Читать книгу La playa de la última locura - Juan Esteban Gascó - Страница 10

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Capítulo 9

«—¿Qué jinetes son esos?

—Los que preceden a la Bestia.

—La del Apocalipsis.

Describió Tchernoff la bestia apocalíptica…: blasfemia contra La Humanidad, contra la justicia, contra todo lo que hace tolerable y dulce la vida del hombre. La fuerza es superior al derecho. El débil no debe existir. Sed duros para ser grandes. Y la bestia con toda su fealdad, pretendía gobernar al mundo y que los hombres le rindiesen adoración».

Puso toda su concentración en la lectura de esas líneas de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. No sabía por qué había elegido ese libro. Seguramente porque su madre le había hablado tanto y tan bien de Blasco Ibáñez, uno de los valencianos más ilustres, que ardía en deseos de leer su obra. Pero ¿por qué sintió el impulso de elegir esa novela? Su madre le había hablado de Cañas y barro, de La barraca, de Entre naranjos y de otras muchas, todas ellas ambientadas en Valencia. Y sin embargo se decidió por esta, que hablaba de la muerte. Una novela cruda y desgarradora que reflejaba los hechos como si estuviera viviendo, o más bien muriendo, en la Primera Guerra Mundial. Otra vez la muerte como compañera de viaje. El tren parecía tirado por cuatro caballos endiablados. Un jinete montado sobre un caballo blanco: la Peste; otro sobre un caballo rojizo: la Guerra; otro sobre un caballo negro: el Hambre; y el último, montado sobre otro caballo blanco con el nombre de la Muerte. «Los cuatro jinetes emprendían una carrera loca, aplastante, sobre las cabezas de La Humanidad aterrada», siguió leyendo. Se acordó fugazmente de la gitana que conoció en la playa y de su asustadiza predicción. No quiso rememorar el encuentro y continuó con la lectura del libro.

«—Se ha matado —dijo una voz que parecía surgir de un pozo—. Es la alemana que se ha matado… La infeliz no había dado sola el salto de muerte. Alguien presenciaba su desesperación. Alguien la había empujado. ¡Los jinetes! ¡Los cuatro jinetes del Apocalipsis! Ya estaban sobre la silla: ya emprendían su galope implacable, arrollador».

Conmovido, finalizó la primera parte de la novela. Ahora quien le vino a la mente fue la chica que se suicidó en el hotel. No era su persona sobre la que giraba la muerte, como predijo la gitana. La muerte giraba alrededor de toda la humanidad desde los anales de la historia hasta nuestros días. La peste, si bien ahora bajo el disfraz de otras epidemias y enfermedades mortales, seguía azotando ferozmente a pesar de los avances de la ciencia. El hambre se extendía sobre una gran parte de la población mundial, en contraposición con los avances tecnológicos y los utópicos deseos de vivir en un mundo mejor y más solidario. La guerra, imparable en numerosos territorios, ajena a los tratados de paz y el esfuerzo de naciones y organismos internacionales a los que maniataban mayores intereses económicos. En definitiva, la muerte no había dejado de acecharnos nunca, mostrándose de diferentes formas, pero siempre presente e ineludible. Era inevitable. No podíamos sustraernos a ella. Era ley de vida. Peste, hambre, guerra, accidentes, muerte natural. Se presentaba de mil maneras diferentes. Unas veces de forma inesperada, otras no tanto, pero casi siempre involuntaria. Nadie quería danzar con ella. Sin embargo, de forma incomprensible había seres humanos que decidían bailar con ella voluntariamente, como la alemana del relato que terminaba de leer. Como la chica del hotel. ¿Cuáles serían sus razones para lanzarse a los pies de los caballos para ser pisoteados sin piedad? Pablo Víctor debería entenderlo mejor que nadie, pero seguía sin comprenderlo. Un sudor frío comenzaba a apoderarse de él. Se levantó y fue al servicio para mojarse la nuca y luego buscó la cafetería para beber un poco de agua. Quería apartar de su cabeza sus atormentados pensamientos, pero instantes después una fuerza irresistible le llevó a que se sentara de nuevo con el libro entre sus manos. Intentó abstraerse, sin que le afectara personalmente el fiel reflejo de unos hechos tan lejanos y ajenos, pero prosiguió con la lectura: «Creyó ver a la Bestia, eterna pesadilla de los hombres. ¿Y el mal quedaría sin castigo, como tantas veces?». La frase le hizo reflexionar. Había archivado el caso, dejándolo sin castigo. «No había justicia; el mundo era producto de la casualidad; todo mentiras, palabras de consuelo para que el hombre sobrelleve sin desamparo el desaliento en que vive». ¿Sería cierto que no había justicia? ¿Qué podía hacer un simple juez frente a la poderosa muerte? «Le pareció que resonaba a lo lejos el galope de los cuatro jinetes apocalípticos atropellando a los humanos. Vio un mocetón brutal membrudo con la espada de la guerra; el arquero de sonrisa repugnante con las flechas de la peste; el avaro calvo con las balanzas del hambre; al cadáver galopante con la hoz de la muerte. Los reconoció como las únicas divinidades familiares y terribles que hacían sentir su presencia al hombre. Todo lo demás resultaba un ensueño. Los cuatro jinetes eran la realidad».

Una realidad muy presente para él, que no podía apartar de su vida, a pesar de su denodado empeño. A la que no podía vencer. «Aunque la Bestia quedase mutilada volvería a resurgir años después, como eterna compañera de los hombres». Cada página que pasaba, cada línea que leía, le atormentaba más y más, pero no podía apartar sus ojos de la novela, que estaba devorando sin respiro. El tren pasó del galope al trote y comenzó a frenar justo cuando le quedaba por leer el último párrafo. «Al tenerlo cerca le echó los brazos al cuello, lo apretó contra las magnolias ocultas de su pecho, que exhalaban un perfume de vida y de amor, le besó rabiosamente en la boca, lo mordió, sin acordarse ya de su hermano, sin ver a los dos viejos que lloraban abajo queriendo morir; y sus faldas libres al viento, moldearon la soberbia curva de unas caderas de ánfora. FIN». Suspiró aliviado. Uno, muchos, muchísimos, habían muerto, otros querían morir por la pérdida de seres queridos, pero una mujer exhalaba un perfume de vida y de amor. Le vino a la memoria de nuevo esa gitana de caderas de ánfora. No solo le habló de muerte. También de amor.

Media hora después depositaba la novela en la estantería de la librería del salón de su casa, junto a otros muchos libros. Su pequeña biblioteca pasaría a formar parte de un mobiliario que no iba a llevarse consigo. No se iba a desprender de ella, pues le tenía mucho cariño, pero decidió dejarla allí. No quería llevarse consigo nada de una casa que ya no sentía como suya. Un lugar en el que había sido muy dichoso pero que ya solo encerraba recuerdos enterrados. Había vuelto únicamente a por su Harley, que le hacía sentirse libre cortando el viento, pero también a por la caja metálica que guardaba en el altillo del armario. Ansiaba la libertad, pero no podía desprenderse de una cadena que le había acompañado tanto tiempo. Una cadena que no le oprimía porque formaba parte de su cuerpo. Una pesada cadena con llave en forma de carta.

«Ojos verdes, no tengo valentía para decirte mirándote frente a frente lo mucho que te quiero. Aunque bien sabes tú que es imposible querer con mayor intensidad de la que yo te he amado. Ni tampoco hace falta que te diga que me has hecho la mujer más feliz de la tierra, y también de nuestro mar. Un mar traicionero que se tragó nuestra felicidad. Por eso voy a ir en su busca a reunirme con ella. Es ahí donde está mi sitio y donde voy a adentrarme. En lo más profundo de sus entrañas. No soporto ni un segundo más esta vida que tanto nos ha dado, que hemos disfrutado cada instante con cada beso, cada abrazo, cada mirada, cada sonrisa. Y sin embargo, un soplo de viento de poniente nos ha arrebatado lo más preciado de nuestra existencia. Nunca podrás llegar a comprender lo que me duele el alma dejarte. Un alma vacía por la ausencia y a la vez cargada del insoportable peso de la culpabilidad. Sé que compartes mi desánimo y estás tan destrozado como yo, pero no podía compartir contigo los atormentados pensamientos que van devorando sin piedad mi corazón, que es el tuyo. Por favor, no te reproches nada. Eres el ser más maravilloso que he conocido y has hecho todo lo posible por remediar este final que intuías. Un final trágico que no mereces. ¿Quién te iba a decir que la persona que más te ama fuera la que más dolor te causara? Lo siento, mi amor. Aun así, a sabiendas de que te estoy matando, voy a pedirte una última cosa. Que me prometas que resucitarás. Tengo claro que jamás me olvidarás, pero, por nuestro amor eterno, debes jurarme que harás lo posible por conocer a otra persona digna de tu amor para que vuelvas a ser feliz. Si no lo haces mi alma nunca descansará en paz».

Guardó por enésima vez esa carta amarilla escrita con pulso tembloroso y emborronada con lágrimas vertidas sobre ella. Pero en esta ocasión Pablo Víctor no derramó ninguna. Besó la fotografía como siempre y la metió en la caja que contenía el anillo que los unió.

Emprendió de nuevo el camino hacia Valencia buscando el descanso eterno de su amada, que en realidad era el suyo propio. Le había costado varios años dar el paso, pero ahora el viento parecía que le era favorable. Sentía como esa fotografía le impulsaba en pos de un nuevo amor, de una nueva vida.

Absorto durante el viaje, no era consciente de los kilómetros recorridos. No tenía hambre ni sentía cansancio, pero justo a mitad de camino el indicador de la reserva de gasolina avisaba de que debía repostar. El destino, quizá guiado desde el cielo, quiso que la estación de servicio más próxima estuviera junto al desvío de la carretera comarcal que le llevaba a El Rincón del Olvido. Sintió el impulso de visitar a Irina, pero de pie, apeado de su Harley, frente al luminoso del restaurante, decidió que todavía no había llegado el momento del olvido. Qué casualidad que la traducción del nombre de Irina, fuera «paz». La inseguridad se apoderó de él. No sabía si esa paz sería liberadora de almas. Para asegurarse necesitaba oír primero otra voz que lo llamara ojos verdes.

La playa de la última locura

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