteriores que ven en el actual el colofón a una prolongada investigación en torno a la figura del abogado y su labor en pro de la justicia; razón por la cual sobre los posibles incumplimientos deontológicos derivados de la formalización contractual de la relación abogado-cliente vaya por delante mi remisión a tales estudios31).

Tampoco entraremos, de manera específica, sobre las responsabilidades civiles, penales o de otro tipo que por el incumplimiento de la lex artis propia de la profesión pudieran generarse, lo que no obsta su posible referencia en algunos de los pasajes a la hora de verter determinados comentarios que se hagan necesarios, por otro lado profusamente estudiados por la doctrina, a diferencia paradójicamente de lo que sucede con el análisis de la formalización contractual aquí desarrollada32).

Como conocedor de la ciencia y técnicas jurídicas, el abogado asume el deber profesional de acometer el contrato de servicios o la hoja de encargo conforme a los postulados de la lex artis que se le atribuye. Por esta razón, el letrado responde civil e, incluso, penalmente de la actividad que desarrolle33), la cual deberá desplegarse bajo los parámetros de pericia que –como comprobaremos– puede ir más allá de la comúnmente exigida. De igual forma, sus actos se verán asimismo sometidos al correspondiente control deontológico, tanto por parte de los tribunales de justicia34) como, principalmente, por los propios colegios de abogados, dentro de su labor de vigilancia y, en su caso, en el contexto de los límites de su potestad sancionadora35). Esta vertiente disciplinaria del encargo, quizás la más desconocida para la profesión, conlleva servidumbres no vinculadas de forma directa con el contrato de prestación de servicios, que sin embargo devienen trascendentales para el buen fin del «negocio jurídico» 36).

Se trata, por tanto, de abordar concretamente los elementos éticos y deontológicos que afectan a la relación abogado-cliente, en particular el contrato que entre los mismos se establece. Teniendo en cuenta que la exigencia de los niveles de calidad en la prestación del servicio jurídico por parte del letrado, y en su caso su incumplimiento, es una cuestión que se escapa inicialmente del propósito contraído.

Resulta, en este sentido, sumamente relevante el enfoque que se otorgue a la relación jurídica del abogado con su cliente y la gran cantidad de variables que puede determinar el contrato que se entable entre ellos. Principalmente en la consideración de dicho contrato como arrendamiento de servicios o, meramente, de servicios, sin mayores adjetivos, y sin olvidarnos también de la posibilidad de estimarlo, en ciertos casos, como contrato de obra, de mandato, de sociedad, de gestión de negocios ajenos, u otros similares; así como las posibles diferencias existentes entre cada uno ellos. Y sin dejar de lado las diversas obligaciones que implica el desempeño del ejercicio de abogado dentro de ese contrato tipo de servicios, junto con las posibles consecuencias de no haber cumplido una obligación que calificaremos, en principio, de medios.

1

«Bien común que es el Derecho», en expresión de Von Hiering, de la que se hace eco la versión española de Posada, A.: La lucha por el Derecho de Rudolph Von Hiering, publicada en Cuadernos Civitas, Civitas, Madrid, 1985, con prólogo original de Leopoldo Alas «Clarín» y una presentación de Luis Díez-Picazo.

2

Como bien señala Hortal Alonso, A. [«Justicia, profesiones y profesión de abogado», Justicia y ética de la Abogacía, Grande Yáñez, M. (coord.), Dykinson, Madrid, 2007, pp. 83 y 84], «[n]o es lo mismo “justicia” que “Justicia”, en tanto que existe una ambivalencia en la palabra “justicia” que este autor trata de decantar del siguiente modo: “Escrita con minúscula alude a la virtud, principio o valor de la justicia. Escrita con mayúscula se refiere al sistema institucional que llamamos Administración de Justicia o más brevemente Justicia”».

3

De la Torre Díaz, F. J.: Ética y deontología jurídica, Dykinson, Madrid, 2000, p. 72, para quien la ética es la moral pensada, por cuanto propone meditar qué acciones son buenas para el hombre, qué acciones son justas. Sobre el tema, su vertiente histórica y su reflejo en la sociedad, tuve oportunidad de referirme en la ponencia que, bajo el título «Ética y Abogacía», expuse en la jornada académica Deontología jurídica y salidas profesionales, De Dios Viéitez, M. V. (dir.) y López Suárez, M. A. (sec.), organizada al efecto por la UDC y celebrada el 14 de noviembre de 2006; en ese mismo evento, como conferencia inaugural, y en relación al uso alternativo del derecho, sentó las bases al respecto González Navarro, F.: «Ética, realidad social y uso alternativo del derecho».

4

Lega: Deontología de la profesión de abogado, Civitas, Madrid, 1983, p. 31, había ya señalado que la ética profesional y la tradición no han pretendido asignar al abogado rígidos límites morales, sino que le han obligado a acreditarse ante la opinión pública, y no solo, aunque también, ante los tribunales, en interés de su cliente, como auténtico luchador del derecho, seguro de su probidad cívica y decoro personal y adaptado a las exigencias del tiempo presente.

5

No ha sido así siempre, pues aunque suele recordarse el sitio social asignado por Justiniano y por el Rey Alfonso el Sabio a los abogados, Leiva Fernández también nos retrotrae a que ya en 1507 Diego Colón, almirante y virrey de las Indias, se quejaba de los pleitos que ocasionaban los abogados, como lo demuestra el hecho de que dos años más tarde, en 1509, el Rey Fernando el Católico, mediante una Real Orden, instruyó a la Casa de Contratación de Sevilla para que no llegasen abogados a las Indias, salvo permiso real (Leiva Fernández, L. F. P.: «Prólogo» a la obra de Rodrigo Padilla, Misión, derechos, deberes y responsabilidad del abogado, editoriales Ubijus y Reus, México, D.F., Madrid, 2013, p. 11). No obstante, como veremos a lo largo del presente trabajo, tanto desde su configuración inicial hasta llegar a la actualidad, la función social del abogado resultará fundamental para el desarrollo de las libertades y los derechos de los ciudadanos, al tener la ética y la deontología profesional como referentes primordiales a la hora de desempeñar su labor. Por esta razón es imposible pensar en su supresión, como así ha escrito el gran jurista florentino Calamandrei al decir que «[l]a supresión inmediata o próxima de la abogacía (...) es una utopía; se podrá, hoy o mañana, abolir su nombre o sus formas actuales; pero la función quedará bajo cualquier régimen, mientras existan leyes y tribunales encargados de aplicarlas y personas deshonestas dispuestas a violarlas» (Calamandrei, P.: Demasiados Abogados, obra traducida por Josep Xirau, edición de Librería El Foro, Buenos Aires, 2003, p. 30). Así, el jurista italiano recoge en esta obra que todos los intentos de abolición de la abogacía que se conocen fracasaron, lo que atestigua al pasar revista de lo sucedido en Francia tras la revolución, en Hungría, en la Rusia «leninista» y en la Prusia autocrática (1781).

6

Padilla, R.: Misión, derechos, deberes..., ob. cit., p. 21, nota 4, afirma que «tratamos con una profesión de cinco milenios de antigüedad», dado que su origen –según este autor– lo podemos encontrar en el milenio tercero antes de Cristo, en Sumeria.

7

Salvo determinadas excepciones, como la de Roca Junyent, M., en ¡Sí abogado! Lo que aprendí en la Facultad, editorial Crítica, Madrid, 2007.

8

Una recopilación, concordada y con jurisprudencia, de todas las leyes y normativa que afecta a la profesión de abogado, puede consultarse en Pardo Gato, J. R.: Código de la Abogacía Española, con prólogo de Carlos Carnicer Díez, Aranzadi, Navarra, 2010; y para una visión más genérica, «Normativa de los abogados: reflexiones a vuela pluma», Foro Galego, Revista del Ilustre Colegio de Abogados de A Coruña, de la Real Academia Gallega de Jurisprudencia y Legislación, y de la Universidad de A Coruña, núm. 200, 2010, pp. 207-239.

9

Para Lega, C., la deontología profesional es el conjunto de las reglas y principios que rigen determinadas conductas del profesional (v. gr., abogado, médico, ingeniero, etc.) de carácter no técnico, ejercidas o vinculadas, de cualquier manera, al ejercicio de la profesión y a la pertenencia al grupo profesional [«Deontología de la profesión de abogado», en Curso de Ética Profesional Jurídica, San José (Costa Rica), 2005, p. 193].

10

Estatuto inicialmente aprobado por Real Decreto 2090/1982.

11

Código que entró en vigor el 1 de enero de 2003, momento en el que quedó derogado el anterior, aprobado por el CGAE el 30 de junio de 2000. El vigente CD, modificado hasta en tres ocasiones por el mismo Pleno corporativo, una de ellas en fecha 10 de diciembre de 2002, pretende establecer una compilación de la normativa deontológica anterior, sin perjuicio de conservar el CGAE la facultad que le viene atribuida de dictar las normas de ordenación y dirección de todos los abogados de España, como órgano representativo, coordinador y ejecutivo superior de cada uno de los colegios de abogados.

La validez del Código Deontológico de la Abogacía Española ha sido declarada también por la jurisprudencia. Como pone de manifiesto la STSJ Madrid, Sala de lo Contencioso-Administrativo, Sección Sexta, 489/2003, de 30 abril (JUR 2004, 141712): «Se trata de unas normas básicas de comportamiento profesional, que en todo caso podrán desarrollarse por los Colegios y con las competencias de los Consejos Autonómicos, y que pretenden establecer unas bases de comportamiento, como un desiderátum de lo que debe ser la actuación profesional del Abogado, y como tales deben entenderse».

A modo de comparación, vid. García Mas, F. J.: «El Código de Deontología de la CNUE (Conferencia de los Notariados de la Unión Europea)», Revista Jurídica del Notariado, núm. 48, 2003, pp. 261-272. Con carácter jurídico general, vid. Martínez Val, J. M.ª: «Acrósticos de deontología jurídica», Revista de Derecho Procesal, núm. 2, 1997, pp. 403 y ss.

12

La Ley núm. 6396, de 10 de enero de 2006.

13

También en la CA de Galicia hubo un intento de aprobación de Código Deontológico de la Abogacía Gallega, que hasta la fecha no ha fructificado. El estudio y discusión de su texto tuvo lugar en el III Congreso da Avogacía Galega, celebrado en Ourense, del 16 al 19 de diciembre de 2004.

14

En los Estados Unidos las normas de ética profesional son fijadas por cada estado, si bien la American Bar Association viene proponiendo modelos –uno de los últimos ha sido el «American Bar Association Model Rules of Professional Conduct», de 1983–, que han sido revisados, con carácter general, por el comité Ethics 2000 –revisión general aprobada en 2002–, aunque posteriormente recibieron diversas modificaciones (al respecto, véase la página web http://www.abanet.org/cpr/mrpc/mrpc_toc.html); lo que no obsta que en ciertos estados, como California y Nueva York, los códigos de conducta tomen como base, en gran medida, la tradición local. En Puerto Rico la normativa deontológica se contiene, fundamentalmente, en el Código de Ética Profesional de 1970, que fue sometido a una profunda reforma a través del Proyecto de Reglas de Conducta Profesional de 30 de junio de 2000, aprobadas de forma condicional en fecha 20 de agosto de 2005, y que guardan gran parecido con las últimas modificaciones de las American Bar Association Model Rules.

Más ampliamente, a nivel internacional, vid. Rodríguez Rodrigo, J.: Régimen jurídico de la abogacía internacional, Colección Ciencia Jurídica y Derecho Internacional, Comares, Granada, 2003.

15

En Francia, donde la profesión de abogado está regulada principalmente por la Ley 71-1130, de 31 de diciembre de 1971, y el Decreto 91-1197, de 27 de noviembre de 1991, la materia deontológica encuentra acomodo legal en el Decreto núm. 2005-790, de 12 de julio de 2005, referente a las reglas de deontología de la profesión de abogado, cuya versión consolidada data del 16 de mayo de 2007, además de existir un Reglamento Nacional Interior aprobado por el Consejo Nacional de Colegios de Abogados («Conseil National des Barreaux»), y sin perjuicio de que cada colegio de abogados apruebe a su vez su propio reglamento interior (el Reglamento Nacional Interior francés puede consultarse en http://www.cnb.avocat.fr/VieDuConseil/VDC_dossierspublications_rin.php, y una versión no oficial la encontramos en http://www.cnb.avocat.fr/VieDuConseil/RIN/RIN_espagnol.pdf). En Alemania, la deontología profesional del abogado se estructura, básicamente, en tres textos legales: la Ley Federal Alemana de Abogados («Bundesrechtsanwaltsordnung»), la Ley Alemana de la Profesión del Abogado («Berufsordnung für Rechtsanwält») y en el Código Penal Alemán («Stafgesetzbuch»); además de existir un código profesional de conducta elaborado por los colegios («Berufsordnung»). En Finlandia, la abogacía se encuentra regulada por la Ley de Abogados («Advocates Act») núm. 1958/496, de 12 de diciembre de 1958. En Italia, rige el Código de Deontología («Codice Deontologico»), texto normativo, sin rango de ley y muy próximo al Código del CCBE, elaborado por el Consejo Nacional Forense («Consiglio Nazionale Forense»), máximo órgano institucional de la abogacía italiana, que lo aprobó en fecha 17 de abril de 1997, si bien sufrió posteriormente distintas modificaciones, entre ellas la de 16 de octubre de 1999 y 26 de octubre de 2002; el órgano que juzga las violaciones del Codice Deontologico es el Consejo del Orden de los Abogados, cuyas decisiones tienen que ser validadas –aprobadas– por el Consejo Nacional Forense, aunque al abogado le queda la posibilidad de recurrir ante el Tribunal Supremo italiano. En el Reino Unido, la regulación sobre el régimen profesional de los abogados recae en dos áreas territoriales distintas: de un lado, Escocia, y de otro, Inglaterra y Gales, donde la profesión se divide en «solicitors» y «barristers»; de tal manera que las normas de conducta de los más de cien mil solicitors ingleses y galeses se recogen en el «Solicitors´ Code of Coduct», de 10 de marzo de 2007 –y que entró en vigor el 1 de julio de 2007–, de la Solicitors Regulation Authority (organismo regulatorio independiente que forma parte de la Law Society), que recopila y sistematiza el «common law» al respecto; mientras que la corporación de los barristers de Inglaterra y Gales la integra el Bar Council, que ha dispuesto un «Code of Conduct» para la profesión –una de cuyas últimas modificaciones data de 18 de julio de 2007–; hay que significar que la regulación inglesa destaca por su prolijidad, pues consta de veintitrés subepígrafes que desgranan supuestos concretos tales como la aceptación de regalos a los clientes, la formalización o realización de operaciones a precios ajenos a los de mercado, el conflicto que tiene lugar al actuar simultáneamente para el comprador y vendedor de un mismo activo, peculiaridades de las operaciones hipotecarias, etc.

Para mayor abundamiento sobre la regulación de la deontología del abogado en los distintos Estados de la Unión Europea, vid. De Areilza Carvajal, J. M., y Méndez, M.: «La transformación de la profesión de abogado: europeización, regulación comparada y responsabilidad social», Deontología y práctica de la Abogacía del siglo XXI, Menéndez Menéndez, A., y Torres-Fernández Nieto, J. J. (dirs.), Aranzadi, Navarra, 2008, pp. 189-221.

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Anteriormente era de aplicación el Código de Deontología de los Abogados de la Comunidad Económico Europea, adoptado por los representantes de las dieciocho delegaciones de la Comunidad Económica Europea y del Espacio Económico Europeo en la sesión plenaria del CCBE de 28 de octubre de 1988 y modificado en las sesiones plenarias de 28 de noviembre de 1998, 6 de diciembre de 2002 y 19 de mayo de 2006; asumido por el CGAE el 22 de septiembre de 1989. Puede consultarse en la página web del Consejo General de la Abogacía Europea: http://www.ccbe.eu/fileadmin/user_upload/NTCdocument/10_11_10_Booklet_Cd3_1290438847.pdf.

17

Sobre la normativa europea deontológica de la abogacía, vid. Santaella López, M.: Ética de las profesiones jurídicas, textos y materiales para el debate deontológico, Servicio de publicaciones, Facultad de Derecho, Universidad Complutense de Madrid, Madrid, 1995; y, en relación al Código de la Ética Profesional de la Abogacía Iberoamericana «Declaración de Mar del Plata» de 1984, vid. Martínez Val, J. M.ª: Ética de la Abogacía, Bosch, Barcelona, 1987.

18

En prensa: Jurídico, Expansión-La Ley, semana del 15 al 21 de marzo de 2007.

19

El propio Ministerio Fiscal en la sentencia de referencia advierte lo siguiente: «Si bien resultaría más adecuado a las exigencias constitucionales la tipificación de conductas y la imposición de sanciones en un mismo texto normativo, con rango de ley, y con una descripción más detallada de tipos de ilícito».

20

Kemelmajer de Carlucci, A.: «Daños causados por abogados y procuradores», Jurisprudencia Argentina, tomo III, 1993, p. 706.

21

Téngase en cuenta que la Dirección General de los Registros y del Notariado, en su Resolución de 26 de junio de 1995 (RJ 1995, 5331), ha rechazado, para determinados casos, la denominación de «bufete» en la correspondiente inscripción que se pretendía practicar en el Registro Mercantil, ya que «tan sólo cabe denominar como “bufete” al despacho profesional de quienes merezcan la condición de Abogado, conforme a tal definición, quedando excluido de tal denominación el despacho de aquellos profesionales del Derecho que se limitan a prestar una actividad de mero asesoramiento sobre temas jurídicos, entendido como consejo, información o recomendación, lo que es posible por cuanto dicha actividad no resulta encuadrable en el concepto de "protección de todos los intereses que sean susceptibles de defensa jurídica", que es la reservada de forma exclusiva y excluyente a la Abogacía profesional según el artículo 9 del mismo Estatuto –en referencia al EGAE–».

22

Viñuelas Zahínos, M.ª T.: «Abogados en prácticas, ¿Profesión regulada?», Aranzadi Social, paraf. 76 (presentación), 2004 .

23

Sobre los abogados de empresa y sus diferentes caracterizaciones, regulación y competencia, Roger, M.: «Los Abogados de Empresa», Deontología y práctica de la Abogacía del siglo XXI, Menéndez Menéndez, A., y Torres-Fernández Nieto, J. J. (dirs.), Aranzadi, Navarra, 2008, pp. 135-149.

24

Sempere Navarro, A. V., y Areta Martínez, M.ª: «Sobre el trabajo de Abogados por cuenta de otros Abogados», Aranzadi Social, núm. 10, 2008 .

25

Moreno Liso, L., y Viñuelas Zahínos, M.ª T.: «La libre circulación del abogado europeo: trabajador por cuenta propia, trabajador por cuenta ajena: Análisis de la Directiva 98/5, de 16 de febrero de 1998, del Parlamento Europeo y el Consejo, a la luz de la Sentencia de 7 de noviembre de 2000 del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas», Aranzadi Social, núm. 5, 2001, pp. 553-576.

26

Con ciertas excepciones y salvedades en el supuesto de abogado en prácticas.

27

En Derecho anglosajón al «abogado litigante» se le conoce como «litigator». En torno a esta figura, vid. Mancilla i Muntada, F.: «El litigator. Reflexiones sobre el abogado litigante», Sentencias de Tribunales Superiores de Justicia y Audiencias Provinciales, núm. 9, 2004 .

28

Como dice Couture, E. J. (Los mandamientos del abogado, Buenos Aires, 1949, pp. 31-33), «[d]e cada cien asuntos que pasan por el despacho de un abogado, cincuenta no son judiciales. Se trata de dar consejos, orientaciones e ideas en materia de negocios, asuntos de familia, prevención de conflictos futuros, etcétera. De los extremos del dístico clásico que define al abogado, el primero predomina sobre el segundo y el ome bueno se sobrepone al sabedor del derecho (...) De los otros cincuenta, treinta son de rutina. Se trata de gestiones, tramitaciones, obtención de documentos, asuntos de jurisdicción voluntaria, defensas sin dificultad o juicios sin oposición de partes. El trabajo del abogado transforma aquí su estudio en una oficina de tramitaciones (...) De los veinte restantes, quince tienen alguna dificultad y demandan un trabajo intenso. Pero se trata de esa clase de dificultades que la vida nos presenta a cada paso y que la contracción y el empeño de un hombre laborioso e inteligente, están acostumbrados a sobrellevar (...) En los cinco restantes se halla la esencia misma de la abogacía. Se trata de los grandes casos de la profesión. No grandes, ciertamente, por su contenido económico, sino por la magnitud del esfuerzo físico e intelectual que demanda el superarlos. Casos aparentemente perdidos, por entre cuyas fisuras se filtra un hilo de luz a través del cual el abogado abre su brecha; situaciones graves, que deben someterse por meses o por años, y que demandan un sistema nervioso a toda prueba, sagacidad, aplomo, energía, visión lejana, autoridad moral, fe absoluta en el triunfo...».

29

Sobre las diversas sociedades de abogados en general, vid. Galiana Moreno, J., y Sempere Navarro, A. V.: «Régimen jurídico de la prestación de servicios profesionales por las comunidades de bienes y sociedades irregulares», Relaciones Laborales, tomo II, 1986, pp. 874 y ss.; García Pérez, R.: El ejercicio en sociedades de profesionales liberales, Bosch, Barcelona, 1997; Albiez Dohrmann, K. J., Jaimez Trassierra, M.ª C., y Olarte Encabo, S.: Las formas societarias del despacho colectivo de abogados, Universidad de Granada, Granada, 1992; Albiez Dohrmann, K. J.: «La Sociedad de Responsabilidad Limitada de Abogados. (A propósito de la Ley alemana de 31 de agosto de 1998)», Revista de Derecho de Sociedades, núm. 15, 2000, pp. 185-206; y «La sociedad de abogados strictu sensu en el Estatuto General de la Abogacía», La Ley, D-250, tomo 6, 2002 (Diario La Ley, núm. 5.665, de 28 de noviembre de 2002), pp. 1829-1842; Trigo García, B.: «¿Regulación del ejercicio societario de la abogacía mediante normas reglamentarias?: el Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española», La Ley, núm. 3, 2002 (Diario La Ley, núm. 5527, de 19 de abril de 2002), pp. 1844-1850; Ortega Reinoso, G.: «Despachos de abogados», Revista de Derecho de Sociedades, núm. 23, 2004, pp. 163-189; «El abogado y las sociedades de servicios jurídicos», Revista Crítica de Derecho Inmobiliario, núm. 688, 2005, pp. 539-558; y «Colaboración entre abogados», Actualidad Civil, tomo I, 2005, pp. 901-919.

30

En cuanto al Derecho comparado, en Francia el abogado puede ejercer su profesión por cuenta individual (à titre individuel) o en el seno de una asociación, en la que la responsabilidad de los miembros puede limitarse solo, y de manera específica, a los miembros de la asociación; puede igualmente desempeñar su trabajo en una sociedad civil profesional, en una sociedad para el ejercicio de una profesión liberal (société d´exercice libéral) o en una sociedad en participación; puede ser empleado dentro de su capacidad de asalariado o colaborador no asalariado de un abogado, de una asociación o de una sociedad propiamente de abogados; y puede también ser miembro de una agrupación europea de interés económico. Y todas estas agrupaciones, sociedades o asociaciones pueden constituirse entre abogados, personas físicas, grupos, sociedades o asociaciones de abogados, además de poder pertenecer a diferentes colegios de abogados (artículo 7 de la Ley 71-1130, de 31 de diciembre de 1971).

En Alemania, la posible cooperación con otros profesionales o la colaboración profesional entre abogados está regulada por ley [capítulo 3 de la Ley Federal Alemana de Abogados («Bundesrechtsanwaltsordnung»)], y la propia Ley Federal Alemana ha creado la figura de sociedades de abogados con responsabilidad limitada («Reschtsanwaltsgesellschaften»), en sus artículos 59.c, 59.e y 59.f, donde dispone que la sociedad ha de encontrarse en un estado financiero positivo y debe garantizar su actividad profesional. Además de los anteriores requisitos, únicamente pueden ser socios y directivos de estas firmas abogados, salvo contadas excepciones; las mayoría de las participaciones de la sociedad deben estar en manos de abogados (artículo 59.e); y no está permitida la asociación con otras firmas de servicios profesionales (artículo 59.c).

En Italia, la actividad profesional de representación, asistencia y defensa jurídica solo puede ser ejercida de manera común en sociedades entre profesionales; en otras palabras, sociedades entre abogados. Estas sociedades se regulan por medio del Decreto Legislativo núm. 96, de 2 de febrero de 2001 (título II) y las normas referentes a la sociedad en nombre colectivo a través del Código Civil. La sociedad de abogados ha de ser inscrita, en su caso, en una sección especial del colegio de abogados en cuyo distrito tiene su sede legal (artículo 16 del Decreto Legislativo núm. 96, de 2 de febrero de 2001). Entre las características de estas sociedades se pueden destacar las siguientes: los socios de la sociedad de abogados deben encontrarse en posesión del título de abogado; la participación en una sociedad de este tipo es incompatible con la participación en otra sociedad entre abogados; la suspensión de un socio del colegio de abogados constituye una causa legítima para excluir a su vez a la propia sociedad (artículo 21 DLeg núm. 96); el socio o los socios nominados son responsables personal e ilimitadamente de aquellas actividades profesionales en las que participan de modo directo; en el supuesto de que la sociedad no hubiese procedido a comunicar al cliente el nombre del socio o de los socios asignados para el ejercicio de la actividad profesional solicitada, todos los socios son solidaria e ilimitadamente responsables para con sus obligaciones; asimismo, todos los socios son también personal y solidariamente responsables respecto de aquellas obligaciones que no se derivan de la actividad profesional, teniendo en cuenta además que el acuerdo contrario no tendría efectos en las relaciones con terceros (artículo 26 DLeg núm. 96).

En Finlandia, las asociaciones que se constituyan entre abogados o contrataciones de abogados no pueden contener cláusulas de no competencia que originen posibles desventajas para una de las partes y un abogado puede llegar a reclamar que un asociado no trabaje como abogado fuera de su despacho [apartado 8 de las «Rules on proper profesional conduct for advocates (9-6-1972)»]. Por lo demás, en Derecho finlandés está prohibido el ejercicio de la abogacía a través de estructuras empresariales, a no ser que el Consejo de la Asociación de Abogados establezca una excepción a los efectos, al igual que ocurre con las sociedades de abogados con responsabilidad limitada (artículo 5 de la Ley de Abogados 1958/496, de 12 de diciembre de 1958).

En Inglaterra y Gales, los barristers habitúan a agruparse en oficinas conocidas como «chambers», lo que les convierte en «tenant of the cambers»; mientras que los solicitors suelen asociarse para ofrecer servicios jurídicos a sus clientes (vid. «Legal professions-England and Wales», información accesible en la web http://ec.europa.eu/civiljustice/legal_prof/legal_prof_eng_en.htm).

31

Pardo Gato, J. R.: «La revisión judicial de las sanciones disciplinarias impuestas por los colegios de abogados», El Derecho. Diario de jurisprudencia, 22 noviembre 2006, pp. 1-9, estudio galardonado con el Premio Scevola de Investigación Jurídica para la Ética y la Calidad en la Abogacía (primera edición, año 2006); Colegios de abogados y sanciones disciplinarias. Doctrina jurisprudencial, con prólogo de Luis Martí Mingarro, Cuadernos Civitas, Civitas, Navarra, 2007, trabajo reconocido con el Premio Memorial Degà Roda i Ventura (edición 2007) del Colegio de Abogados de Barcelona; así como también en el artículo «Las sanciones disciplinarias impuestas por los colegios de abogados: su revisión judicial (Un análisis doctrinal a partir de los motivos más comunes de impugnación de una sanción colegial)», Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad de A Coruña, núm. 11, 2007, pp. 641-679.

Y en cuanto a las sanciones dictadas por jueces y tribunales en el proceso, igualmente me remito a lo dicho al respecto en los anteriores trabajos referidos, así como a la bibliografía citada en los mismos, entre otra: Rebollo Puig, M.: «A propósito de la potestad disciplinaria de los jueces sobre abogados y procuradores. Comentario a la Sentencia del Tribunal Constitucional 38/1988, de 9 de marzo (RTC 1988, 38)», Revista del Poder Judicial, núm. 10, junio 1988, pp. 83-92; Lafuente Benaches, M.: «La responsabilidad disciplinaria de los abogados», Revista del Poder Judicial, núm. 29, marzo 1993, pp. 45-57; Del Guayo Castiella, I.: «El control jurisdiccional de la potestad sancionadora de la Administración Judicial», La protección jurídica del ciudadano, Martín-Retortillo Baquer, L. (coord.), tomo III, Madrid, 1993, pp. 1617-1643; Zabia de la Mata, J.: «Sanciones judiciales a letrados. Comentario a la Sentencia nº 29/1993, de 25 de enero, del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña», Revista Jurídica de Cataluña, núm. 3, 1993, pp. 203 y 204; Sánchez, R. J.: «La impugnación de las sanciones disciplinarias impuestas a abogados y procuradores por jueces y magistrados. ¿Una auténtica jurisdicción disciplinaria?», La Ley, 1999-1, D-2, pp. 1566-1576; Celemín Santos, V.: «Responsabilidad judicial disciplinaria de los abogados y repercusión en su independencia profesional», comunicación incorporada a la Ponencia IV del VIII Congreso de la Abogacía Española –«La independencia del abogado y las incompatibilidades en el ejercicio de la abogacía», García-Romanillos Valverde, J. (ponente)–, Libro del VIII Congreso de la Abogacía Española. Ponencias y comunicaciones, De Paula Caminal Baía, F. (ponente), Consejo General de la Abogacía Española, Aranzadi, Navarra, 2003, pp. 669-682; Fraga Mandián, A.: «Policía de estrados y responsabilidad disciplinaria», La Ley, núm. 6625, 9 de enero de 2007.

32

Sobre la responsabilidad civil del abogado, vid., entre otros, Albanés Membrillo, A.: «La responsabilidad civil del abogado», La actuación profesional del abogado, BICAM, núm. 11, febrero 1999, pp. 75-103; Martí Martí, J.: «La responsabilidad objetiva del abogado en el ejercicio de su profesión», La Ley, núm. 5846, 10 septiembre 2003, pp. 1-5; Mullerat Balmañá, R. M.: «La responsabilidad civil del abogado», conferencia pronunciada en el Congreso de Responsabilidad Civil, organizado por el ICA Coruña y celebrado en dicha capital, los días 13 y 14 junio 2003. En cuanto a la responsabilidad penal, para seguir de cerca la distinta construcción de la infracción ética y la penal homónima o paralela, como pone de manifiesto Del Rosal, R. («La prohibición de defender intereses contrapuestos. Elementos de la infracción: La acción. Objeto», Otrosí, núm. 75, abril 2006, p. 50), «debe señalarse que no está presente en nuestro tipo disciplinario el cuarto elemento exigido por el art. 467.1CP para la comisión del delito de doble defensa: La preterición de conformidad expresa de una o de las dos partes en conflicto con la intervención del mismo abogado en defensa de ambas». En este sentido, es objeto de debate por la doctrina científica si viene exigido por el referido precepto, para la exclusión absoluta de tipicidad en el delito de doble defensa, que presten su conformidad con la defensa compartida los dos clientes enfrentados o basta el consentimiento del primer defendido; al respecto, vid. Pérez Cepeda, A. I.: Delitos de deslealtad profesional de abogados y procuradores, Aranzadi, Navarra, 2000; y con un carácter más general, Vilata Menades, S.: «Derecho a la defensa en relación a sanción penal impuesta a un abogado por STC 92/1995, de 19 junio (RTC 1995, 92)», Revista General de Derecho, núm. 615, 1995.

33

Artículos 199 y 463 y ss. CP (que no se han visto modificados por la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo). Así, el artículo 467.2CP tipifica como delito perjudicar de forma manifiesta los intereses del cliente, con su variante culposa. Y el Tribunal Supremo, por su parte, ha tenido oportunidad de precisar el límite de lo penal en una actuación profesional (STS, Sala Segunda, de 14 de julio de 2000).

34

Artículos 552 y ss. LOPJ y 247 LECiv.

35

Dentro del respeto a las normas deontológicas, de acuerdo con el artículo 2.7 del Código Deontológico del CCBE, “el abogado tiene la obligación de defender siempre lo mejor posible los intereses de su cliente, incluso frente a sus propios intereses, los de un compañero o los de la profesión en general”.

36

En palabras de Escudero Hogan, D.: «El encargo profesional, su formalización», en la obra colectiva Deontología y práctica de la abogacía del siglo XXI, Menédenz Menéndez, A., y Torrés-Fernández Nieto, J. J. (dirs.), Aranzadi, Navarra, 2008, p. 31.

La relación abogado-cliente

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