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5.1. LOS COLEGIOS DE ABOGADOS: SU RAZÓN DE SER, OBLIGATORIEDAD Y FUNCIONES

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La experiencia multisecular evidencia que los abogados solo podrán mantener la libertad, la independencia y demás hábitos de conducta que la profesión exige, si se ven asistidos, tutelados, encauzados, orientados, estimulados, apercibidos y, en caso de ser necesario, sancionados por el colegio profesional de adscripción. En su función de velar por la abogacía, el colegio estará siempre de vigía a la vera del letrado, «luchando en defensa de la defensa» 67) frente a posibles injerencias externas, pero también frente a los que, desde dentro, con su inadecuada conducta, la menoscaben68).

En efecto, los colegios de abogados velan en pro de la justicia y cumplen con prestar tales funciones, entre otras: gestionan los servicios de asistencia letrada; evacúan los informes sobre los honorarios de los abogados cuando se impugnan las tasaciones de costas; ejercen la potestad disciplinaria sobre sus colegiados; mantienen el registro de las sociedades profesionales; y hasta pueden organizar un órgano centralizado de prevención del blanqueo de capitales69). Si bien, con el tiempo, estos mismos colegios han ido adquiriendo una dimensión social cada vez mayor que trasciende a los ciudadanos derivada de la organización de los servicios de orientación jurídica, de la cooperación internacional, de servicios de mediación o, incluso, de la creación, en algunos casos, de los centros de responsabilidad social corporativa.

Así las cosas, el citado artículo 36 de la Constitución española constitucionalizó un fenómeno asociativo ya existente en el momento de su redacción y regulado mediante la Ley 2/1974, de 13 de febrero, sobre Colegios Profesionales70). Al configurar estos colegios como corporaciones de Derecho público71), dicho artículo constitucional no se limita a reconocer la realidad colegial sino que va más allá72): de una parte, remite a una ley específica para regular las peculiaridades propias del régimen jurídico de estos entes profesionales, lo que implica la aceptación de especialidades en la realidad asociativa reconocida; de otra, dichas singularidades dirigidas a un tipo institucional asociativo reflejan, sin duda, que el Constituyente pretendió con tal plasmación legal que estos colegios presentaran un régimen distinto de aquel que afecta a los demás organismos asociativos profesionales, en tanto que el rasgo esencial del colegio, entre otras notas identificativas, está vinculado inequívocamente con la profesión titulada73).

En cuanto a la remisión a esa ley reguladora de las especialidades propias del régimen jurídico, la cuestión ha sido objeto de discusión tanto por parte de la doctrina como de la jurisprudencia sobre la posible extensión de su alcance, en especial en lo referente a la amplitud de la ley a que se remite para diseñar el régimen jurídico colegial74), aspecto que quedó resuelto tras el fallo del Tribunal Constitucional 89/1989, de 11 de mayo75).

Esta remisión aparece así concretizada en la aprobación de la mentada Ley 2/1974, de 13 de febrero, donde, además de definirse los colegios profesionales como «corporaciones de Derecho público, amparadas por la Ley y reconocidas por el Estado, con personalidad jurídica propia y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines» [ artículo 1.1ºLCP; cfr. artículos 2.1 EGAE/2001 (65.1 EGAE/2013) y 77 EGPT], se constata la existencia de una habilitación colegial para mantener el buen orden deontológico y jurídico de la profesión en cuestión76).

Junto a la propia Ley Orgánica del Poder Judicial, la Ley de Colegios Profesionales presta así habilitación suficiente a los colegios de abogados para determinar limitaciones deontológicas a la libertad del ejercicio profesional de sus colegiados, sin perjuicio de la lógica delegación reguladora en normas reglamentarias específicas77), en tanto que expresamente su artículo 6.2 impone al Consejo General de la Abogacía Española la elaboración del proyecto de estatutos generales de los colegios de abogados, como es el caso del vigente Real Decreto 658/2001 por el que se aprueba el EGAE/2001 y, ulteriormente, pese a no tener entidad de norma legal, la aplicación del respectivo Reglamento de Procedimiento Disciplinario78), en tanto que las disposiciones que no gozan de aprobación legislativa no reciben tal respaldo79).

Por tanto, si únicamente se puede ejercer la profesión letrada previa incorporación al colegio de abogados respectivo ( artículo 3.2LCP), cabría estimar que a partir del acto de jura solo a este le compete dilucidar las eventuales infracciones en el quehacer diario de sus colegiados80). No obstante, la obligatoriedad de pertenencia o –en términos más frecuentes en el ámbito letrado– lo que conocemos como colegiación obligatoria, no ha sido, al menos hasta el momento, un tema concluso a tenor del silencio que guarda al respecto el artículo 36 de la Constitución81).

De hecho, al socaire de los proyectos de ley de desarrollo de la Directiva europea de Servicios – Directiva 2006/123/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 12 de diciembre de 2006, relativa a los servicios en el mercado interior–, y en particular el referido a la finalmente publicada Ley 25/2009, de 22 de diciembre, de modificación de diversas leyes para su adaptación a la Ley sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio (conocida como Ley «ómnibus»)82), que vino a transponer el Derecho europeo de servicios al dictado de un informe elaborado al efecto por la Comisión Nacional de la Competencia83); para dicha institución existen determinadas normas que restringen el libre ejercicio profesional, al establecer «barreras de entrada» y «barreras de ejercicio». En otras palabras, la exigencia de requisitos para formar parte de una determinada profesión y la exigencia del cumplimiento de ciertas normas para ejercerla.

Lo más encomiable de la Directiva de Servicios es la referencia a los principios de independencia, dignidad, integridad, ética de la profesión o secreto profesional, como justificación de determinadas restricciones, siempre desde el punto de vista de la defensa de los intereses de los clientes y ciudadanos en general. Referencia, por otro lado, lamentable y alarmantemente omitida en la normativa nacional.

A través de este concepto de barreras de entrada dicho informe cuestionaba los cimientos de la colegiación obligatoria y daba la espalda a la naturaleza de la profesión de abogado, a su idiosincrasia, a su historia, así como a los principios que la rigen y a las normas que la regulan. Según su argumento, las barreras de acceso o de entrada son de dos tipos: de un lado, la exigencia de titulación; y, de otro, la colegiación obligatoria. Con ello lo que se establece es la distinción entre profesiones tituladas y profesiones colegiadas, según se exijan uno u otro requisito84). Pero si existe una profesión titulada y colegiada al tiempo, esa es la abogacía, y tales barreras no son sino la confirmación de una garantía del buen quehacer de los profesionales que prestan este servicio y del ajuste a las normas éticas, al Derecho público y al interés general.

Ya el Tribunal Constitucional, en su sentencia 89/1989, de 11 de mayo (RTC 1989, 89)85), después de reflexionar en el fundamento jurídico tercero lo que califica como prejuicio del Tribunal a quo 86), llega a considerar que los colegios profesionales reconocidos en el artículo 35 de la Constitución española se incluyen, sin más, en el ámbito del artículo 22 del mismo texto constitucional, cuando, en su fundamento jurídico octavo, señala que: «Entre aquellas reglas configurativas –de los colegios profesionales se entiende–, ciertamente peculiar, está la de la adscripción forzosa al Colegio Profesional (...) La colegiación obligatoria, como requisito exigido por la Ley para el ejercicio de la profesión, no constituye una vulneración del principio y derecho de libertad asociativa, activa o pasiva, ni tampoco un obstáculo para la elección profesional ( art. 35CE), dada la habilitación concedida al legislador por el artículo 36. Pudo, por tanto, dicho legislador establecerla lícitamente, en razón a los intereses públicos vinculados al ejercicio de determinadas profesiones, como pudo no hacerlo si la configuración, esencia y fines de los Colegios fueran otros, acomodando requisitos y fines, estructura y exigencia garantizadoras, de acuerdo con el artículo 36, y, por lo demás, con la naturaleza de los Colegios (...)».

Con esta declaración, el Alto Tribunal ya entendía, como «una elección válida desde el punto de vista constitucional», la contemplación de la colegiación forzosa como la única característica, o cuanto menos la más trascendental, que distingue a los colegios profesionales y a los colegios de abogados del resto de corporaciones de Derecho público no contenidas en la dicción del artículo 36 constitucional87).

Así pues, en la abogacía está plenamente justificada la limitación de la entrada libre al establecerse unos determinados requisitos para poder ejercerla, así como un control sobre los mismos, que ha de ser total, y que llevan a término los colegios de abogados dentro de su actividad. Esta articulación o supervisión de la profesión la realizan siempre en función del interés general, atendidas las circunstancias del servicio que se presta y con la exigencia deontológica como garantía de los derechos de los ciudadanos.

Entronca este concepto con el de «reserva de actividad», consecuencia directa de las barreras de entrada, amén de que el ejercicio de la abogacía únicamente puede ser llevado a efecto por aquellos profesionales que cumplan los requisitos de acceso y colegiación, por lo que queda totalmente vetado al resto. Y es que estas restricciones resultan esenciales para garantizar que el servicio que prestan los abogados a sus clientes, centrado en el acomodo a las normas éticas y el control de su cumplimiento, es acorde a lo que los usuarios esperan por parte de estos, de cara a la seguridad de que tales servicios solo se prestan por un letrado.

Probablemente debido a intereses dispares, aunque con el deseo de que fueran los anteriores los definitorios a la hora de tomar su decisión, finalmente el Gobierno dio marcha atrás al anteproyecto de Ley de Servicios y Colegios Profesionales que había venido manejando y que incluía de entrada elementos tan polémicos como la reducción del número de profesiones que requerirían de la colegiación obligatoria, entre ellas, al menos inicialmente, la abogacía88).

Esta profesión, respaldada gubernativamente en último término, se convierte así en el verdadero fundamento de los colegios de abogados, a quienes la Ley de Colegios Profesionales proporciona medios de ordenación que van desde el control de acceso hasta la regulación de las condiciones de su ejercicio y la facultad disciplinaria, según el propio estándar deontológico, sin perjuicio de que llegue a darse el supuesto de que la potestad disciplinaria colegial pueda dirigirse igualmente contra la posible actuación no ajustada a las normas deontológicas de licenciados o graduados en Derecho no colegiados, a causa de estar, precisamente, ejerciendo los actos propios de la profesión de abogado sin encontrarse incorporados de hecho al correspondiente colegio (STS de 18 de septiembre de 1991)89), e incluso sin estar en posesión del título profesional de abogado de ser preceptivo en su caso.

De esta manera, así como la incorporación a un colegio de abogados conlleva acceder a todos los privilegios que tal situación reporta90), simultáneamente dicha decisión supone el acatamiento de todos los deberes que corresponden al ejercicio de la abogacía, entre los que, por encima de todos, resalta el obligado sometimiento a la potestad disciplinaria de ámbito colegial (al margen de la demarcación territorial91))92). Ello sobre todo ante la certeza de que la función social ejercida por el abogado impone simultáneamente que las normas deontológicas que regulan su desarrollo sean exigidas con mayor rigor, si cabe, que al resto de profesiones.

La relación abogado-cliente

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